Guiomar Dueñas Vargas. Del amor y otras pasiones. Élites, política y familia en Bogotá, 1778 - 1870. (Bogotá: Universidad Nacional de Colombia, 2014) 345 pp.

Juan Fernando Báez Monsalve
Universidad Industrial de Santander- UIS, Bucaramanga, Santander - Colombia


El matrimonio para las élites decimonónicas de Santa Fe de Bogotá fue haciéndose cada vez más intenso emocionalmente conforme pasaba el siglo, a pesar de la carga religiosa y de los intereses económicos que este mantenía. El Romanticismo fue una de las más importantes influencias que tuvieron las relaciones de pareja después de la Independencia, característica que permitió a los jóvenes de las familias más prestigiosas de la capital escoger con cierta libertad a sus compañeros y compañeras de vida. El siglo XIX, por tanto, dio a los sentimientos la misma relevancia que poseían la religión y la economía en los enlaces matrimoniales, aunque solo desde el plano del amor romántico, dejando fuera el amor apasionado, pues la simbología católica quiso domesticar al amor en el matrimonio, convirtiendo a la relación de esposos en una relación filial. Esto supuso, entonces, otorgar mayor importancia al cortejo, a la formación de un hogar familiar y a la inclusión de las mujeres en la vida doméstica, con el fin de formular modelos claros de masculinidad y feminidad burgueses, proyecto que sirvió también para desafiar la autoridad del padre en los enlaces matrimoniales. Con estas afirmaciones, Guiomar Dueñas desarrolla el argumento de Del amor y otras pasiones. Élites políticas y familia en Bogotá, 1778 - 1870, obra publicada por la Escuela de Estudios de Género de la Universidad Nacional de Colombia en 2014.

Mediante un juicioso análisis de fuentes documentales, la mayoría de ellas diarios íntimos y cartas de varias personas ilustres que vivían en la capital neogranadina, Dueñas se propuso estudiar y comprender el amor y las emociones de las élites burguesas de buena parte del siglo XIX bogotano, teniendo Juan Fernando Báez Monsalve en cuenta variables como la política, la cultura y, sobre todo, los datos biográficos. El amor de pareja, argumenta la autora, fue matizado por los acontecimientos políticos y culturales que se dieron en el país después de lograda la Independencia de España, al tiempo que otras emociones como la amistad, tanto entre hombres como entre hombres y mujeres, fueron tomando significados diferentes, a pesar de encontrarse acotados por fuertes marcos normativos. De esta manera, Guiomar Dueñas buscó sustentar la idea de que el amor en las relaciones de pareja, por lo menos en el contexto elitista santafereño, fue un sentimiento cambiable y muy cercano a la consolidación de otros aspectos de la sexualidad y de la vida social de los individuos y las familias burgueses, como el abandono de una concepción masculina ligada a la guerra y la sacralización de las mujeres y de su condición femenina/materna. Para ello, el libro muestra en nueve capítulos la vida de varias personas y familias que sirvieron como ejemplo de los diferentes tipos de matrimonio y de los diversos sentimientos y emociones que las élites burguesas de Bogotá fueron creando y descubriendo a lo largo del siglo XIX.

Los primeros apartados del libro retratan el cambio cultural que se dio en el tránsito entre la Colonia y la República, en el que los discursos de la Ilustración jugaron un papel primordial. Los últimos años del dominio español en Nueva Granada se caracterizaron por un afianzamiento del padre como figura de autoridad en la familia de élite bogotana, cuyos cimientos en el país eran cada vez más endebles debido a la expansión del mestizaje y a la laxitud de la moralidad y los comportamientos sexuales de los neogranadinos. Para las familias adineradas de aquellos años, el matrimonio estaba, en realidad, ligado a intereses de clase y de raza, ayudaba a mantener el honor y el estatus, y fortalecía las alianzas económicas entre familias poderosas tradicionales o emergentes. Eso sí, es importante resaltar que en el plano de lo meramente personal, el matrimonio poseía un carácter espiritual, en el que los esposos se unían (o debían unirse) para crear lazos de generosidad altruista, en los que jamás debía interponerse la pasión carnal. Así lo estipulaba la Iglesia.

La figura de Tomás Cipriano de Mosquera es un claro ejemplo del prototipo masculino que predominaba durante los últimos años de la Colonia y las primeras décadas de la vida independiente. Mosquera, que provenía de la esclavista Popayán, representaba al viejo miembro de la élite colonial cuyo honor se sustentaba en la gloria militar, dejando en un segundo plano a sus hijos y a su esposa, pues el destino masculino de las familias adineradas de aquellos años estaba en la milicia, en la guerra y en convertirse en figuras políticas de prestigio, cargos que se lograban con la heroicidad bélica. En este contexto, aunque Mosquera necesitaba y debía tener una familia a la cual unirse por medio del rito eclesiástico y custodiar, esto no significaba fidelidad sexual ni emocional hacia su esposa. Le era, en cambio, legítimo mantener relaciones extramatrimoniales con mujeres consideradas racial y moralmente inferiores a su condición. El sistema de masculinidad elitista de finales de la Colonia aprobaba la promiscuidad sexual y sentimental, mientras esta no burlara las jerarquías económicas, sociales y políticas de la época: la esposa de Tomás Cipriano de Mosquera debía pertenecer a su misma clase social y racial, mientras sus amantes tenían que ser inferiores.

Las luchas independentistas y los intentos de reconquista españoles, continúa el libro, abrieron nuevos espacios a los viejos ideales de género femenino y masculino, que personas como Mosquera habían representado tan fielmente. La expulsión de los ibéricos dio a las mujeres de las familias de élite santafereña mayor acceso a sitios públicos como fiestas y reuniones sociales. Las celebraciones que se hicieron más y más populares con el logro de la independencia hicieron que las mujeres de las familias adineradas de la capital pudieran dejar, por momentos, sus casas y se hicieran más conocidas. Además, la Independencia también significó para muchas familias de la capital la pérdida de privilegios aristocráticos, mientras personas y familias provenientes del interior del país que llegaban a Santa Fe tomaban relevancia por su capacidad económica. Esto supuso, por tanto, la necesidad de los nuevos ricos de visibilizarse por medio de la socialización, lo que condujo, como ya fue dicho, a una mayor presencia de las mujeres en reuniones, fiestas y encuentros, sobre todo si se tiene en cuenta la importancia que estos espacios tenían para conocer hombres jóvenes de familias burguesas que pudieran convertirse en sus futuros esposos.

De todas maneras, una vez el sistema republicano se afianzó en el país, la moralidad estricta volvió a hacer presencia en las familias de élite de la capital, pues se consideró que esta era necesaria para la consolidación del Estado. Las ideas conservadoras se embarcaron en el proyecto de reconducir los comportamientos femeninos, mientras acusaban a los hombres liberales de querer destruir la institución familiar. El nombre de Ruino Cuervo muestra con claridad este ideal: su cercanía con el conservadurismo le hacía pensar firmemente en que el matrimonio y la familia eran el único camino para alcanzar la felicidad. El matrimonio, para él, suponía lograr la mayoría de edad y la respetabilidad pública. Cuando un hombre se casaba y conformaba una familia se convertía en una figura ejemplar, digna de ser tratada como un caballero. Eso sí, en el plano de las relaciones amistosas, argumenta Guiomar Dueñas, las relaciones entre hombres se hicieron más fuertes, convirtiéndose los amigos en personas a quienes se les confiaban secretos e intimidades y hacia quienes recaía la tarea de aconsejar sobre posibles noviazgos y parejas, encargo que era cada vez menos frecuente en padres y sacerdotes. Los hombres jóvenes de las familias pudientes capitalinas crearon lazos emocionales entre sí, rasgo que evidenciaba nuevos significados en la configuración de la masculinidad.

Esta cercanía emocional masculina se expresó también en la creación de asociaciones y fraternidades a mediados del siglo XIX, lugares en donde se estrechaban los lazos de amistad, políticos y de opinión entre los hombres de la élite, por lo que poseyeron un carácter exclusivo que los alejaba de los demás habitantes de la ciudad. Los periódicos tuvieron un rol similar, sobretodo porque los individuos de la élite eran de los pocos que sabían leer y escribir. Además, las publicaciones escritas también se encargaron de mostrar ideales femeninos que las unían con el hogar, la familia, los buenos modales, la gracia y con un cuerpo desexualizado. Los periódicos decimonónicos mostraron a las mujeres como parte de los espacios privados, quienes necesitaban ser educadas para encontrar un esposo, mediante el cultivo de la belleza y la virtud, por lo que no debían entrar en los campos académicos y laborales masculinos, lugares en donde se verían ridículas. El caso de Soledad Acosta de Samper, expone Dueñas, fue excepcional, pues sus discursos, a pesar de estar centrados en las doctrinas conservadoras, dieron al cuerpo femenino y a su condición una personalidad propia, alejada de los ideales que los periódicos y las revistas escritos por hombres otorgaron a las mujeres. Soledad Acosta de Samper defendió al matrimonio basado en el amor, uno de los principios del Romanticismo, que era, según ella, la puerta para la felicidad, frente a la tradición colonial de los matrimonios por conveniencia.

El matrimonio por amor, junto a otras formas de relacionamiento social como la amistad íntima entre hombres, hizo que la masculinidad se hiciera más racional, auto-controlada, preocupada por el mantenimiento de la Nación y menos propensa a la violencia y el heroísmo. José Eusebio Caro, por ejemplo, pensaba que el matrimonio era para siempre y que debía sustentarse en el amor. Su ideal era encontrar la felicidad en un hogar cálido, en donde la relación de pareja poseyera una cercanía real y constante entre los esposos. Asimismo, pensaba que la vida familiar era un sacrificio permanente, especialmente en las mujeres. Estos pensamientos estaban paralelos con la idea de que la madre y esposa debía dejar atrás su amor propio y sus proyectos personales para que la vida familiar, que era sinónimo de paz, pudiera prosperar. El silencio, la mansedumbre y la timidez se convirtieron en características de la personalidad femenina, rasgos que la familia de Caro buscó mantener. Además, el exilio permitió a José Eusebio Caro mostrar una emocionalidad que exponía cambios en la condición masculina: sus poemas al amor y a la patria fueron símbolos de un hombre que podía ya expresar sus sentimientos, tal vez su fragilidad, por escrito, algo que el canon colonial no hubiera permitido.

El Romanticismo, pues, tuvo una gran influencia en las familias y en los individuos de las clases adineradas de la capital, ya fueran tradicionales o provenientes de las regiones del interior del país. La obra de Soledad Acosta de Samper así lo mostraba. La literatura romántica que provenía de Europa ayudó a Soledad a comprender sus sentimientos por José María Samper, pues ahora era legítimo escoger pareja siguiendo el gusto personal, a pesar de la imposición familiar que vigilaba la capacidad económica, la honorabilidad y la pertenencia étnica de los pretendientes. José María, de igual manera, por la influencia romántica, poseía una masculinidad más sentimental, más cercana a la cultura burguesa que a la tradición militarista del período independentista. Esta libertad emocional, además, dio paso a que los hombres y las mujeres jóvenes pusieran más atención en el aspecto físico y en la belleza. Como el cortejo se convirtió en rasgo imprescindible para la escogencia de pareja, el grado de belleza física, sobre todo en las mujeres, ayudaba en buena medida a tener un número importante de hombres interesados en ser sus esposos.

El cortejo era uno, quizá el primero, de los pasos necesarios para el matrimonio, en un contexto en el que los sentimientos y las emociones tomaban mayor relevancia. El cortejo, era, entonces, el impulso inicial para una vida en pareja que suponía algo más que tener hijos y conformar una familia. El amor ahora también contaba. Según los análisis de Guiomar Dueñas, las cartas que los hombres casados de la burguesía santafereña del siglo XIX enviaban a sus esposas mostraban una fragilidad emocional y una entrega espiritual que contrastaba con el ideal masculino del siglo XVIII y con las actitudes de sus propias esposas: debido a las obligaciones diarias que tenían las mujeres madres, cuidando a sus hijos y a los familiares de avanzada edad, tanto suyos como de su marido, el tiempo que podían dedicar a extrañar a sus esposos, la mayoría de veces en el exilio o en funciones diplomáticas y políticas, era bastante reducido. De todas maneras, y a pesar de la distancia, los padres fueron considerados una figura esencial en la educación de los niños, incluidos los castigos, pues los hombres, aunque adquirieron mayores espacios para demostrar sus sentimientos, no dejaron de ser la autoridad en el hogar.

Todas estas premisas, de acuerdo con Dueñas, permiten dar nuevas perspectivas a la historiografía política y de género en Colombia. Las fuentes muestran, por ejemplo, que los deseos de Soledad Acosta de Samper de casarse bajo el rito católico fueron más fuertes que los principios políticos del liberal José María Samper, quien defendía el matrimonio civil y era contrario a la institucionalidad eclesiástica. Las relaciones de pareja, el matrimonio y el ideal masculino de la burguesía santafereña decimonónica fueron asentándose cada vez más en espacios intelectuales que en espacios militares, lo que permitió un auge de la cultura escrita, de la sensibilidad y de la emocionalidad elitista. Eso sí, la fragilidad sentimental que los hombres pudieran demostrar en privado hacia sus esposas no les era permitido en sus discursos y encuentros públicos, ni significó también mayor apertura a la sexualidad, tal vez porque la separación de funciones entre los géneros buscó consolidar a la heterosexualidad como única forma de sexualidad legítima en medio de la construcción del Estado-Nación, punto que, lastimosamente, la autora deja por fuera de sus análisis. El amor, la ternura, la calidez y la dulzura que hombres y mujeres pudieron expresar conforme avanzaba el siglo eran, en realidad, símbolos de una sexualidad domesticada en el hogar y en la familia: el amor romántico pasó a ser la regla. Las mujeres, por tanto, fueron las guardianas de las buenas costumbres, de la moralidad social, de la decencia, de los buenos comportamientos y de la maternidad, pues los hombres, a pesar de su mayor expresividad, siguieron teniendo públicamente actitudes basadas en la autoridad y la austeridad, acompañadas por la racionalidad heredada de la Ilustración.