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Thu, 14 Sep 2023 in Historia y MEMORIA
Memorias nómadas: autonomía, territorio y gentrificación. La disputa por el centro de Madrid
Resumen
El texto alude a cómo la construcción de memoria sobre procesos colectivos de autoorganización, como expresiones de resistencias al proceso de gentrificación y turistificación iniciado en el Centro de Madrid (España) entre 1997 y 2003 y hasta nuestros días generó fuertes disidencias entre los habitantes. Este se fundamenta a partir del material documental e iconográfico ubicado en el archivo del Centro Social El Laboratorio, así como en las voces que se hallaron en el entramado comunitario en el barrio de Lavapiés (Madrid), en la lucha por el derecho a la ciudad, que infieren un debate entre tradición y modernidad. Esto permite apreciar cómo la memoria en torno a un territorio se construye y reconfigura a partir de la experiencia vivida, de los conflictos y cómo la memoria de la resistencia es en sí, se convierte en un modo de debatir tanto el pasado como las lecturas presentes en torno al territorio. De esta manera, se pretende problematizar los modos de mirar el pasado, así como en la forma de pensar e imaginar modos «otros» de organización social.
Main Text
1. Introducción
El texto expone inicialmente la relación crítica con los conceptos de historia y memoria como marco para abordar el caso concreto de estudio, esto es, el proceso de gentrificación de una parte del centro de la ciudad de Madrid, y el papel que los Centros Sociales, a partir del caso referenciado, han tenido y tienen en la construcción de territorio, bajo la hipótesis de que la producción de memoria social, es también un terreno de intervención y resistencia a dichos procesos de transformación urbana.
El texto recoge expresiones de la memoria y de las prácticas políticas de un período relevante en la vida y transformación del centro de la ciudad de Madrid, a partir de las prácticas de autoorganización social que se produjeron en el barrio de Lavapiés entre 1997-2003, en relación a los procesos de transformación urbana, pero también de otros modos de organización social, centrado concretamente en la experiencia de «El Laboratorio» un centro Social okupado, que existió entre los años 1997 y 2003. La investigación combina entrevistas en profundidad, análisis y catalogación de materiales (textos, gráfica, audiovisual), autoetnografía, activación de debates críticos, y producción de materiales (escrito y audiovisual). El texto que sigue es resultado de los análisis y reflexiones en materia de: producción de archivo, relación de los archivos críticos con la historia oficial, y la tensión entre las prácticas de autoorganización social y las transformaciones urbanas, concretamente gentrificiación y turistización de las ciudades. Las fuentes principales de este artículo son primarias1, principalmente entrevistas y prácticas colectivas de intervención en el territorio, de las que la propia autora ha formado parte, así como fuentes bibliográficas que se referencian en cada caso.
Proponemos el concepto de «archivo de movimiento» como herramienta que, lejos de fijar o reproducir los discursos de la historia oficial, desafía, por el contrario, las visiones que pretenden ser totalizadoras y unívocas, que invisibilizan los procesos complejos que se producen en una lucha, en un territorio o en un acontecimiento dado. Este tipo de archivo posibilita la emergencia de voces, actores y discursos que muchas veces quedan invisibilizados cuando se hacen lecturas macro o cuando se estudian los hechos históricos en forma lineal.
2. Historia como terreno en disputa: memoria, archivo y porvenir
Empecemos con algunas preguntas. ¿A quién pertenece la memoria de una ciudad? ¿Cómo y dónde se construye, recopila, cuida y transmite? ¿De qué herramientas disponemos para recoger y evaluar las manifestaciones culturales? ¿qué dispositivos son relevantes en la construcción de ciudad? ¿Cuál es su valor más allá de los marcos estrictamente institucionales o mercantiles? La ciudad, ese ecosistema urbano complejo y múltiple, se compone de una multitud de prácticas, acciones, interacciones, creaciones y miradas. Recopilar la memoria urbana de estas prácticas es dar la posibilidad de pensar de nuevo la ciudad, esta vez desde una mirada hacia lo común que supere el modelo de gestión basado en la mera alianza público-privada. En este sentido, la memoria colectiva -los dispositivos de archivo sobre ésta- se entiende como una forma de relacionar en la historia acontecimientos que escapan a las lecturas hegemónicas2.
De este modo, el archivo se considera un espacio abierto, que no fija y cierra un acontecimiento en el pasado, sino que construye la posibilidad de relación con el mismo3; activa memorias en resistencia que contribuyen a intervenir, imaginar y sostener el territorio. Tanto las políticas públicas como la operación de mercado y, también, las prácticas y nociones colectivas tienen genealogías, de cuyo cruce podemos desentrañar la complejidad de los procesos de transformación urbana, sin desconocer que muchos procesos están acompañados por conflictos. Del mismo modo, tratar de entender con ello algo que no siempre es posible, por ejemplo, ¿por qué ocurren unas cosas y no otras? Al respecto, se podrían asumir interpretaciones de fuerzas asimétricas y alianzas impensadas, que abren y asientan modos de hacer y relacionarse en un territorio.
Un archivo de movimiento es aquel que recoge la memoria de un movimiento social, pero que al mismo tiempo le es fiel a sus lógicas, es decir: horizontalidad en los saberes, multiplicidad, producción colectiva. El archivo es un sistema de enunciados asociado con un juego de acontecimientos y relaciones posibles, múltiples y discontinuas, que se insertan en un orden discursivo, pero que también lo producen. El archivo como herramienta epistemológica permite rastrear los momentos de ruptura en los que aparece lo nuevo4, las continuidades o tradiciones según lo observado. Un archivo de movimiento posibilita levantar nuevos mapas para leer la historia5 (la historia de un barrio, de una ciudad, de un acontecimiento) desde otras ópticas.
Digamos que la historia es un terreno en disputa: el pasado como terreno en disputa es precisamente lo que nos permite construir nuevas referencialidades6, donde el papel de la memoria y el archivo es el de ser modos de resistencia al ajuste discursivo7 de las versiones oficiales de los acontecimientos.
A partir de la herramienta archivo contribuimos a imbricar las memorias colectivas, con su sentido vivo, abierto y múltiple de la historia, como una relación viva con el presente que además mezcla pasiones, emociones y afectos, en los debates sobre historia y memoria8. La memoria en tanto práctica situada y no universal9, establece una relación crítica con la historia, de manera que el archivo que construimos; a partir de ésta implica establecer una relación activa con la experiencia, requiere ser pensado y no se cierra en una única lectura o interpretación.
Hablamos entonces de una política de la memoria que nos permita contar de otra manera10, construir relatos desde las prácticas colectivas y subalternas, enriquecer la producción histórica desde epistemologías críticas para comprender e intervenir sobre el mundo y sus símbolos11. Lo que se registra aquí no responde a criterios positivistas y que pretende ser universales, sino a las tramas complejas que componen las historias de la historia: experiencias y memorias parciales, relacionales e interdependientes.
En el caso que nos ocupa, la construcción de verdades históricas pasa necesariamente por la asunción de un posicionamiento, en este caso, de la memoria de las luchas sociales, que sea, como señalan Negri y Guattari, fiel a una ética y una política12. Dicho de otro modo, los conocimientos situados son parciales no en tanto carencia de mirada global, sino precisamente como recurso epistemológico que nos permite ver con otros sin hablar por otros13, una historia y una memoria basadas en el diálogo y la construcción de solidaridades políticas, también en el terreno del saber. Una práctica histórica y epistemológica comprometida con una visión transformadora y emancipadora14.
Pero para entender parte de la complejidad de lo que acontece (en el pasado y en el presente), hay que situar lo que estaba pasando históricamente durante el acontecimiento narrado, pero también durante el tiempo en que se construye la narración de lo acontecido, para poder interpretar críticamente las «vidas posteriores»15 del acontecimiento y sus fantasmas16. Esa contextualización nos permitirá acercarnos a las verdades de una época y sus acontecimientos. Más adelante haremos una síntesis de los procesos de transformación urbana sufridos en el barrio de Lavapiés a partir de la segunda mitad de los años noventa.
3. Memoria nómada: sujetos de la historia en resistencia, el caso centro social
La memoria colectiva17 es aquella que construye un sentido común en torno a la experiencia. Yendo un poco más allá, plantemos el concepto de memoria nómada para recoger las memorias colectivas que se inscriben en prácticas y experiencias de lucha social nómadas, es decir, aquellas prácticas que no fijan una identidad, que no se circunscriben a una ideología dada a priori y que no reproducen normatividad social, sino que, por el contrario, son procesos permanentes de subjetivación crítica. Autores como Deleuze y Guattari en su tratado de nomadología, Rosi Braidotti en sujetos nómade o Negri y Guattari en Las verdades nómadas, se refieren a este concepto como práctica política de fuga del pensamiento hegemónico.
Lo que planteamos es que la memoria nómada18 en este caso, es aquella que, por un lado, se fuga de las lecturas codificadas por la oficialidad, el Estado o el positivismo racionalista: Un modo de conocer que no escinda teoría y práctica19, sino que construya otros modos de relación con el saber y de concebir a los sujetos colectivos de la historia. Y por otro, una memoria nómada es también aquella que recoge las prácticas de política nómada, es decir, una memoria de prácticas en resistencia, como la del Centro Social.
Entendemos el Centro Social como una práctica política nómada -una máquina de guerra20- en tanto cuestiona y subvierte el orden del uso de los espacios en la ciudad y de los sujetos que la habitan.
Arraigada ya en las prácticas autónomas madrileñas desde mediados de los años ochenta y construida a partir de resonancias de prácticas provenientes especialmente de la Italia y la Alemania de esos años, la práctica de Centro Social (especialmente, en su versión de okupación de inmuebles abandonados, pero también en otras versiones como locales cedidos, procesos de negociación, ateneos comunitarios o locales cooperativos) cuenta ya con una genealogía propia en la historia de la ciudad21. Una experiencia cuya tematización, discusión y teorización permiten lecturas también desde otras realidades donde no se ha desarrollado ese sujeto político conocido como Centro Social, pero donde éste puede ser traducido a otras prácticas y dispositivos, es decir, promover una circulación situada del conocimiento producido colectivamente22.
De forma sintética, los Centros sociales son experiencias de autoorganización colectiva de un espacio (normalmente inmuebles abandonados), de creación y articulación de grupos, colectivos y luchas políticas, barriales, culturales y artísticas de forma asamblearia. La figura Centro Social nos sirve aquí para pensar esta dimensión colectiva del sujeto de la memoria y la historia, en este caso, en la ciudad de Madrid y concretamente en el barrio de Lavapiés.
La memoria nómada resulta especialmente relevante a la hora de caracterizar procesos de autoorganización social como los Centros Sociales, puesto que en estos se producen dos cuestiones fundamentales: por un lado, la democratización de saberes y, por otro, la construcción de identidades colectivas que no se erigen sobre la exclusión de un «otro», sino en la asunción de un problema común (desde la diferencia y el conflicto), de modo que son las luchas mismas las que constituyen a los sujetos de esas luchas y no viceversa23.
Así mismo, en su elaboración, es decir, de entre los posibles «artefactos de la memoria»24, el testimonio, la historia oral, así como la transmisión de experiencia a partir de una práctica común, es especialmente relevante en los procesos de lucha urbana, entre otras razones porque, en los procesos de lucha con una clara asimetría en la correlación de fuerzas, gran parte de los artefactos de movimiento (infraestructura, intervenciones de arte público, recursos comunitarios...) sufren procesos de borrado y erosión constante. Este es el caso de los Centros Sociales, que con su desaparición suelen llevarse también buena parte de su propia memoria. Articular la memoria colectiva sobre estas prácticas es, por último, un ejercicio de problematización presente de nociones vinculadas a un territorio.
Bajo esta concepción de memoria, la producción de archivo sobre la experiencia Centro Social es una tarea con una doble dirección: atender a la dimensión micropolítica de la experiencia misma, esto es, no atender solo a la secuencia organizada de hechos25, sino, a los vínculos y entramados que los hacen posibles; y por otro lado, para que esa memoria emerja, atender al presente de esos vínculos: lo que queda, lo que se ha roto, lo que se ha desplegado de otro modo, lo que está oculto. Solo así el archivo podrá funcionar en dirección al presente y futuro: provocar nuevos cruces, reflexiones y articulaciones a partir del reconocimiento en una genealogía de luchas y el mantenimiento de la condición de posibilidad, para desplegar nuevas imaginaciones políticas, ya sea para resistir nuevos retos, sea para inventar nuevas prácticas, sea para proyectar nuevos modelos, en este caso, de ciudad.
La performatividad del archivo permite esa problematización a partir de su activación: un seminario, un taller, una discusión o una acción colectiva que juegue con la memoria, un taller de línea de tiempo, por ejemplo26; son artefactos de memoria que producen lazo y subjetividad y son producción de archivo, esto es, dan cuenta de la dimensión colectiva del archivo mismo.
Los centros sociales, desde una perspectiva de narración histórica de la ciudad, encarnan, en cuanto espacios privilegiados de socialización, agregación política, creación cultural y prácticas transformadoras, un elemento central en la historia de las prácticas políticas urbanas antagonistas27. De ahí que las propias reflexión y práctica de los centros sociales y toda la argumentación que sustenta su defensa bajo un permanente contexto de amenaza y precariedad, por su condición inestable o alegal; se basen en la idea central de que estos son dispositivos fundamentales de intervención y reproducción de la vida en la ciudad28.
Desde la década de los años noventa, los centros sociales han sido pensados de múltiples formas. Nos vamos a centrar en la de sujeto de intervención y transformación del territorio del que forma parte. Por una cuestión de espacio, no desarrollaremos aquí un análisis pormenorizado de esta figura, pero sí señalaremos, esquemáticamente, tres rasgos importantes de este dispositivo que lo sitúan en el marco anteriormente definido y concretamente en el desarrollo de las luchas antigentrificación.
En primer lugar, la idea de centro social como producción de saberes prácticos y colaborativos. En este sentido, el centro social sería aquel espacio en que puede tramarse pensamiento colectivo sin reducirlo ni anular su conflictividad: la confluencia de saberes en un espacio autoorganizado es precisamente lo que da cuenta del valor de cada uno de esos saberes sin escindirlos, especializarlos ni jerarquizarlos29. El sostenimiento del conjunto del centro social, como el sostenimiento mismo de la vida, pasa por el reconocimiento igualitario de todas las tareas y saberes necesarios para ello30.
En segundo lugar, el centro social como producción de lazo hace referencia al dispositivo espacial como posibilitador de encuentro y construcción de comunidad, a partir de la práctica colectiva de autogestión. Esto es en el modelo actual de organización social que tiende a la individualización de la vida; las prácticas comunitarias permiten la construcción de redes que resisten a la precarización de la existencia, a partir de la idea de autonomía personal vinculada a los otros solo a partir de la mediación mercantil. En un marco un poco expandido, y en palabras de K. Ross, la subjetividad que surgió en Mayo del 68 era de tipo relacional: una experiencia de igualdad31. Lo que aquí describe Ross de la experiencia de Mayo del 68 pertenece también a una cierta genealogía de prácticas y discursos, que puede trazarse hacia delante a partir de algunas experiencias y acontecimientos. De hecho, la experiencia del centro social es también una experiencia radical de igualdad y un proceso de subjetivación política. Que esa subjetividad sea relacional significa también experimentar modos de relación social que ponen en cuestión lo que Hernando llama la fantasía de la individualidad y atienden a otros aspectos de la vida común que las miradas positivista, masculina, mercantil dejan de lado32.
En tercer lugar, el centro social como prefiguración, esto es: práctica e imaginación confluyen construyendo a un tiempo modelo de ciudad y experiencia en el presente de su puesta en práctica.
Analizar las experiencias de los centros sociales no se cierra, entonces, sobre la construcción de una narrativa de movimiento, sino que nos permite situar las claves, los actores y el devenir de las políticas urbanas, la composición y la transformación social, económica y política de la ciudad desde un lugar de práctica y enunciación33.
En tanto figuración, los centros sociales permiten proyectar e imaginar la idea de comunes urbanos que pueden establecer o reconstruir los vínculos comunitarios necesarios para pensar en instituciones del común en la ciudad. En tanto dispositivo material, permite la construcción efectiva de prácticas experimentales de cooperación social. Una práctica prefigurativa que hace territorio al tiempo que diseña otra ciudad posible.
Por tanto, la figura centro social sería el acontecimiento que irrumpe en un territorio para transformarlo y ser transformado por él, de modo que la historia y la memoria del centro social se hacen inseparables del devenir del conjunto del territorio, del que éste forma parte. No de forma circunstancial, sino activa: el centro social produce el territorio en el que se inserta y viceversa. De este modo, se produce un vínculo entre las formas de hacer colectivas y el territorio del que forman parte y en concreto, algunas experiencias de Centro Social, lo hacen sujeto destacado en el análisis y las luchas antigentrificación.
La relación saber-poder y la prefiguración de otros modos de organizarse socialmente son valores intrínsecos de las prácticas sociales de cooperación en tiempos de crisis. El archivo y la memoria nos dan herramientas para explorar esos modelos otros de gestión de lo común, que no pasen por la erosión del territorio hacia la privatización de lo público, el borrado de las prácticas comunitarias y la expulsión de los habitantes de sus territorios.
De nuevo, este ejercicio de memoria tiene un sentido práctico presente, se trata de pensar: ¿de qué modo algunos planteamientos y prácticas autónomas de finales de los años noventa y primeros 2000 se recogen en planteamientos y prácticas políticas actuales?, ¿qué sentido tienen?, ¿qué se puede rescatar para ser pensado de nuevo, bajo la óptica actual?, ¿cuál es el papel de los centros sociales en la política municipal?, ¿qué dispositivos consideramos apropiados para la gestión de la vida común en las ciudades y cómo se pueden articular entre ellos? Y no en un sentido abstracto: hasta hoy la ciudad sigue siendo un territorio en disputa, donde nuevos espacios claman por el reconocimiento institucional de su existencia, esta memoria les pertenece.
En ese sentido, cada experiencia singular encarna un valor propio, expresa los contenidos de una época, pero contribuye además a incrementar -y transmitir- el corpus de conocimiento colectivo en resistencia a la lógica neoliberal34.
4. Territorio y gentrificación: el caso Lavapiés
Decíamos al inicio que la producción de memoria colectiva es una forma de sostener un territorio común35, lo cual depende además de las alianzas que se puedan tramar en cada situación. Entender entonces lo común como esa esfera pública ampliada donde pueden producirse esos cruces, institucionales y no institucionales, como se producen en la ciudad misma que los acoge.
Decíamos también que los archivos vivos han de ser espacios de intercambio, discusión, difusión y uso36. Espacio que ha de ser producido, cuidado y sostenido por una comunidad37, en el archivo se disputan: la narración, los discursos, los relatos, los sentidos y los significados38.
Si hablamos, como en el caso que nos ocupa, de la memoria de un territorio, de la memoria del barrio de Lavapiés, lo hacemos también porque esa memoria es la que nos permite entender y actuar sobre los problemas y situaciones presentes, no en búsqueda de respuestas o fórmulas, sino, y quizá sobre todo, en el rastreo y sostenimiento de prácticas y culturas de funcionamiento que se han experimentado de forma comunitaria, esto es, contribuir a esa cultura del común, como señala Haraway, nuestra tarea es generar problemas39, y buscar, entonces, como ella dice, las alianzas necesarias para ello.
Partimos, entonces, de los desafíos del presente40 para vincularlos con la memoria y las luchas de un territorio (a partir de la práctica de archivo del centro social). Partimos también de la idea de memoria como herramienta del presente y por la necesidad de situar las prácticas en su contexto, para aterrizarlo en un territorio concreto: esa parte del centro de Madrid, degradado y rehabilitado, que conocemos como barrio de Lavapiés.
Lavapiés, denominación popular de una parte de la demarcación administrativa del barrio de Embajadores, en pleno centro de la capital, es un barrio que, tradicionalmente de clases populares y tipología de vivienda pobre, receptor en los ochenta de población joven y contestataria así como de población migrante de diferente procedencia: nacional en los años cincuenta, internacional a partir de los noventa, comienza un proceso de transformación orquestada a partir de la aprobación del primer plan público conocido como Área de Rehabilitación preferente en el año 9741, que se prolonga hasta la actualidad42.
En un resumen sumarísimo sobre los procesos de gentrificación en el centro de Madrid, podemos dibujar una línea de tiempo entre finales de los años noventa y el presente. ¿Qué pasaba a finales de los años noventa en el centro de Madrid? Podríamos caracterizar la segunda mitad de los años noventa en el cruce de dos operaciones. La primera es la irrupción del neoliberalismo en las formas de organización de la vida y el trabajo, y la segunda, la irrupción del neoliberalismo en la organización de la ciudad43.
Resumiremos el proceso sufrido en el barrio de Lavapiés44, situado en el distrito centro de Madrid, señalando que desde 1997 hasta la actualidad se ha producido en esta área, una escalada de precios del valor inmobiliario sin precedentes y sin apenas recesión45. Esto se ha identificado con dos conceptos: gentrificacion y turistización46. Este diagnóstico se produce por el cruce de un análisis local y otro global: hay que situar los términos históricos en los que Lavapiés fue objetivo de esa transformación, pero al mismo tiempo la situación no se puede comprender si no se inserta en las transformaciones a nivel global en los conceptos de ciudad y en los procesos de acumulación de capital, lo que se llama globalización: financiación y libertad de circulación del capital. Esto sirve para orientar las críticas, pero también las formas de resistencias, que dependerán entonces también de tener en cuenta flujos globales de intervención en las situaciones concretas.
La situación en Lavapiés ha cambiado por la introducción de nuevos factores de influencia y de dinamización de la economía, como la crisis de 2008 y sus consecuencias y la introducción de fondos internacionales de inversión, entre otros. Lavapiés empieza a sufrir un cambio a partir del plan de rehabilitación de 199747: una acción conjunta del mercado y las instituciones públicas como motor de transformación. En ese marco, los propios documentos públicos48 proponían una serie de regulaciones adecuadas para facilitar la inversión privada y, por tanto, su beneficio que garantizaban un traspaso directo de fondos públicos a la iniciativa privada49.
De modo que hay una serie de factores que afectarían a cualquier análisis local y otros específicos de Lavapiés. Hay además una tendencia a mantener el valor inmobiliario, y una metodología que pretende establecer la alianza público-privada, en la que se produce una transmisión directa de dinero para dinamizar el sector privado, principio básico de las políticas neoliberales.
Añadiremos, para entender la deriva turistificadora de los últimos años, que, en la división y especialización global de las economías, a España le corresponde el sector turismo-servicios50, lo cual explica algunas inyecciones de capital con este propósito. Lavapiés, pero en general toda el área central de Madrid, se convierte, a partir de los años noventa y primeros dos mil, en zona de alto rendimiento inmobiliario y en los últimos años sufre una transformación de uso hacia el sector turístico, lo que responde perfectamente a la lógica de acumulación: el rendimiento de la inversión inmobiliaria no busca delimitar una forma de uso u otra, busca beneficio, de modo que un cambio en el uso de pisos turísticos dependerá no de modelos fijos, sino de tendencias de revalorización, acumulación y beneficio. Esto irá asociado a lo que la ciudad sea capaz de comunicar como atractor, capturador y productor de deseo en ese sentido51.
A pesar de lo somero de la descripción, estas son las líneas que dibujan el escenario del análisis, en que también se hará una lectura de la gentrificación en relación a la memoria y los procesos de autoorganización social.
Si bien el fenómeno de la gentrificación ha sido ampliamente estudiado en los últimos años, qse aporta una perspectiva vinculada al trabajo de memoria colectiva, y es el sentido de la gentrificación como ejercicio de borrado de memoria colectiva.
5. Autonomía y territorio: habitar la dificultad
Antes de eso, hay que introducir, también muy brevemente, el otro vector de análisis: los procesos de construcción de autonomía o, dicho de otro modo, las prácticas colectivas de habitar, sostener y producir territorio de forma contra hegemónica, es decir habitar, producir y sostener territorio común donde se aplican políticas de desmantelamiento de las infraestructuras, los recursos, las prácticas y memorias colectivas.
Si bien las prácticas de okupación habían empezado a habitar el barrio desde mediados de los años ochenta52, es en el mismo año, de 1997, cuando se produce un acontecimiento que va a inaugurar una práctica de tramado con el tejido social del barrio: la experiencia del Centro Social, El Laboratorio arranca en abril de ese año, poco después de la ocupación de la Eskalera Karakola el año anterior, espacios ambos que formarán parte de la Red de Lavapiés, que será agente destacado en la composición de resistencias creativas en el barrio a lo largo de los siguientes años53.
Pero, ¿Por qué es imprescindible caracterizar estas prácticas a la hora de abordar los procesos de transformación de un territorio? Porque es desde esa interacción donde los territorios se transforman. Si decimos que no es posible pensar una práctica expansiva de la autonomía54 sin vincularla al tejido complejo que compone ese territorio que llamamos barrio, quiere decir también que ese barrio no es una identidad previa o prefijada, quiere decir que el barrio es un organismo vivo que se construye por las interacciones que se producen en él, de cooperación, pero también de conflicto.
De este modo, las historias del Centro Social El Laboratorio y de la Red de Lavapiés son indisolubles del barrio que habitan, lo mismo que lo es la historia de la Karacola y buena parte de la autoorganización en materia de precariedad, migración o autoconsumo que se ha venido produciendo en Lavapiés en los últimos 20 años. Son relaciones que dan cuenta de ese entramado territorio-Centro Social y, por tanto, de la idea de historia y memoria de un territorio como territorio en disputa, que se compone siempre por una serie de relaciones de partes, fragmentos y prácticas.
La gentrificación y la turistización vendrían a ser el exponente máximo de las lógicas de acumulación del capital aplicadas sobre ese territorio en disputa, una lógica de explotación del territorio en beneficio privado: entender el territorio como una oportunidad para la extracción de valor y no como un territorio productivo, que es lo que, por contra, generan las prácticas cooperativas. Esto quiere decir que en un mismo barrio o en un mismo territorio hay lógicas que están operando al mismo tiempo de manera antagónica, en tensión. Son lógicas con una fuerza muy desigual, pero, sin embargo, de esa tensión se compone ese territorio en disputa. Por eso es importante recuperar la memoria de algunas prácticas, porque son también las que nos van a permitir pensar y analizar esos procesos que se aplican por parte del mercado y de la gestión pública y neoliberal de la ciudad sobre un territorio que se resiste, operaciones que borran o tratan de borrar por medio de su propia intervención la posibilidad de que un barrio pueda ser efectivamente un territorio, que autoproduce valor y que es sostenible en términos habitacionales y económicos, a partir de otras lógicas que no sean las extractivistas.
En el análisis acerca de la vida en las ciudades y del que hace más de sesenta años de su publicación, Jane Jakobs55 no solo analiza cuáles son los elementos que hacen de la ciudad un espacio para la vida (cuidado y responsabilidad colectiva, diversidad y multiplicidad, cercanía...), también advierte de algunos peligros de la planificación urbana: en síntesis, la muerte y el aburrimiento. Pero lo advierte también desde un aspecto importante: el ruido de los símbolos56, que sería aquel que nos hace asumir modelos estandarizados o proyectados académicamente solo porque se dice que son buenos, sin atender realmente a lo que pasa en las calles de una ciudad57. En este sentido, leer cómo se construye la vida de un barrio a partir de su uso, de sus movimientos, de lo que ahora se hacen llamar en urbanismo «los caminos del deseo»58, tiene entonces que ver con sostener una memoria de prácticas, usos y luchas, que los procesos de transformación urbana, producto de la alianza público-privada y movidos por la lógica de acumulación que conocemos como gentrificación, se empeñan en borrar. Si perdemos la memoria de los usos, caemos en los clichés de la representación del planeamiento urbano en lugar de fijarnos en lo que realmente construye lazo, comunidad y ciudades vivas, aquello que ha ido sedimentando para producir lo que hoy se fetichiza como mercancía de consumo para el turismo: el carácter de un barrio.
La idea del ruido de los símbolos, aplicable tanto al terreno del planeamiento urbano como al académico, me parece sugerente y lúcida para pensar la relación entre memoria colectiva y construcción de ciudad. En la lectura armoniosa de la ciudad que hace Jakobs, quizá se pierda un aspecto que precisamente los Centros Sociales como sujetos activos de intervención en el territorio explicitan con su práctica, y es que éste -el territorio- se construye por conflicto y disputa.
No obstante, en su libro Vida y muerte de las grandes ciudades, Jane Jakobs nos da claves fundamentales de lo que significa la construcción y sostenimiento de una ciudad como ecosistema vivo para las personas. Y con ello señala un par de cuestiones que conectan directamente con el sentido de una construcción autónoma de espacio en la ciudad, que desafíe la maquinaria mercantil de estriamiento urbano que conocemos como gentrificación: por un lado, el valor de preservar la diversidad (conflictiva añadiríamos) y, por otro, la necesidad de la corresponsabilidad social en el mantenimiento del espacio público. Trataré de enlazar estas dos ideas con la concepción de la figura del centro social como fuerza de regeneración del espacio urbano.
La posibilidad de la mezcla, de contar con espacios no programados ni regulados a priori, la intervención sobre la reutilización de inmuebles abandonados como disparador de la imaginación, la mezcla de usos, de lenguajes: los centros sociales son espacios privilegiados de experimentación en la construcción de sociabilidad y de puesta en práctica de la autorregulación social en la convivencia urbana, y lo son porque enuncian esa posibilidad y porque no eluden el grado de conflicto que supone un territorio en disputa, es también aquel poblado por francas desigualdades. La historia, la memoria y el archivo de los centros sociales nos hablan precisamente de una práctica posible en la ciudad, a pesar de que se trate por todos los medios de aniquilarla.
La gentrificación opera también en el terreno de la memoria colectiva. La gentrificación se considera como un proceso que interviene en diferentes planos, entre los que se encuentra la memoria y el imaginario colectivo: el borrado, reapropiación y banalización de las huellas de formas «otras» de organizar y habitar un territorio como culminación de una operación de transformación del mismo, compuesta de expulsión, estandarización, elitización y estriamiento.
Cada espacio de la ciudad se compone también de los usos que de él se hacen, de las reapropiaciones colectivas, la resignificación a partir de las imaginaciones o a veces la pura necesidad. Cómo se habita una plaza, qué relaciones se traman en ella, qué caminos y trayectorias se emprenden en los usos de un barrio que construyen también sociabilidad. Los procesos de gentrificación, que conllevan modificación del espacio urbano, recalificación de usos del espacio público (generalmente hacia su privatización o esterilización mediante el monocultivo hostelero o las plazas duras diseñadas para la vigilancia), destruyen entonces la memoria de usos sociales del espacio. La memoria es entonces, un espacio de resistencia a ese modelo de transformación urbano.
Los procesos de autoorganización, y concretamente aquellos que son posibles a partir de la apertura de espacios de autonomía colectiva como lo son los centros sociales, lo que permiten inicialmente es la posibilidad de comparecer, de juntarse y deliberar colectivamente sobre los modos de lazo social, sobre la gestión del territorio común que es el barrio en primera instancia. También de tematizar y poner en la agenda social problemáticas y tensiones de la gestión de la vida en las ciudades.
Pero cuando hablamos de producir encuentro, no nos referimos exclusivamente a la comparecencia de cuerpos bajo un mismo techo o la asistencia a un evento. Sino precisamente a producir la posibilidad de hacer y pensar juntos y juntas, de intervenir en la ciudad. Y eso es lo que crea algo que va más allá del evento o del cúmulo de actividades que se pueden celebrar en un centro social, que es una cultura, un política de la participación democrática, del apoyo mutuo, una cultura de autoorganización, que es interesante recoger y hacer perdurar y que, cuando permea en un territorio, aflora, como en el presente, haciendo patente algo relevante y es que en tiempos de crisis es precisamente esa cultura de la autoorganización y la cooperación la que mejor sostiene ese territorio común de vidas precarias59.
La pérdida de estos espacios, derivada de los procesos de estandarización, pero sobre todo de unas políticas públicas orientadas al beneficio privado, implica la pérdida de la condición de posibilidad de otros modos de organización social y urbana, pero también la imposibilidad de la construcción de alianzas con redes, grupos y personas para las que estos espacios: centros sociales, comunitarios, asociativos, pueden también contribuir a incrementar o expandir sus capacidades colectivas y mejorar sus condiciones de vida.
Esa tradición o esa acumulación de prácticas de autoorganización, de autonomía como no delegación, sino como un «hacerse cargo», que hacen al barrio de Lavapiés también singular, y que por ello mismo conforman también territorio, son a mi modo de ver una de las memorias que más conviene sostener: la memoria en sí tiene una función concreta aquí, y es que para poder imaginar modelos de transición60 o, mucho más inmediatamente, acciones de apoyo mutuo y de resistencia a la erosión del territorio compartido por el mercado y los modos de gestión neoliberal, es necesario impedir que se borren las prácticas de lo que fue posible, de lo que se ensayó, se pensó y se propuso, de lo que se practicó, aunque ahora no esté o no lo esté materialmente. Porque, al igual que se borran las huellas de la ciudad a golpe de excavadora (la defensa del patrimonio tiene que ver con esta memoria), se borran también las huellas en la memoria de aquellas prácticas que prefiguran o han prefigurado otra ciudad posible, no como modelo futuro, sino como algo que existe ya en la ciudad, y que va a seguir existiendo, aunque la historia oficial y los modelos de gestión urbana se empeñen en negar y desoír.
Es importante en este momento de incertidumbre y no saber, empujar o sostener todo ese repertorio de prácticas, todas esas redes de colaboración que son y hacen ciudad, barrio o territorio común y que abren de forma explícita los conflictos que atraviesan la vida en la ciudad, en términos de clase, de cultura, de exclusión, de estatus legal, de género.
6. Conclusiones
En el texto presentado tratamos de dar cuenta, a partir del caso del centro de Madrid y la presencia de la figura Centro Social como sujetos políticos autoconstituidos en la disputa por el territorio, de la compleja interacción entre los procesos de construcción de la memoria, la gentrificación de los barrios y la turistificación de las ciudades, cuestionando por un lado, lecturas planas de la ciudad, la naturalización de procesos que tienen bases económicas y políticas materiales, así como apuntando otros modos de leer la construcción de identidad colectiva.
A la luz del caso expuesto, de la evolución del barrio donde se sitúa y de la función que la memoria colectiva de las prácticas de lucha y autoorganización tiene en las formas presentes en que se componen las identidades del barrio, las prácticas de resistencia a los procesos de expulsión, las prácticas cooperativas y de apoyo mutuo, o en general, la herencia cultural que el propio barrio porta, podemos señalar algunas conclusiones al respecto de la función de la memoria en los procesos de resistencia urbana.
Por un lado, la memoria como fuente de construcción de discurso y práctica de resistencia. La identidad de un barrio no se fija solo por las operaciones de transformación urbana orquestadas por la alianza mercado y políticas públicas, sino que se fuga, que escapa a esa estandarización y homogeneización, sosteniendo una práctica de identidad nómada, que nunca encaja del todo en los procesos de estandarización. Éste es, sin embargo, un proceso frágil y permanentemente amenazado, y esa memoria e identidad están siempre en peligro de desaparecer. Por esa misma razón, las prácticas colectivas que se dan en el territorio, son a su vez portadoras y reproductoras de memoria en resistencia. Mientras haya prácticas vivas habrá memoria.
De entre esas prácticas, hemos señalado cómo la existencia de espacios de autoorganización, participación y creación social en la figura conocida como «Centro Social» ha marcado una diferencia en la capacidad de una comunidad de forjar identidades, redes de apoyo y resistencia y transmisión de esa experiencia y cultura comunitaria de forma significativa, frente a territorios carentes de este entramado comunitario.
Que los procesos de erosión de los territorios en forma de turistización son una fase posterior al proceso previo de gentrificación: la erosión del tejido popular y comunitario producto de la gentrificación es la alfombra roja para la transformación del uso del territorio como alojamiento temporal para visitantes.
El carácter de un territorio cambia radicalmente cuando una comunidad puede arraigar en él, construir prácticas, hábitos, relaciones, y con ello también, construir identidad y memoria propia, o cuando la imposibilidad de arraigo por los procesos de expulsión producto de la especulación dejan al territorio sin un cuerpo, una comunidad que sostenga vida y memoria.
De modo que si pensamos en la relación entre territorio, prácticas comunitarias y uso especulativo de las ciudades (tanto en su forma de elitización social como en la forma turística) veremos que, bajo la superficie estética, circulan relaciones de fuerza y de suma negativa, en las que la identidad y la memoria colectiva desaparecen a medida que los procesos de estandarización turística borran los hábitos colectivos de un barrio.
Dicho de otro modo, el lugar de consignación del archivo vivo de un barrio, esto es, su memoria, son sus habitantes y sus prácticas en tanto comunidad. En la medida que se erosiona el tejido social de un barrio, se destruye también la posibilidad de conservar viva su memoria e identidad.
Cabe añadir, de forma ineludible, cómo la pandemia generada por el covid-19, ha sido la constatación planetaria de la interdependencia social y la insostenibilidad del modelo depredador de la economía que venimos señalando. Se abre entonces un tiempo y un espacio en el que necesariamente habrá que repensar y reconstruir los vínculos, los territorios y la vida (y la gestión de todo ello). Un punto de no saber, en el que ni siquiera está ya garantizada la certeza de la acumulación, a partir de las prácticas extractivas de un territorio.
El análisis de los años noventa como impass y la irrupción del acontecimiento Centro Social guarda una relación más con el tiempo presente: la posibilidad de imaginar formas de convivencia, de permanecer juntos, desde la irrupción de una nueva relación con la realidad. Esa ventana abierta por la memoria de las prácticas de conflicto y cooperación que suponen las experiencias de autoorganización (en la figura Centro Social expandida en el presente a otras formas de cooperación barrrial, o de esfera pública ampliada) arroja luz sobre el tiempo presente y la posibilidad o imposibilidad de vida en las ciudades
Resumen
Main Text
1. Introducción
2. Historia como terreno en disputa: memoria, archivo y porvenir
3. Memoria nómada: sujetos de la historia en resistencia, el caso centro social
4. Territorio y gentrificación: el caso Lavapiés
5. Autonomía y territorio: habitar la dificultad
6. Conclusiones