Entre la fragilidad de la vida y la insistencia del mundo

Carlos Bernardo Skliar 1

1.Instituto de Investigaciones Sociales de América Latina (IICSAL)

skliar@flacso.org.ar

Como citar: Skliar, C. (2022). Entre la fragilisad de la vida y la insistencia del mundo. Educación y Ciencia, (26), e14562. https://doi.org/10.19053/0120-7105.eyc.2022.26.e14562

Resumen

Este texto intenta abordar las relaciones entre conocimiento, mundo y vida con la educación. El problema del conocer es planteado en términos de una contradicción entre saber y aprender; busca en la narración de la experiencia su expresión más acabada y distingue las nociones de posición y exposición. Se toma como punto de partida la distinción entre el estar y el ser, para decirlo de otro modo, los modos del «estar siendo», que escapan de su identificación o conversión en formas reconocibles de la existencia humana.

Palabras clave: conocimiento, saber, educación, mundo, vida.

Recibido: 07/07/2022 | Revisado: 25/07/2022

Aprobado: 07/08/2022 | Publicado: 19/09/2022

EDUCACIÓN Y CIENCIA |ISSN 0120-7105 | 2805-6655 (en línea) | Vol. 26 | 2022 |e14562 |

Between the fragility of life and the insistence of the world

Abstract

This text addresses the relations between knowledge, the world, and life with education. I posed the problem of knowledge in terms of a contradiction between knowing and learning; also, I sought in the narration of the experience its fullest expression and distinguished the notions of position and exposure. It takes as its starting point the distinction between being and being, in other words, the modes of “being being” that escape identification or conversion into recognizable forms of human existence.

Keywords: knowledge, knowing, education, world, life.

Ser/estar y la cuestión del mundo y de la vida

La diferencia entre el estar y el ser no es menor, supone consecuencias lingüísticas, políticas y culturales del todo trascendentes: se trata de la confrontación entre las cualidades y su predicación; de la subordinación a la esencialidad o del misterio inabordable; de la sumisión a una lógica occidental que establece la superioridad del ser y en la que lo singular parece no poder acontecer sino en su relación respecto de lo sustancial. «Quizá todo lo sustancial (el sub-stare de la escolástica), se reduce a ese ver al prójimo o las cosas y dar por concluido lo que podemos registrar al respecto» (Kusch, 1973, p. 577)1.

El juego perverso de cómo deben ser las cosas, cómo deberían serlo o cómo tienen que ser crea situaciones y condiciones de inferioridad; someten la experiencia del estar siendo a un estado precario y provisorio, como si no tuviera validez el transcurrir simplemente o no tuviera sentido la filiación con la tierra; ello, acaba por transformarse en una auto-percepción de invalidez o de pura periferia, pugnando por entrar en una interioridad destructiva.

Se revisarán algunos problemas fundamentales como: la cuestión del conocimiento —confundido con la obsesión del aprender—; la complejidad del vínculo entre época y educación; y la idea de curiosidad emparentada con el cuidado del mundo, central para la discusión que aquí se propone.

Para la revisión de estas cuestiones se plantearán tres tensiones de análisis previas: 1) la tensión entre el asumir puntos de vista inalterables o bien, en cambio, modos narrativos de exposición; 2) la tensión entre un lenguaje de la designación y un lenguaje narrativo; 3) la tensión entre una escena descriptiva y la exposición en una situación.

El problema del conocimiento del otro y de lo otro

¿Es acaso deseable, posible o incluso necesario conocer a alguien sin advertir y acoger al mismo tiempo la mutación milimétrica e inesperada de sus gestos cambiantes, sus palabras y sus silencios, sus posturas y descomposturas? ¿Se trata de un conocimiento derivado de alguna ciencia, de «la ciencia», es decir de la experimentación, o tendrá que ver —no solo, pero principalmente— con el encuentro subrepticio de un rostro singular, de haberse quedado expuesto a él?

Un cierto modo de conocimiento paradigmático —o de insistir en qué consiste conocer y qué no lo es— cuando extendido hacia las relaciones con otros seres humanos no hace más que provocar la cosificación de las relaciones y del mundo.

En Totalidad e Infinito (2002), Lévinas construye una crítica radical a las maneras de experimentación con las que pretendemos o creemos conocer a los seres humanos; para rehuir de ellas, ofrece un sentido distinto de la expresión «rostro». En la primera parte del libro, el filósofo asume la perspectiva del rostro en su relación con la fragilidad y la vulnerabilidad, en su vínculo más directo con lo doliente. Más adelante se concentra no tanto en lo que el rostro es o pudiera ser —el rostro por sí mismo, el rostro en cuanto tal—, sino en aquello que produce, lo que el rostro hace, que no es si no originar una respuesta ética, una responsabilidad. De ese modo, el rostro del otro es un principio, un punto de partida, pues da la posibilidad del tiempo y del lenguaje.

La exposición al otro rostro invalida la atribución de sentido de un ser; no es el uno quien habilita la existencia a lo otro a través de una conciencia intencional, por el contrario, es lo otro el que posibilita su aparición: «la expresión que el rostro introduce en el mundo no desafía la debilidad de mis poderes, sino mi poder de poder. El rostro, aún cosa entre cosas, perfora la forma que, sin embargo, lo delimita» (Lévinas, 2002, p. 211).

Viene a la memoria Palomar, aquel personaje del libro de Italo Calvino (2001) que se proponía conocer de acuerdo con una trayectoria, partiendo de la propia interioridad hacia la absoluta exterioridad, mirando hacia arriba y desde lejos los aspectos multiformes del universo, anhelando saber sin implicarse demasiado en ello.

En la idea original del texto de Calvino, Palomar debía dialogar con otro personaje, Mohole, quien representaba la imagen contrapuesta: la de un hombre que para conocer socavaba el suelo, hurgaba hacia abajo, hacia lo oscuro, hacia los abismos más enigmáticos de la interioridad.

Pero, por alguna razón, el libro de Calvino dejó a solas a Palomar, quizá porque no tenía más remedio que enaltecer su propia soledad en la travesía inabarcable hacia lo lejano y lo múltiple o tal vez porque quien mira a la distancia y pretende así conocer el mundo acaba también siendo víctima de la oscuridad y de lo abismal. O la cuestión es, como lo escribe el propio Calvino, que se trata de un «personaje que persigue la armonía en medio de un mundo todo él estruendo y miserias» (Calvino, 2001, p. 10).

El libro comienza con el mar, el deseo de conocer el mar, de hacer del mar un conocimiento, de encerrar al mar en un conocimiento, de detener el mar en la mirada y allí aprisionarlo. Palomar quiere conocer el mar, analizarlo en todos sus detalles, describirlo en su movimiento, abarcar su insondable plenitud, sintetizarlo en una idea clara y precisa. Es querer conocer, como si el conocimiento proviniese de una intención manifiesta, de una voluntad férrea a salvo de toda mutación e impotencia.

No es el conocer o el saber en sí, sino el querer hacerlo, el esforzarse, intentar convertir lo imposible en posible, incluso, a veces, el hacer de una cuestión una usurpación, lo que es muy diferente.

lo que se da a aprender, en la modernidad, es un saber atrapado con autoridad y transmitido con neutralidad, un saber por el que el aprendiz transita ordenadamente sin ser atravesado por la aguda flecha de la palabra del libro que se lee, es un saber que ya no sabe, porque a nada sabe en realidad. Un saber sin sabor (Lévinas, 1995, p. ١٩).

Está claro que un saber debe «saber» a algo: a la propia vida, a vidas distantes que se tornan próximas, a vidas ancestrales, a la potencia de la vida, a la vida por conocer o desconocer, a la vida en otros tiempos y lugares, a un mundo que ignoramos y deseamos hacerlo presencia y presente. También es cierto que aproximar las figuras del saber al sabor construye una necesaria relación entre conocimiento y cuerpo, cuerpo y conocimiento, disociados en la actualidad por una absurda pretensión de dominio técnico del mundo que genera, sin más, la separación, disolución y fin de una cierta forma de comprender y habitar la tierra.

Volviendo al personaje de Palomar, él quiere conocer el mar, pero no lo hace desde una posición a lo que podríamos llamar infantil, es decir, su deseo no es el de ir hasta el mar, sentirlo, percibirlo, escucharlo, quedarse extasiado, dejarse perturbar por el movimiento azaroso de las olas y si fuera el caso pensar después, decir después, construir después alguna regla o regularidad. Él se dirige no a mirar sino a observar, como también lo hace con la luna, las estrellas o las jirafas; va hacia el mar y no permite que el mar venga hacia él; ya sabe de antemano qué es lo que importa analizar y qué es mejor desechar o desconocer desde un comienzo.

No busca conocer, sino investigar, escudriñar, determinar y, en fin, disponer del mar en su conocimiento. Por ello su pretensión no es la de contemplar las olas, sino la de observar una ola específica, limitada y precisa. Pero enseguida se da cuenta —y darse cuenta es, en cierto modo, saber o creer saber— que separar una ola, aislarla, es tarea imposible, pues otra ola rápidamente se la lleva a la rastra y la confunde y otra ola y otra ola que le impiden determinar cuál es el frente que avanza y cuál el que retrocede. Entonces cree que la cuestión fundamental está en la complejidad—ignorando la irreductible multiplicidad— y es allí donde entra en pánico: formas, velocidades, fuerzas y direcciones pasan a formar parte de su medición y, entonces, ya deja de ver una ola para pasar a establecer secuencias, coordenadas, movimientos. Enseguida percibe su error y encuadra mejor su vista, determina un cuadrado en sus ojos para capturar, pero las olas vuelcan, avanzan, retroceden, se acercan, se alejan, se aplastan y lo que cree ver ya no es lo que ve sino lo que necesita ver. Quiere que el mar sea idéntico a su conocimiento premeditado.

A propósito de esta tozudez y pretensión de quien asume la posición de conocer como poder, Krenak (2019) cuenta lo siguiente:

Leí una historia de un investigador europeo de comienzos del siglo XX que estaba en Estados Unidos y llegó a un territorio de los Hopi. Él había pedido que alguien de aquella aldea le facilitase el encuentro con una anciana a la que deseaba entrevistar. Cuando fue a encontrarla, ella estaba parada cerca de una roca. El investigador se quedó esperando, hasta que dijo: ¿Ella no va a conversar conmigo, verdad? A lo que el facilitador respondió: “Ella está conversando con su hermana”. “Pero es una piedra”. Y el camarada dijo: “¿Y cuál es el problema? (p. ١٧).

A cambio de la contemplación se establece la medición, en vez de asistir al paisaje para calmar la ansiedad de conocimiento e intentar reducir la dimensión del mar dentro de la magnitud de sus ojos, Palomar insiste en no abandonar la precisión esperada de una metodología ya construida con anticipación: «hombre nervioso que vive en un mundo frenético y congestionado, el señor Palomar tiende a reducir sus propias relaciones con el mundo exterior y para defenderse de la neurastenia general trata en lo posible de controlar sus sensaciones» (Calvino, 2001, p. 20).

También se pregunta Ailton Krenak (2019) el por qué algunas narraciones sobre el mundo y la vida se vuelven hegemónicas y por qué otras son completamente ignoradas, abandonadas, despreciadas o ni siquiera escuchadas. Cuenta que existe mucha gente que suele hablar con las montañas en Ecuador, en Colombia o en algunas regiones de los Andes; hay lugares donde se forman incluso matrimonios entre lo humano y lo natural, tienen padres, madres, hijos, una familia de montaña con la que tejen afectos, hacen intercambios y fiestas, ofrecen comida y dan y reciben regalos de las montañas.

Se pregunta Krenak (2019) por qué esas narrativas ya no entusiasman o nunca entusiasmaron, por qué son olvidadas y borradas a favor de narrativas globalizantes superficiales que siempre cuentan la misma historia e insisten en una historia de la destrucción y la descomposición, la historia de cómo se participa del desmoronamiento y cómo luego el resto debe hacerse cargo de levantar de las cenizas lo derruido, construir a partir de los escombros una renovada ilusión de otro mundo y de otra vida.

Época y educación. ¿Obvia transparencia o difícil rebeldía?

La antigua idea de educación podría relacionarse con una fórmula no matemática, la cual expresaba con diferentes detalles y sutilezas que la idea de educar se relacionaba con salir al mundo y aprender a vivir. Salir al mundo y aprender a vivir parece completamente anacrónico porque se ha transformado en una suerte de imperativo de transformación de uno mismo, del «has de cambiar tu vida» como si solo importara la vida individual y fuese propiedad privada.

Los educadores que asumían esa imagen de la ancianidad o de la ancestralidad están siendo completamente desplazados en buena parte del mundo o sostenidos con una inmensa precariedad. En su lugar parece surgir la idea de una o varias generaciones que solo aprenderán en soledad por sí mismas y que podrían desechar toda herencia, historia o tradición en una especie de mundo, de vida, sin la necesidad de maestros ni formación, pero sí de capacitación a través de consejeros personales que enseñan de forma privada cómo tener éxito incluso en la vida pública y ser felices, claro, en el intento.

El salirse, irse, emprender una travesía ya parecen metáforas vacías y ancianas sin referencia a un desplazamiento o movimiento, pues el mundo se refleja a sí mismo como una máquina de información e intercambios auto-suficientes y al alcance de la mano.

Una de las grandes mutaciones deviene de la sustitución del aquí en ahora, dicho de otra manera, se trataría del ser-ahora pero no del aquí-estar pues el locus pareciera ser incierto o inexistente. Se está próximo a lo más remoto y alejado por completo de lo más cercano «el hecho de estar más cerca del que está lejos que del que se encuentra al lado de uno es un fenómeno de disolución política de la especie humana» (Virilio, 1999, p. 48).

Estas no parecen ser épocas del vagar y del ejercicio filosófico o artístico en general, sino, por una parte, del abandono y la miseria y, por otra parte, del imperativo de no tener tiempo que perder o que perder el tiempo constituye un vicio más que una virtud; de aquí se desprende la exigencia constante para ocupar el tiempo libre, el esfuérzate, empréndete, transfórmate y, sobre todo, el imperativo «conócete a ti mismo, aprende y cambia tu vida»2.

El éxito individual, la aceleración, el trabajo a destajo, la fugacidad de los vínculos, la tecnocracia que absorbe y destruye las distancias, la mercantilización de las vidas y la auto-destrucción del mundo cargan con toda la preocupación y ocupación de la actividad humana y sus exigencias adaptativas, salvo contadas excepciones como, por ejemplo, las del vagabundo.

El conocimiento de uno mismo se ha transformado en la clave para una supuesta vida mejor escondiendo o disimulando un mundo horroroso. Queda claro que esa vida en apariencia mejor es únicamente la individual, la personal, que se pretende a salvo de toda confusión con lo público.

Por más conocimiento que tengamos sobre nosotros mismos, lo que se desconoce será siempre mayor y misterioso: la existencia de otros, cómo habitar el tiempo y el espacio más allá de la natural durabilidad de una vida signada por los estadios pre-construidos, el don de la libertad individual y colectiva —siempre restringida—, la voluntad o posibilidad de desapego de la coyuntura.

Hacerse presencia en el presente: atención, curiosidad y cuidado

Atención es un término posiblemente nacido en el siglo XIV, un préstamo tomado del término latino attentio y que originalmente significa tender el espíritu hacia. Aquí su resonancia está en el tender, extender, salirse de sí, ir hacia otra cosa o persona; y también puede estar en el tensar, estirar, alargar.

Prestar atención a algo, a alguien, es dar una atención que quizá no se posee, es dar tiempo a que pueda acontecer, a que esté presente. Para atender, quizá, hay que desatenderse y desentenderse de lo propio. Se atiende y también se da un lugar. Se acoge, se recibe, se da hospitalidad, se abandona el refugio del sí mismo tal como se presumía hasta aquí para proceder a la cohabitación, a un tiempo y un lugar que ahora es otro y es, también, de otro. La atención es disposición, disponibilidad y espera.

La tensión en la atención es, o podría ser, la suspensión del pensamiento, lo opuesto a la obsesión y a la asimilación de lo otro en uno, el estar de lo otro del mundo. No se trata de la búsqueda activa que se revela como exigencia ni tampoco de la desesperación por un hallazgo inmediato. Tiene que ver con la paciencia y con la disposición atenta hacia la realidad que atrae:

La atención consiste en suspender el pensamiento, en dejarlo disponible, vacío y penetrable al objeto, manteniendo cerca del pensamiento, pero en un nivel inferior y sin contacto con él, los diversos conocimientos adquiridos que deban ser utilizados […]. Y sobre todo el pensamiento debe estar vacío, a la espera, sin buscar nada, pero dispuesto a recibir en su verdad desnuda el objeto que va a penetrar en él (Weil, 2009, pp. ٧٠-٧١).

Si la atención crea espera y disponibilidad —inclinación inicialmente vacía de conocimiento en dirección a otro lugar, otro tiempo, otros cuerpos—, la curiosidad sugiere movimiento y exploración —impulso hacia afuera, salida, travesía—.

Pero no solamente, pues además existe un hondo parentesco entre la curiosidad y el cuidado; la curiosidad en tanto un modo del cuidar:

Partiendo de esta caracterización del existir del mundo habría que explicar en qué sentido es la curiosidad (cura – curiositas) un cómo del cuidar. Cómo dicha curiosidad, en su realización expresa, no suprime lo dado por supuesto del existir, sino que lo refuerza y lo intensifica. Y lo hace porque el cuidado de la curiosidad se encubre constantemente a sí mismo. Hay que entender que el fenómeno del cuidado es un fenómeno fundamental del existir Sólo partiendo de él, es posible explicar cómo el cuidado del mero ver y del mero preguntar se fundan en el ser de la existencia humana (Heidegger, citado por Tatián, 2020, pp. ١٠١-١٠٢).

En este punto, la fascinación, la curiosidad y el cuidado se entrecruzan y funden en una noción distinta de conocimiento. Se trata de una aspiración nunca satisfecha de conocimientos —siempre variados e ilimitados—, una pasión vana que, como bien señala Tatián, no ofrece conclusiones sobre ninguna regla de la vida ni confluye hacia algún tipo de sabiduría, pero sí como un impulso desintegrador, ilimitado, desordenado y desmesurado; el gesto de conocer por fuera de la necesidad inmediata e irreductible al utilitarismo:

Infinitud del deseo que desborda la forma del conocimiento y arrastra fuera de los límites de la vida buena. A diferencia del sabio, el curioso no se subordina a ningún método; se abandona al placer de leer, de investigar, de coleccionar, sin una clara conciencia de los límites que impone la finitud al conocimiento humano. Por lo demás, el curioso ignora qué encierra el saber que persigue y cuáles serán los efectos de alcanzarlo (Tatián, 2020, pp. ١٠٧-١٠٨).

Fascinatio, fascinare, fascinum, todo ello remite a un encantamiento y un embrujo; la magia en torno a algo, en torno de alguien, que seduce, atrae, quita el aire o lo suspende, embelesa y abruma, acrecienta la vitalidad y la mortifica.

Este es el dilema de la superposición de sensaciones, la dualidad única y última que intenta, sin asimilar ni subordinar, conocer el vértigo que deriva de la exposición al mundo, del estar expuestos a él de un modo sensible y frágil:

Puesto que tan pocas épocas exigen como la nuestra que uno se haga igual tanto o lo mejor como a lo peor, me gustaría precisamente no eludir nada y conservar intacta una doble memoria de las cosas. Sí, existe la belleza y existen los humillados. Sean cuales sean las dificultades de la empresa, querría no ser jamás infiel ni a la una ni a los otros (Camus, 1979, p. ١٣).

Entonces, se percibe que la fascinación, la curiosidad, el cuidado y la atención no son de este mundo o bien que se han esfumado de nuestras vidas; quizá no sean más que el saber del no saber todavía, del nunca poder saber todavía, esa ignorancia que entonces no provoca conocimiento sino, en cambio, su búsqueda.

Conocer, saber y aprender: los males de una época auto-destructiva

El lema de la sociedad del aprendizaje es: aprender a aprender. El aprender para toda la vida, un eslogan que ubica al sujeto y al ciudadano en una condición de eterno aprendiz. La categoría esencial de este discurso es que el aprendizaje se aísla de la enseñanza, como si sólo existiese el discurso del aprendiz.

Puede decirse que desde este punto de vista aprender a aprender tiene que ver con la vida del animal laboral, la vida del hombre y de la mujer —y de la niñez y de la juventud— que sólo trabajan. Es una vida exclusivamente biológica destinada apenas a sobrevivir.

Al mismo tiempo la vida privada se acelera hacia el éxito que promete la autogestión empresarial, las exhortaciones de los gurúes, la producción de un individuo amarrado a la idea de éxito que siente que todo es posible, comunicable, que puede hacer cualquier cosa si lo proyecta, si no se lo propone o no lo logra sobreviene la idea de des-realización, la desmaterialización de sí mismo por su propia culpa.

Pero ese individuo solitario, acelerado por las lógicas del consumo, está expuesto a una doble exhortación que todo el tiempo lo agota, lo enferma, lo cansa y le plantea ambigüedades: se le pide rendimiento y al mismo tiempo desarrollo personal, compromiso y también flexibilidad, confianza en sí y sometimiento a la precariedad del empleo, la autonomía y el confort.

En virtud de lo anterior, pareciera que el único modo de desandar la época destructiva es hacernos tiempo, tener tiempo, dar el tiempo, quitarnos el tiempo de la aceleración del tiempo, del éxito individual; otro tiempo que no sea idéntico al tiempo acelerado, brutal, voraz que fagocita lo humano y el ambiente, uno que abra paso a la presencia en el presente. La presencia no es una categoría referida al espacio, sino justamente al tiempo: es prestar atención, estar atentos a lo que nos pasa, lo que conduce a la idea de cuidado y de curiosidad.

La noción del cuidado del mundo tiene relevancia pública, un sentido ético y político. No solo incluye la tarea de preservar en su fragilidad a los organismos, cuerpos y cosas, sino que además involucra a la vida activa; una especie de actividad humana que comprende todo lo que hacemos o tendríamos que hacer, para mantener, continuar y reparar nuestro mundo, de manera que podamos vivir todos de la mejor manera posible. Ese mundo incluye nuestros cuerpos, entornos, a los seres; es una enorme red de sostenimiento de la vida interdependiente.

Pero esta simple acepción del cuidado del mundo —que tiene que ver con las formas de la experiencia humana reconocibles, como conservar a los seres y a las cosas que están amenazadas de destrucción y al sostenimiento de la vida humana y natural en el sentido más precario y primario—, necesita extenderse al cuidado del mundo de lo que no vemos.

Se trata del mundo de lo que no se conoce, al que no hemos ido, pero también, el mundo que ha pasado, que ha sido otros mundos, el mundo de lo olvidado, lo ignorado, lo desechado, el mundo que se ha convertido en un residuo y ha sido expulsado más allá de la periferia hasta volverlo inexistente.

Es el cuidado del mundo, de lo que está aquí ahora, a nuestra frente, en nuestra presencia, sí, pero la tarea educativa consiste también en restablecer ese otro mundo, ese mundo otro que no está delante de nuestras narices, que no es de nuestra propiedad, a través de la memoria de una experiencia colectiva.

Por ello, hay que decir que, el fenómeno del cuidado no solo es fundamental para el existir, sino que se revela bajo la forma de la curiosidad, del ir hacia el mundo a explorar los sabores, los matices y las miserias para que, de alguna manera, se interrumpa el mundo en la forma en la que ese mundo se autodestruye a sí mismo.

Por ello mismo es que el mundo no equivale solo a lo que hay, a lo que está presente, a lo que se posee, sino que también mundo y cuidado del mundo significa cuidar lo que no hay, lo que está ausente, lo que falta, lo posible, lo perdido, lo que se sustrae.

El mundo —lo que creemos que es el mundo— no es solo aquello que está delante nuestro, a nuestra frente, como si su existencia únicamente dependiese de aquello que se toca, se ve, se escucha, se huele, se piensa. La confusión entre mundo y lo real o, más aún, la realidad, da cuentas de una materialidad cercana, asequible, cognoscible que, aun siendo complejísima, infiere que el mundo es aquello que está al alcance de la mano, como un pequeñísimo cuadrado dentro del cual sería posible anunciar lo presente y enunciar su existencia.

La opacidad y la indeterminación de la idea del mundo son mayúsculas y lejos se está de una comprensión explícita, generalizada, susceptible, de ser capturada en su totalidad por todos y del mismo modo, pues de ser así el mundo estaría simplificado, sería una copia reducida del mundo o incluso «redundaría exactamente en una pérdida del mundo» (Tatián, 2020, p. 103).

El mundo es, también, todo aquello que no es mirado, escuchado, tocado, oído, pensado. La atención y la desatención configuran extremos por donde transitan la fluidez, el espesor, la magnitud, los relieves, los bordes, las fisonomías, los desplazamientos. El mundo de lo ausente, lo desechado, lo perdido, lo ignorado, lo olvidado, lo abandonado, lo apenas entrevisto o nunca visto, es el mundo.

Se trata de un relato de todo lo que no ha sucedido todavía, nunca sucedió o que se encuentra en una potencia del acontecimiento: la lluvia que no llega, la planicie quieta del alma, los sonidos que no componen palabra alguna, cada uno de los misterios que jamás develaremos. Aquello que creemos ser se reparte entre lo excesivamente visible y lo demasiado secreto. Lo que nadie ve, lo que no está dirigido a nadie, lo que no está expuesto, hace el mundo en el que estamos. El relato del mundo y de nuestra vida está hecho de una ausencia completamente nuestra. Esa forma de la ausencia es la que abre paso a la atención de lo que no hay o no hubo o sí hubo y se escapó o a lo que vendrá

La política, el conocimiento y la transmisión del conocimiento, el arte, el pensamiento son formas de cuidado del mundo si atentos a lo que no está ahí, a lo que no hay, a lo que hubo alguna vez y se perdió o a lo por venir. También a lo que es singular y a lo que es raro. Cuidado del mundo pues en tanto interrupción del circuito que establecen los significados impuestos por lo que ha vencido –lo que normalmente llamamos “realidad”. En el juego de lenguaje que se trata de proponer, mundo es lo que hace un hueco en la realidad, lo que permite entrever detrás, lo que la destotaliza y la mantiene en el abismo (Tatián, 2020, pp. ١٠٣-١٠٤).

Una realidad que no coincide exactamente con la «realidad», entendida únicamente como coyuntura, sino con su perforación, su horadación, todo aquello que impide a la realidad seguir siendo una única «realidad».

Referencias

Calvino, I. (2001). Palomar. Siruela.

Camus, A. (1979). El verano. Edhasa.

Krenak, A. (2019). Idéias para adiar o fim do mundo. Companhia das Letras.

Kusch, R. (1973). El estar-siendo como estructura existencial y como decisión cultural americana. En A. Caturelli y E. Sosa (Eds.), Actas II Congreso Nacional de Filosofía (II tomo). Editorial Sudamericana.

Lévinas, E. (2002). Totalidad e infinito. Ensayo sobre la exterioridad. Ediciones Sígueme.

Lévinas, E. (1995). De otro modo que ser, o más allá de la esencia. Ediciones Sígueme.

Tatián, D. (2020). El estudio como cuidado del mundo. En F. Bárcena, M. López, y J. Larrosa (organizadores), Elogio del estudio (pp. 99-118). Miño y Dávila.

Virilio, P. (1999). El cibermundo, la política de lo peor. Cátedra.

Weil, S. (2009). A la espera de Dios. Trotta.


1 En distintos textos Kusch señala que la experiencia del estar-siendo ha sido, por lo general, considerada como un mero estar subordinado siempre a las lógicas del ser alguien, lo que resulta en una fagocitación del otro, en apariencia, interminable. Véase, por ejemplo: América Profunda (1999). Editorial Biblos.

2 Véase a este respecto el libro de Peter Sloterdïjk (2013). Has de cambiar tu vida. Valencia: Pre-textos; particularmente el capítulo 8: Juegos maestros. De los entrenadores como garantes del arte de la hipérbole.