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Cabrera, D. (2021). Entre la vida y la muerte: el dolor. Un acercamiento foucaultiano.
Cuestiones de Filosofía, 7 (29), 139-155.
https://doi.org/10.19053/01235095.v7.n29.2021.13161
Entre la vida y la muerte: el dolor.
Un acercamiento foucaultiano
1
Between life and death: pain.
A Foucauldian approach
Dulce María Cabrera Hernández
2
Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, México
Recepción: 15 de julio del 2021
Evaluación: 8 de septiembre del 2021
Aceptación: 23 de septiembre del 2021
1
Este artículo corresponde al proyecto PAPIIT-UNAM: IN305521 “Ética y Biopolítica. Pcticas
socioeducativas universitarias sobre tecnología y salud”.
2
Doctora en Pedagogía por la Universidad Nacional Autónoma de Puebla.
Correo electrónico: dulcemariacabrera@gmail.com
Artículo de investigación
Cuestiones de Filosofía
ISSN: 0123-5095
E-ISSN: 2389-9441
Vol. 7 – Nº 29
Julio - diciembre, año 2021
pp. 139-155
140
Cuestiones de Filosofía No. 29 - Vol. 7 Año 2021 ISSN 0123-5095 Tunja-Colombia
Resumen
Este trabajo se propone, desde una perspectiva foucaultiana, reflexionar
acerca de la incorporación del dolor en una ética de la resistencia. En el
artículo se revisan algunos planteamientos relacionados con el nacimiento de
la clínica y las tres conferencias ofrecidas por Foucault durante 1974 en Río
de Janeiro, para analizar el abordaje de la vida, la enfermedad y la muerte,
y el gobierno de los cuerpos. El argumento central es que el discurso de la
medicina poco o nada puede hacer con el dolor, porque éste se constituye en
un espacio intermezzo entre la vida y la muerte. Aunque el dolor amenaza el
despliegue de la positividad de la vida y de la salud plena, no conduce a su
aniquilación. En este sentido, es posible pensar en una ética capaz de oponer
resistencia a la industria del fármaco o al mercado de la salud, y apostar
por una cierta experiencia que ayude a reconocer el dolor como un proceso
colectivo.
Palabras claves: ética, filosofía, salud, sistema social.
Abstract
From a Foucauldian perspective, this paper is addressed to trigger a reflection
about the incorporation of pain into an ethic of resistance. In this paper, some
ideas related to the birth of the clinic and other three conferences offered
by Foucault in 1974, in Rio de Janeiro Brazil, are reviewed to analyze the
approach of life, sickness, and death, and the bodies´ governance. The main
argument affirms Medicine´s discourse can do very little or nothing against
pain, because it is an intermezzo space between life and death. Although pain
threatens the deployment of positivity of life and health, it cannot conduct to
their extermination. In such vane, it is possible to think about an Ethic able to
resist against pharma industry or health business and to bet for an exceptional
experience that helps us to recognize pain as a collective process.
Keywords: ethics, philosophy, health, social system.
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Cuestiones de Filosofía, 7 (29), 139-155.
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La vida, la enfermedad y la muerte
El poeta es un fingidor / Finge tan completamente que hasta finge que es
dolor, el dolor que de veras siente / Y quienes leen lo que escribe, sienten,
en el dolor leído, no los dos que el poeta vive sino aquél que no han tenido
(Pessoa, Antología poética, p. 132).
Este escrito inicia reconociendo que la vida, la enfermedad y la muerte han
estado históricamente en el análisis de los sistemas de verdad, saber, poder
y gobierno. Por ejemplo, en La historia de la locura en la época clásica,
publicada en 1961, Foucault (2015) afirma que se consideraba al loco como
un hijo del mar, el bobo y el necio fueron parlanchines y vagabundos durante
el siglo XVII. Hacia el XVIII surgió la figura del enfermo peligroso y la
desgarbada locura, dueña de las calles, fue confinada y desplazada por la
razón: “En todo caso, la historia de la locura no es una trayectoria de la razón
hacia la verdad, sino que es una progresiva dominación de la locura para
integrarla en el orden de la razón (…)” (Machado, 1999, p. 21).
En El nacimiento de la clínica. Una arqueología de la mirada médica,
Foucault (2006) expone que la vida se presenta amenazada por la enfermedad
y la muerte. Lo que interesa al autor en esa obra es el discurso de la medicina
en su relación con la clínica. Valiéndose del médico y de la idea de cuerpo
enfermo, se muestra la emergencia de la medicalización: “La clínica figura,
por lo tanto, como una estructura esencial para la coherencia científica,
pero también para la utilidad social y para la pureza política de la nueva
organización médica (…)” (Foucault, 2006, p. 107). En la obra mencionada
se encuentra un capítulo dedicado a la creación y funcionamiento de los
hospitales. Se afirma en ella que estas instituciones jugaron un papel central
en la organización del conocimiento médico, en la transmisión de ese saber y
en la habilitación profesional de ciertos sujetos para intervenir, hablar y ver
claramente los rasgos de la enfermedad y de la muerte. Con esos elementos
se estructuró el discurso de la medicina y se registró una racionalidad, un
lenguaje y una gramática:
Esta nueva estructura está señalada, pero por supuesto no agostada, por el
cambio ínfimo y decisivo que ha sustituido la pregunta: “¿Qué tiene usted?”,
con la cual se iniciaba en el siglo XVIII el diálogo del médico y del enfermo
con su gramática y su estilo propios, por esta otra en la cual reconocemos
el juego de la clínica y el principio de todo su discurso: “¿Dónde le duele a
usted?” (p. 14).
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La creación de códigos, lenguajes, credenciales y procedimientos para
intervenir en los cuerpos enfermos alimentó una pedagogía de la medicina
o una pedagogización médica que instituyó un campo de conocimientos
especializados en el que participaron médicos y oficiales de la salud. Esta
pedagogía se hizo indispensable para acceder a una jerga especializada con la
cual nombrar distintas enfermedades, principalmente de los desfavorecidos
que, víctimas de la guerra o de la pobreza, eran internados en los hospitales.
A cambio de servicios médicos gratuitos, ellos donaron sus cuerpos para que
se experimentara con sus padecimientos.
En ese periodo el hospital y la clínica se legitimaron como espacios para
trabajar y expoliar el cuerpo. A través de la experimentación se logró
identificar, clasificar y organizar el conocimiento médico sin reparar
demasiado en la violencia ejercida sobre los cuerpos convertidos en pizarras
humanas. Quienes buscaban alivio aceptaban el dolor o la exhibición
como moneda de cambio. De esta manera “(…) la mirada clínica tiene esa
paradójica propiedad de entender un lenguaje en el momento en que percibe
un espectáculo (…)” (p. 155).
En este punto es interesante reiterar la relación y el reforzamiento que
existe entre la clínica y la pedagogía. La primera alude al entorno donde
la enfermedad se hace visible y tratable dentro del hospital, mientras
que la segunda se refiere a mecanismos, dispositivos y tratamientos de
las enfermedades. De acuerdo con Foucault, en la observación clínica
confluye el ámbito hospitalario y el dominio pedagógico, porque en ella
se sintetiza el acto de conocer y se modulan prácticas sociales al transmitir
una episteme.
¿Cuál es la importancia que adquiere la observación clínica? Podría decirse
que la observación es el mecanismo epistémico que permite asociar el
síntoma a la enfermedad y lo que ésta significa al interior del discurso de
la medicina:
Es la descripción, o más bien la labor implícita del lenguaje, en la descripción
que autoriza la transformación del síntoma en signo, el paso del enfermo a la
enfermedad, el acceso de lo individual a lo conceptual. Y allí se anuda, por
las virtudes espontáneas de la descripción, el vínculo entre el campo aleatorio
de los acontecimientos patológicos y el dominio pedagógico en el cual éstos
formulan el orden de su verdad (p. 164).
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Entre la vida y la muerte, el discurso de la medicina asume la función de
“(…) hacer hablar lo que todo el mundo ve sin verlo, a los únicos que estén
iniciados en la verdadera palabra” (p. 166). Describir es el procedimiento que
permite ver y saber. No olvidemos que la vía de acceso a la palabra es el ojo
–la observación– y el resto de los sentidos. De esta manera el discurso de la
medicina identifica un cuerpo enfermo.
En 1966, en Las palabras y las cosas, Foucault (2005) señaló las condiciones
históricas que favorecieron la estructuración de un discurso que permite ver,
oír y hablar sobre los cuerpos. Foucault indicó que ese discurso instala una
grilla o matriz de intelección desde los cuales se nombra la vida, el lenguaje
y la cultura. El tránsito hacia una episteme moderna quedó marcado en La
arqueología del saber, libro de 1969 en el que Foucault (1984) sostuvo: “En
la época clásica, se tiene, pues, una formación discursiva y una positividad
absolutamente accesible a la descripción (…)” (p. 301).
A partir de estas obras, el estudio sobre la vida, la enfermedad y la muerte
se hizo acompañar de una disección sobre las relaciones entre poder-saber-
verdad (Mancilla, 2021). El cuerpo y la enfermedad ya no solo se explican
desde el discurso de la medicina, sino que el punto de inflexión fue la
producción de verdad a partir de una estructuración discursiva y de relaciones
de poder.
La salud y el gobierno del cuerpo
Las tres conferencias que Foucault dictó en 1974 en el Instituto de Medicina
Social, Centro Biomédico de la Universidad del Estado Río de Janeiro
(Brasil), muestran elementos centrales del discurso de la medicina en su
relación con el cuerpo, la emergencia de una biopolítica y, finalmente, la
disciplina.
En la conferencia intitulada la Crisis de la medicina o la crisis de la
antimedicina (Foucault, 2018), dictada en octubre de 1974, el autor señaló
que sus estudios sobre el gobierno del cuerpo comprenden un plano individual
y otro colectivo, que en ese momento denominó somatocracia. Ésta se
remonta a las prácticas médicas estatales en la Europa del siglo XVIII y tiene
continuidad en las del siglo XX. En concreto, el filósofo francés se refiere al
Plan Beveridge (Ravanal y Aurenque, 2018):
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El Plan Beveridge indica que el Estado se hace cargo de la salud. Se podría
afirmar que esta no era una innovación, pues desde el siglo XVIII una de
las funciones del Estado, si no fundamental por lo menos importante, era la
de organizar la salud física de los ciudadanos. Sin embargo, creo que hasta
mediados del siglo XX la función de garantizar la salud de los individuos
significaba para el Estado, esencialmente, asegurar la fuerza física nacional,
garantizar su capacidad de trabajo y de producción, así como la defensa y
ataques militares. Hasta entonces, la medicina estatal consistió en una función
orientada principalmente hacia fines nacionalistas cuando no raciales. Con
el Plan Beveridge la salud se transforma en objeto de preocupación de los
Estados, no básicamente para ellos mismos sino para los individuos, es decir,
el derecho del hombre a mantener su cuerpo en buena salud se convierte en
objeto de la propia acción del Estado (Foucault, 2018, p. 162).
Una función del Estado, entonces, se dirigió a la implementación de una
moral del cuerpo porque era menester inculcar hábitos de higiene y cuidado,
tanto individual como familiar. Más tarde, con el Plan Beveridge, comenzó
a constituirse el derecho a la salud, la economía, el mercado de la salud,
la prevención de las enfermedades y el cálculo de los gastos sanitarios.
Todos ellos orbitaron alrededor del cuerpo, sin reparar en la historia de este
concepto.
El primer rasgo del modelo médico que Foucault visibiliza en esa conferencia
se relaciona con tres asuntos: la organización clínica y hospitalaria que se
gestó desde el siglo XVIII, el discurso de la medicina cuya autoridad se erigió
a partir de una cierta base científica, y con el riesgo a la vida que provocaba
la intervención médica:
En la actualidad, con las técnicas de que dispones, [por ejemplo] la medicina,
la posibilidad de modificar el armamento genético de las células no solo afecta
al individuo o a su descendencia sino a toda la especie humana (…) Surge
pues, una nueva dimensión de posibilidades médicas, a la que denominaré la
cuestión de la biohistoria. El médico y el biólogo ya no trabajan a nivel del
individuo y de su descendencia, sino que empiezan a hacerlo a nivel de la
propia vida y de sus acaecimientos fundamentales. Estamos en la biohistoria
y este es un elemento muy importante (p. 167).
El segundo rasgo es la medicación indefinida. En el siglo XX la autoridad
del discurso médico es suficiente para establecer una intervención científica,
técnica y estatal sobre los cuerpos a través de la examinación, siempre al
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amparo de la salud y contra la enfermedad. Sin embargo, el autor insiste en
señalar que desde el siglo XVIII se rompió la relación médico-paciente y
que el combate a la enfermedad no se hizo para evitar la muerte, sino que
devino en preservación de la vida productiva. A partir de entonces, el objeto
de la medicina ya no es la enfermedad, ni la muerte, es la salud: un enfermo
es un individuo peligroso para sí mismo y para la vida en su conjunto. Ese
riesgo social se combate con las normas sanitarias, con los hospitales y con
las prescripciones.
Un tercer rasgo es la configuración, desde el siglo XVIII, de una economía
política de la medicina, que se originó para controlar las pérdidas
ocasionadas por una epizootia en Francia. Lejos de quedarse como
particularidad coyuntural, la medicina moderna consiguió instituir la salud
como un objeto de consumo, y en esa dirección se observan procesos de
producción y distribución de servicios y medicamentos para garantizar la
vida. Tal economización condujo a la transformación de los hospitales, pues
paulatinamente dejaron de funcionar como lugares de confinamiento para
los locos, y de tortura para los anormales, hasta convertirse en laboratorios
que estimulan la continuidad de una vida productiva. Con lo expresado en
la primera conferencia, Foucault pasó de la somatopolítica a una incipiente
biopolítica (tema que aparece en la segunda conferencia).
Raffin resume las características de la medicina moderna señalando que
en ella surge una autoridad médica cuyo alcance regulatorio excede a los
hospitales. Ese surgimiento ocasiona los siguientes cambios: se reconfigura
el campo de la medicina, se prioriza la vida y se estimula la productividad.
Los hospitales se consolidan como aparatos de medicalización indefinida y
se introducen “mecanismos de administración médica” (2018, p. 113).
En octubre de 1974 se realizó la segunda conferencia de Río de Janeiro, en la
que el filósofo analizó el Nacimiento de la medicina social (Foucault, 1999a).
El principio está marcado por un resumen respecto de la conferencia anterior:
a) la biohistoria como los efectos o huellas de la medicina en la concepción
de lo biológico; b) la medicalización como una red que jerarquiza el cuerpo
y el comportamiento, estableciendo mecanismos de regulación social que
comprenden al individuo y a la colectividad; y c) la economía de la salud que
favoreció la incorporación de mecanismos sanitarios (economías, hospitales,
laboratorios farmacológicos) en las sociedades modernas. Enseguida se
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expone el carácter social o colectivo de la medicina, la objetivación del
cuerpo como realidad biopolítica y la declaración de que la medicina es una
estrategia biopolítica (Ravanal y Aurenque, 2018; Castro, 2016 y 2021).
En esta ponencia Foucault sostuvo que hacia el siglo XIX se abandonó
la preocupación por la enfermedad para dirigirla al cuerpo como fuerza
productiva. Esto se logró con tres modelos: 1) La medicina del Estado alemán
orientada a la salud pública, que puso en operación a la policía médica para
vigilar, administrar y organizar a los profesionales; 2) La medicina urbana
francesa se desarrolló desde el siglo XV al XVIII para evitar los contagios
masivos y las infecciones en los primeros centros urbanos, debido a que en
esa época los mecanismos de control no fueron establecidos por el Estado.
Los hospitales asumieron su diseño e implementaron cuarentenas, crearon
medidas de aislamiento social entre la urbe y el campo, y pautaron la
circulación restringida, así como la vigilancia de la población obrera y el
confinamiento en los barrios; 3) La medicina inglesa dedicada a la fuerza
de trabajo, implantó el control sanitario de las clases trabajadoras y pobres,
especialmente para separarlas de los ricos. En consecuencia, la medicina y la
economía promovieron nuevas leyes para proteger el derecho a la propiedad
y a la vivienda (Foucault, 1999a). En el modelo inglés se ofreció asistencia
médica, se hizo un registro de sanidad pública y se estableció un control
sanitario de los pobres.
En la tercera conferencia, La incorporación del hospital en la tecnología
moderna (Foucault, 1999b), el autor retoma el análisis acerca del hospital
para mostrarlo como una institución dedicada a la medicalización, ya que
hasta la Edad Media esta institución acogía únicamente a los pobres para
salvar su alma, y no su cuerpo. Ese lugar de internamiento no contaba con
la tecnología necesaria para crear una cura que aliviara los males físicos,
por lo que fue necesario crear los nuevos medicamentos para lograrlo. Si
esos establecimientos solo eran espacios de encierro y no de cura, entonces,
fue necesario medicalizar el hospital. Al respecto, Foucault señala que fue
necesario observar la administración hospitalaria y reajustar sus mecanismos
para revertir el desorden y contrarrestar los efectos nocivos que éste causaba.
Después de analizar el funcionamiento de los hospitales ubicados en las
aduanas y del hospital militar, Foucault llegó a la conclusión de que la
medicalización del hospital fue posible gracias a la disciplina. Esa nueva
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técnica de los siglos XVII y XVIII tenía como objeto la gestión del hombre
a partir de una distribución espacial, una sincronización de los cuerpos,
una vigilancia constante y un registro de los comportamientos (1999b). La
conferencia sobre la tecnología hospitalaria cierra con dos afirmaciones de
suma importancia: a) durante el siglo XVIII el hospital logró convertirse
en una organización que transmite un saber médico a través de la clínica;
y b) “Gracias a la tecnología hospitalaria, el individuo y la población se
presentan simultáneamente como objetos del saber y de la intervención
médica” (p. 110).
¿Y el dolor?
En las líneas precedentes se ha recuperado con insistencia el estudio de
Foucault en torno al discurso de la medicina en el siglo XVIII. También
se ha apuntalado el desplazamiento de la atención por el cuidado del alma
hacia el gobierno de los cuerpos. En la tercera conferencia se delinearon
algunas pistas sobre la emergencia de la disciplina y aparecieron, de manera
temprana, algunas ideas que atañen a las relaciones entre el individuo, la
población y la biopolítica. En esta revisión interesa enfatizar algunos puntos:
1. Desplazamiento del gobierno del alma hacia el gobierno de los cuerpos.
2. Medicalización de la sociedad, fuertemente relacionada con la creación
y administración de drogas y fármacos, lo que implica la emergencia
de enfermedades contemporáneas que no se restringen a los códigos y
padecimientos biológicos.
3. Expansión del discurso médico y el diseño de una economía de la salud
que implica la producción farmacológica.
Todos ellos amalgamados en una red identificable desde el siglo XVIII y XIX,
y que lejos de ser anulada ante la celeridad de las transformaciones sociales
contemporáneas, se ha potenciado con el desarrollo del sistema capitalista.
La enfermedad ya no se inscribe en el régimen de lo biológico (si es que
alguna vez lo fue, pues Foucault, precisamente, señala que la inscripción de
la enfermedad se hizo posible a partir de la medicina y de la observación),
sino que avanza hacia la construcción de una sociedad patologizada al mismo
tiempo que enarbola la vida. En síntesis, en el discurso de la medicina nunca
se ha tratado de la relación médico-paciente, enfermedad-cura, salud-muerte;
en su lugar se ha medicalizado al individuo y la sociedad, privilegiando la
positividad de la vida:
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Desde la medicina, se denomina dolor a la “sensación desagradable causada
por una estimulación de carácter nocivo de las terminaciones nerviosas
sensoriales. Es un síntoma cardinal de la inflamación y es valorable en
el diagnóstico de gran número de trastornos y procesos. Puede ser leve o
grave, crónico, agudo, punzante, sordo o vivo, localizado o difuso” (Clarós y
D’Ángelo, 1994, p. 412; Pérez-Marc, 2011, p. 35).
La cita previa ofrece aparentemente una definición del dolor. Empero, nos
interesa descomponer sus enunciados. La primera parte, que hace referencia
a la estimulación nociva de las terminaciones sensoriales, se inscribe en
una dimensión anatomofisiológica (2011). La segunda parte, el síntoma, es
bastante cercano a lo que Foucault ya indicaba en su obra sobre la clínica,
pues al identificar y describir la regularidad de los síntomas se habla de
“(…) la constancia de las causas, de la obstinación de un factor cuya presión
global y siempre repetida determina una forma privilegiada de afecciones
(…)” (Foucault, 2006, p. 44). Ahora bien, queremos apuntar un elemento
subjetivo que está presente en esta definición sobre el dolor: su agudeza,
levedad o localización. Pero ¿qué es lo que el sujeto hace suyo: el dolor
como experiencia o la expresión del discurso médico? Al respecto Mujica
sostiene lo siguiente: “La experiencia del dolor fija el tiempo en el presente:
durante el dolor no experimentamos más que el instante doloroso, la vivencia
del dolor parece suspendida a tal punto que nuestro horizonte temporal no
puede sobreponerse a la sensación dolorosa y nuestra memoria no tiene otro
contenido que el momento de la lesión (…)” (2020, p. 34).
Esta cita puede inducirnos a pensar que el dolor es de uno en el cuerpo
propio con su temporalidad particular, pero este factor depende del carácter
normativo de la medicina, ya que únicamente un sujeto medicalizado puede
reconocer en qué parte del cuerpo –dónde– siente dolor, la intensidad, su
ubicación y gravedad.
¿Es posible registrar el malestar del dolor sin asociarlo a una enfermedad o
a la muerte? Sanguineti (2019) afirma que un tipo de dolor es el emotivo o
afectivo que no se deriva directamente de una sensación, sino que es más
cercano a una tristeza o disposición emocional. Un tercer tipo alude al dolor
espiritual ligado a la compasión o conmiseración. Desde otra perspectiva, Pro
considera que “(…) el dolor deviene sufrimiento cuando se hace autónomo,
cuando manifiesta un debilitamiento de la vida contra el cual soy impotente
(…)” (2020, p. 379).
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¿Cómo ha sido posible que en las relaciones entre la vida, la enfermedad y la
muerte se haya soslayado la importancia del dolor? Una posible explicación
se encuentra en la dinámica de las sociedades contemporáneas, en las que el
discurso de la medicina promueve y sostiene un sistema de expoliación de
los vivos, aunque éstos sufran o se duelan, es necesario seguir alimentando
los llamados a la “superproducción del hacer-vivir” (Valle, 2019, p. 117).
Positividad de la vida
Vemos ahora que no se abandonó el modelo médico identificado por el filósofo
francés, sino que convivimos con sus artilugios, es decir, el ocultamiento
del dolor, el valor de la salud como objeto de consumo y la estimulación
actual de la positividad de la vida ante la muerte: “La mera positividad
de los procesos contemporáneos, al haber soterrado a la presencia como
mecanismo de control, permite el libre despliegue de la producción en sus
múltiples manifestaciones: producción de saber, producción de capital (…)”
(Xolocotzi, 2018, p. 21). Esta producción motiva y sobrevalora el poder de la
vida, pero no de cualquier vida; únicamente privilegia aquella que alimenta el
engranaje de la ganancia, del capital y de la vanidad. Esa positividad parece
colmar todos los espacios de la vida biológica y de la espiritual, reinstalando
los mecanismos advertidos por Foucault.
¿Es posible aceptar que la positividad de la vida está siempre amenazada
por el dolor como una cierta negatividad que impide su despliegue? Nuestro
arriesgado argumento supone que el dolor es la principal negatividad que
amenaza la plenitud o positividad de la vida. Mientras la muerte representa
la extinción de una forma de vida, el dolor parece ser un elemento que la
acompaña, la amenaza y la niega, pero que no conduce necesariamente a su
aniquilación (Cabrera, 2021). Es decir, el dolor niega la posibilidad de una
vida positiva y llena de salud, pero no se convierte en muerte o destrucción.
Buyentik había indicado que esta amenaza no es destructiva, es localizable
y no atenta contra la integridad del sujeto (Mujica, 2020). Sin embargo, nos
gustaría introducir un matiz: el dolor que amenaza la positividad y plenitud de
la vida no es un dolor localizado en alguna parte del cuerpo. Cuando decimos
me duele una muela, un dedo o una pierna, somos capaces de identificar las
sensaciones o los estímulos desagradables, pero hay un cierto límite en el
que experimentamos un dolor que no es solo físico, sino que invade toda la
existencia del individuo y de una colectividad.
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En este sentido, la capacidad del dolor corporal de llenar el espacio
subjetivo –desde la piel hasta lo más íntimo– sólo es sobrepasado con el
dolor espiritual que podríamos llamar intersubjetivo. En el duelo se puede
encontrar un ejemplo de este dolor más social o colectivo y quizá cercano
al sufrimiento. ¿Por qué el dolor en el duelo tiene efectos tan dislocatorios
y en qué medida aparece como negatividad o amenaza para la vida? Lo
primero ocurre porque el duelo es la huella o rememoración de una pérdida o
ruptura, y lo que nos duele en alguna parte de nuestro ser es saber que aquello
perdido no podrá recuperarse y que esa hendidura es imposible de suturar.
En este punto coincidiríamos con Pro (2020) cuando nos recuerda que el
sufrimiento incapacita e impide que seamos funcionales. En la medida en
que la restauración de un estado previo a la pérdida es imposible y debido a la
dificultad que implica proyectar un futuro, el dolor aparece como amenaza a
la positividad de la vida y trastoca la salud (o lo que ella signifique). En otras
palabras, el dolor impide que la vida se realice dentro de las pautas biológicas
o sociales.
Frente al dolor, el discurso de la medicina poco o casi nada puede ofrecer:
en primer lugar, porque privilegió la vida como capacidad productiva; en
segundo lugar, porque fabricó a la muerte como un fatal desenlace para
los humanos; y, en tercer lugar, debido a que el mercado de la salud se ha
intentado lucrar con el dolor, promoviendo su supresión en la vida moderna,
vendiéndolo como un factor indeseable y como el principal enemigo de la
felicidad y la salud.
¿Es posible pensar que el discurso de la medicina ha operado de manera
estratégica haciéndonos creer que se olvidó del dolor o nos engaña fingiendo
que lo oculta? ¿Será esta presencia velada del dolor una estrategia para el
sostenimiento de la positividad de la vida y del discurso médico?
Una posible respuesta partiría del reconocimiento de que sí, efectivamente,
la maquinaria de la medicina pone estratégicamente al dolor en un segundo
plano para dejarlo operar a la sombra en la sociedad capitalista contemporánea.
Esto significaría que el dolor es una pieza clave del mercado de la salud y
que la vida se prolonga a partir de su sometimiento. En esta circunstancia, el
dolor podría aparecer como el motor del mercado y de la sociedad productiva.
Empero, en este caso, no habría ruptura entre la vida, la enfermedad y la
muerte, pues lejos de amenazar la vida, el dolor se sumaría a las empresas
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productivas del capitalismo. Al ver el crecimiento constante de las ventas
de productos analgésicos se podría apuntalar esta controversial postura.
Los analgésicos se autoadministran para contrarrestar cualquier dolencia
y restaurar la funcionalidad del individuo. De esta manera la medicina y
los productos farmacológicos operan para extender la vida productiva y
la fuerza de trabajo. Ambos integran una empresa corporativa que nutre a
una sociedad paliativa que consume medicamentos para distraerse del dolor
y del sufrimiento. En términos de Byung-Chul Han (2021), una sociedad
algofóbica.
Otra respuesta nos conduce a pensar que el discurso de la medicina ha
querido cooptar el dolor sin conseguirlo, porque su presencia es casi
incompatible con la positividad de la vida productiva. El dolor no ha sido
conjurado, en modo alguno, por la medicina, y menos aún por los fármacos;
ninguno puede acabarlo. Resumiendo, algunos elementos importantes en el
dolor son: los rasgos biológicos, afectivos y espirituales, su temporalidad,
su irreductibilidad ante la muerte, su estado intermezzo –entre la vida y la
muerte–, y, finalmente, su resistencia a ser cooptado por otra entidad.
Ética y resistencia, a modo de cierre
¿Hasta dónde nos ha traído esta lectura foucaultiana? Un primer arribo
consiste en poner al dolor en perspectiva dentro de los territorios de la
medicina para mostrar que, desde el siglo XVIII, el discurso había girado
en torno a la vida, la enfermedad y la muerte. Foucault ratificó la existencia
de una economía y un mercado de la salud para estimular la prolongación
de la vida a ciertos costos y a favor de la mano de obra productiva, sin crear
condiciones que hagan la vida vivible. Este concepto de vida positiva y plena
no es compatible con el dolor, ya que en nuestras sociedades contemporáneas
“(…) se habla de la mercantilización de la salud, es decir, la reducción del
bien humano fundamental de la salud al carácter de mercancía, susceptible
de ser sometida al proceso de compra y venta” (Díaz, 2016, p. 109).
Un segundo arribo nos permite observar que posiblemente el discurso de
la medicina ha ocultado al dolor porque éste representa una amenaza a la
vida positiva y necesaria para la mano de obra. En este sentido, el dolor se
distingue de la muerte y de otros males no sólo por su carácter corporal y
subjetivo, sino también porque en su vertiente espiritual puede convertirse en
un dolor colectivo en el momento en que se instituye como una posible ética
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de la existencia (Sicerone, 2016; Espinel y Pulido, 2017), o una experiencia
de la finitud: “El sujeto doliente es capaz de sentir su propia finitud a partir
de la presencia del otro (…)” (Cabrera, 2021, p. 397).
En las condiciones imperantes, marcadas por la primera pandemia del siglo
XXI, el discurso médico ha instalado el miedo al virus SARS-COV-2 o
coronavirus como una amenaza para la vida. Creemos, sin embargo, que el
dolor es uno de los últimos reductos disponibles para no sucumbir ante el
mercado de la salud ahora convertido en el mercado de las vacunas. Aclaremos
que no se trata de rechazar las vacunas anticovid, ni de negar la existencia
de la pandemia; se trata de reconocer que el dolor individual y social que
ha sobrevenido con la pandemia no puede contrarrestarse con un fármaco;
ninguno es capaz de eliminar el dolor biológico ni el dolor espiritual. Es casi
imposible ocultar el estado de pérdida y ruptura que el dolor nos ha traído.
Un tercer arribo es relevante para pensar en una ética del dolor que ayude
a reconocernos como sujetos dolientes más allá de nuestro propio cuerpo.
Hacernos sujetos capaces de sentir el dolor del otro como si fuera en carne
propia. Advertimos que no se trata de ponerse en los zapatos de otro, se
trata de no sentir que el dolor del otro es ajeno. Ese dolor ya es nuestro: “La
ética de Foucault nos invita a la sabiduría, una sabiduría que consiste no
sólo en desprendernos de ciertos sistemas de pensamiento y de acción, sino
también en romper nuestro silencio ante el sufrimiento que es la triste suerte
de nuestra época (…)” (Bernauer, 1999, p. 267).
En las circunstancias actuales nuestro dolor y sufrimiento nos invitan a una
ética de la resistencia para no reducir la existencia a la dinámica de la vida
productiva. Se trata de resistir ante la presión de la industria del fármaco o
el mercado de la salud, y de existir de otro modo honrando la vida vivible
y la muerte digna. Insistimos en un ethos que se pone entre los extremos
y, en lugar de silenciar u ocultar el dolor, reconocemos que su presencia es
un recordatorio de nuestra finitud. Al constituirnos como sujetos dolientes
nos damos a la experiencia con otros, y esto significa inducir modos de
subjetivación que ponen límite a la medicalización y a la búsqueda de la
funcionalidad biológica que nos ha llevado a enfrentarnos con otras formas
de existencia.
En este sentido, el dolor no sólo tiene una ética, también tiene una pedagogía
que puede inscribir la compasión por el sufrimiento vivido entre nosotros
y una ecosofía para reconocer que en nuestro afán por preservar el modo
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Cabrera, D. (2021). Entre la vida y la muerte: el dolor. Un acercamiento foucaultiano.
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de vida productivo hemos causado daño a otros seres (Guattari, 1996).
Dicha pedagogía puede concebirse de manera análoga a un dispositivo
que permite ver, hablar y reconocer múltiples registros de dolor (más allá
de lo biológico, lo médico o anatomofisiológico). Esto implica desarrollar
lenguajes y gramáticas que habiliten registros de intelección que desactiven
los mecanismos de productividad que han modelado el significado de
la vida como fuerza de trabajo o mercancía. Ahora bien, no se trata de
pensar únicamente en el dolor humano, pues la ecosofía se presenta como
la oportunidad de reconocer nuestra responsabilidad por el sufrimiento
planetario. Se trata de redefinir la posición de otras formas de vida distintas
de la antropomorfa y crear condiciones más vivibles y dignas para los seres
vivienntes.
Finalmente, acudimos a la perspectiva foucaultiana para imaginar
herramientas articulables a una pedagogía y a una ecosofía del dolor, con
las cuales combatir el mecanismo de explotación de la vida productiva. La
crudeza del filósofo francés nos alerta respecto de las dinámicas establecidas
en el gobierno de los cuerpos, ya que donde hay poder, hay resistencia.
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