Unidad Agrícola Familiar (UAF), instrumento de política pública agropecuaria en Colombia
Family Farm Unit, Instrument of Agricultural Public Policy in Colombia
Unidad Agrícola Familiar (UAF), instrumento de política pública agropecuaria en Colombia
Pensamiento y Acción, núm. 27, 2019
Fecha de recepción: 19 Agosto 2019
Fecha de aprobación: 20 Octubre 2019
Resumen: El presente artículo analiza la Unidad Agrícola Familiar (UAF) como un instrumento de política pública, que nació en la reforma agraria de Colombia de 1961, pero que solo se formalizó por medio de la Ley 1 de 1968, la cual buscaba reforzar el alcance de la política agraria y de tierras en Colombia. Esta ley, a su vez, define la UAF como el área mínima vital que permite a una familia rural poder vivir de manera digna, teniendo en cuenta para ello variables tanto sociales como económicas. Sin embargo, después de más de 40 años de vigencia, nos preguntamos si en realidad dicho instrumento ha logrado el fin para el cual fue creado, pues debido a la situación tan particular que ha vivido Colombia en este periodo, la UAF ha adquirido cierta relevancia frente al tema agrario y de tierras, y más aún cuando el Gobierno nacional acude a los terrenos baldíos de la nación como caja menor para tratar de mitigar el conflicto armado y fortalecer el desarrollo económico.
Palabras clave: aplicabilidad, área mínima vital, baldíos, familia rural, instrumento de política pública, unidad agrícola familiar.
Abstract: This article analyzes the Family Agricultural Unit (UAF, by its acronym in Spanish) as an instrument of public policy, that was born in the agrarian reform of Colombia of 1961, but that was only formalized by means of Law 1 of 1968, which sought to reinforce the scope of agrarian and land policy in Colombia. This law defines UAF as the minimum vital area that allows a rural family to live in a dignified manner, taking into account both social and economic variables. However, after more than 40 years of having entered into force, we wonder if such an instrument has actually achieved the purpose for which it was created, because due to the particular situation that Colombia has experienced in this period, the UAF has acquired some relevance to the agrarian and land issue, and even more so when the national government goes to the nation's wastelands as a petty cash to try to mitigate the armed conflict and strengthen economic development.
Keywords: applicability, family agricultural unit, instrument of public policy, minimum vital area, peasant, rural family, wastelands.
Introducción
La situación socioeconómica del sector campesino en Colombia no dista demasiado de la presentada en América Latina, pues este sigue siendo uno de los grupos más vulnerables de la sociedad rural, del cual también hacen parte otros grupos de gran relevancia como, por ejemplo, afrodescendientes, indígenas y mujeres cabeza de hogar. Por este motivo resulta indispensable contar con un modelo de desarrollo rural, el cual incluya la pequeña propiedad y producción, sin desconocer la mediana y gran industria, vinculado al Estado por medio de unas políticas acordes a las necesidades reales de la población.
El Gobierno nacional en su momento decidió crear un instrumento de política pública, definido como UAF, que permitiera el acceso real y oportuno a la tierra por parte de los sectores sociales anteriormente mencionados, aunque obedeciendo a la marcada vocación agropecuaria que poseía el país en la década del 60, la cual ha ido cambiando de manera significativa con el transcurso del tiempo.
Sin embargo, el gran potencial que presenta Colombia en el mundo gracias a sus grandes extensiones de tierra productiva que le permiten proveer cantidades significativas de alimento de muy buena calidad, ha hecho que el empleo y la posesión de la tierra tomaran un matiz particular y más aún si se tiene en cuenta la coyuntura social y política que se vive después de la firma del fin del conflicto en los acuerdos de La Habana, en los que el sector agrario ocupa el primer renglón.
Todas estas particularidades llevan a pensar acerca de la importancia de una equitativa distribución de tierra productiva dentro del sector campesino del país, como el pilar para lograr una paz duradera y sostenible en el tiempo, pero donde de manera paralela surgen intereses socioeconómicos muy fuertes con alcances mundiales, a los que claramente no les llama la atención en lo más mínimo el concepto de equidad social y donde cumple un papel fundamental el Estado colombiano como ente regulador frente a esta problemática local pero con una repercusión global.
Ahora bien, los diferentes puntos de vista que se muestran en el presente artículo buscan visibilizar la problemática que durante varias décadas ha enfrentado el campesino colombiano, mitigada apenas con pequeños intentos de equidad social por parte del Estado, pero a la que habrá de prestársele la atención y el reconocimiento que merece un actor social de gran relevancia en el desarrollo de Colombia.
Metodología
Se hizo una búsqueda bibliográfica en bases de datos de gran reconocimiento, tales como Scopus, Proquest, Dialnet, Science Direct, Ovid, tomando como descriptores desarrollo rural, unidad agrícola básica, instrumento de política pública, posconflicto, campesino actor social, los cuales no debían tener una antigüedad mayor a diez años. Sin embargo, debe tenerse en cuenta que hay citas bibliográficas de décadas anteriores también muy importantes, en las que se destacan importantes autores nacionales e internacionales en el tema analizado.
De igual manera se emplearon referentes bibliográficos que aportan de manera activa publicaciones propias, tales como libros de relevancia nacional, tomando como punto de partida la Unidad Agrícola Familiar (UAF) frente a una clara inequitativa distribución de tierra productiva, situación que en vez de ser solucionada es profundizada día a día de una manera inescrupulosa, tal y como lo menciona Wilson Arias Castillo en su libro Así se roban la tierra en Colombia, publicación reciente (2018) que permite visualizar un fenómeno de gran controversia que el autor define como la extranjerización de la tierra y cómo, a través de artimañas judiciales, se están violando los límites de concentración de la tierra establecidos por la UAF.
Sin embargo, el presente artículo recopila diferentes puntos de vista con el fin de garantizar la objetividad, razón por la cual se buscó otro tipo de autores con publicaciones de gran relevancia, como Camilo González Posso, presidente del Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz y una autoridad nacional en el tema de la UAF, con publicaciones dedicadas a este tema, como UAF, tenencia y abandono forzado de tierras en Colombia, y otras donde resalta la importancia de revisar la UAF cada seis años y su equivalencia en ingresos y hectáreas, pues el mismo instrumento así lo exige debido a su dinámica social y económica, la cual varía de acuerdo con la región del país donde se evalúe. De esta manera se describe el mecanismo empleado para la consulta bibliográfica y la forma de garantizar su veracidad y objetividad.
Resultados
Reforma agraria
Colombia, al igual que el resto de países latinoamericanos, se ha caracterizado por contar con un gran potencial en el sector agropecuario, debido en gran parte a la enorme riqueza que poseen sus tierras; sin embargo, la posesión de esas ha sido un problema conocido a lo largo de la historia, especialmente en el área rural, donde su papel es fundamental en el desarrollo de un país, debido a su gran relevancia económica y social. Este inconveniente se ha manifestado a lo largo y ancho del continente, razón por la cual los diferentes Estados han llevado a cabo reestructuraciones del sector agropecuario. La primera de ellas se dio bajo una reforma agraria promovida y estructurada desde el Gobierno, y la segunda, guiada por una revolución agraria organizada por líderes revolucionarios y grupos campesinos. La reforma agraria institucional, como se conoce al primer ejemplo, se dio en países donde la explotación de tierras se presentaba a través del arrendamiento y la aparcería, a pesar de que la gran mayoría de tierras poseían propietarios, como sucedió en Centroamérica, Venezuela y Colombia. Por otro lado, el segundo caso de redistribución se dio en países caracterizados por la presencia de latifundios y servidumbre, como en México, Cuba y Bolivia (Gutiérrez, Lizcano & Asprilla, 2014). Particularmente, en Colombia la forma de acceder a la tierra, especialmente a campesinos desterrados, se dio a través de predios baldíos, fenómeno que se evidenció a lo largo del siglo XX. Estas políticas han sido modificadas a lo largo del siglo en mención, principalmente mediante tres leyes trascendentales en la asignación de este tipo de predios: la Ley 200 de 1936, la Ley 135 de 1961 y la Ley 160 de 1994. Ahora bien, en este contexto es indispensable conocer el concepto de predio baldío, el cual, según la Corte Constitucional, se define como “bienes públicos de la Nación catalogados dentro de la categoría de bienes fiscales adjudicables, en razón de que la Nación los conserva para adjudicarlos a quienes reúnan la totalidad de las exigencias establecidas en la ley” (Corte Constitucional de Colombia, 1995).
Desde la época de la colonia y la conquista se han mantenido ciertas constantes, a pesar de las modernizaciones del siglo XX, como por ejemplo la presencia de latifundios y minifundios, la prevalencia de cultivos de exportación frente a los de consumo interno, el valor del monocultivo en plantaciones y la renuencia del sector campesino frente a estas situaciones (Chochol, 1994). La concentración de la propiedad de la tierra se vio reforzada en el siglo XIX por la entrega de tierras como botines de guerra en los procesos de independencia de las naciones latinoamericanas. A partir de 1850 se incrementó notablemente la superficie agraria, debido en gran parte a la posibilidad de llegar cada vez al interior del continente la frontera entre los productos tipo exportación y aquellos destinados para el consumo local, generalmente ubicados en la periferia, para lo cual se eliminaron poblaciones indígenas y se intensificó la ya marcada colonización (Chochol, 2003).
A partir de la reforma agraria en Colombia de 1961, surge la necesidad de crear una entidad que pudiera definir un área mínima vital, claro está, bajo ciertas condiciones, razón por la cual nace el Instituto Colombiano para la Reforma Agraria (INCORA), mediante la Ley 135 de 1961, y se crea el instrumento de política pública de las Unidades Agrícolas Familiares (UAF) con la Ley 1 de 1968, definidas como la explotación agraria de un predio que dependa directamente del trabajo de una misma familia compuesta por la cabeza del hogar y su cónyuge, o por parientes hasta el segundo grado de consanguinidad y primero civil, sin que existan inconvenientes por emplear esporádicamente mano de obra externa. Por otra parte, el predio debe cumplir condiciones básicas para su explotación, como tipo de suelos, aguas, ubicación, relieve para determinar su aptitud, lo cual permita garantizar ingresos no inferiores a tres salarios mínimos. Adicionalmente se debe garantizar que máximo la tercera parte de los ingresos provenientes de la explotación serán destinados para el pago de la compra de la tierra y que el beneficiario y su familia puedan disponer de capital que mejore su nivel de vida (Gutiérrez et al., 2014).
Esta reforma se dio en una coyuntura particular, pues fue emitida durante el primer Gobierno liberal del Frente Nacional y buscaba combatir el conflicto social rural con objetivos de desarrollo económico para, por supuesto, aumentar la productividad del agro colombiano. Además, la misma ley contempló la ampliación de créditos específicos y abrió la posibilidad para que arrendatarios y aparceros se convirtieran en propietarios.
A pesar de esta iniciativa, los grandes propietarios de la tierra encontraron una forma efectiva de frenar esta política redistributiva, y qué mejor manera que a través del apoyo del Gobierno nacional en cabeza del presidente Misael Pastrana, por eso el Congreso de Colombia expidió la Ley 4 de 1973, concretada en el llamado “Acuerdo de Chicoral”, la cual simplemente dificultó las condiciones para poder acceder a la expropiación, disminuyendo los requisitos para calificar un predio como “explotado” (Sánchez & Villaveces, 2016).
Sector agrario en Colombia
La modernización agrícola en Latinoamérica tomó fuerza a partir de 1960, para lo cual fue trascendental la introducción de tecnología a través de paquetes que incluían semillas, maquinaria y fertilizantes, el crecimiento de consumo interno de alimentos y el aumento de la presencia de empresas multinacionales de producción agrícola. La modernización no se reflejó en disminución de la pobreza rural, pues al contrario, esta se dio en un contexto de una marcada concentración de la tierra y del capital a favor de familias tradicionales, industriales, sector bancario, sociedades multinacionales y nuevas clases privilegiadas, como nuevos protagonistas del acaparamiento de la tierra productiva (Chochol, 1990).
Con la Ley 135 de 1961 se creó en Colombia el INCORA, pero es en 1968 con la Ley 1 que surgen herramientas que posibilitan la titulación de tierras a aparceros y arrendatarios sin mayores complicaciones, para lo cual se incorporó el término Unidades Agrícolas Familiares (UAF) (Toro, 2011).
El Estado tradicionalmente ha empleado la adjudicación como principal herramienta para dar acceso a la tierra en los programas de reforma agraria, pues esta se ha dado de dos formas, por medio de la expropiación y por compra directa de predios privados para luego pasar a manos de los campesinos. La concentración de la propiedad de la tierra ha sido un problema histórico, el cual de alguna manera puede ser enfrentado a través de la reforma agraria, evitando así una inequitativa repartición o tenencia de tierra en una sociedad rural dada (Ceballos, 2016).
Las ventajas económicas de una reforma agraria se reflejan en la relación inversa entre el tamaño de la propiedad y la productividad total de los predios. Los predios explotados con el trabajo familiar presentan mayor productividad versus las grandes explotaciones donde el trabajo es realizado por mano de obra contratada. El principal factor que determina este vínculo entre tamaño, forma de explotación y productividad es el aumento de costos, traducido en seguimiento de la mano de obra contratada en las grandes extensiones (Binswanger, 1995).
Otros autores respaldan esta afirmación señalando la relación inversa entre el tamaño del predio y su productividad. En los predios de tamaño pequeño se presentan características propias, como el empleo de mano de obra, la ejecución de labores productivas, el sentimiento de pertenencia a la finca, el conocimiento y las creencias ambientales, lo cual lleva a una economía estable y duradera y a una empresa basada en la familia (Rosset, 1999).
En Colombia existe un autor en particular que ha hecho investigaciones sobre este tema y ha demostrado la necesidad de tener acceso a la tierra en una extensión adecuada. La pobreza rural se debe al insuficiente tamaño de las propiedades de los campesinos, pues ellos solo emplean una parte de su mano de obra en el agro, mientras que la restante permanece inactiva o se emplea en actividades menormente remuneradas. Esto ha llevado a algunos campesinos a asociarse para contar con mayores extensiones de tierra para trabajar, pero en realidad al repartir dividendos se traduce en un pequeño aumento de ganancias, no tan significativo como resultaría si produjeran en su propia tierra (Forero, 2000).
Los beneficios de una reforma agraria no solo se pueden ver desde un punto de vista económico, pues, de hecho, lo que se busca principalmente por medio de la misma, es disminuir una brecha social respetando, por supuesto, las características de las comunidades campesinas, dentro de las cuales se encuentra una producción de alimentos permanente, la cual generalmente es destinada para el mercado interno, alimentado por una diversidad de culturas campesinas, con una característica principal, el autoconsumo como estrategia de vida propia de la poliactividad de los sistemas familiares de producción (Roa & Forero, 1991).
La reforma agraria es el primer paso para poder solucionar la inequidad existente en Colombia, que ha llevado por varias décadas a una violencia marcada, especialmente en el sector rural, y ha traído consigo pobreza, desplazamiento y todo aquello que ocasiona un retraso notorio en dicho sector.
No obstante, se ha abordado solo desde la propiedad de la tierra y no desde un enfoque integral que tenga en cuenta la articulación del tema agrario al contexto social, económico y político de cada región, donde las propuestas incluyan la satisfacción de necesidades básicas, el acceso al crédito, la asistencia técnica y empresarial, la asociatividad y la participación en la toma de decisiones (Franco & De los Ríos, 2011).
El campesino colombiano
Para visualizar la relevancia de este actor social se debe hacer énfasis en la importancia de reconocer el modelo “campesino”, para posteriormente defenderlo con vehemencia. Este modelo se relaciona con los productores menos favorecidos no solo por la sociedad sino también por parte del Estado, que a lo largo de la historia ha beneficiado los intereses del sector empresarial. Uno de los mecanismos que contribuiría a esta defensa serían las zonas de reserva campesina establecidas por la Ley 160 de 1994, las cuales volvieron a despertar el interés de la comunidad no solo debido a que las FARC en el Acuerdo de La Habana insistieron en una ampliación de sus áreas y en fortalecer su autonomía, sino además porque las organizaciones campesinas insisten en ellas; y a lo anterior hay que sumarle las protestas sociales rurales que se han venido presentando en el país, como mecanismo de defensa de territorios campesinos y modelos de desarrollo rural (Machado & Botello, 2014).
Para nadie es un secreto que una de las causas del conflicto armado que existe en Colombia desde hace varias décadas, es la distribución inequitativa de la tierra, pues la tierra simboliza poder, acumulación de riqueza y sometimiento (García, 1973).
El campesinado en Colombia se caracteriza por estar compuesto por diferentes comunidades, dentro de las cuales se encuentran colonos, afrocolombianos e indígenas, lo cual se traduce en unas diferencias culturales marcadas, pero también los une la exclusión histórica en la toma de decisiones que los afecten y en el acceso real y en condiciones dignas a la tierra. Estas carencias son las que alimentan el conflicto armado, pero, al mismo tiempo, son las que deberían unir aún más en la construcción de paz (Uribe-Muñoz, 2016).
También sobresale el interés de la academia por caracterizar y visualizar al actor rural como un agente de gran importancia para la economía nacional, pues independientemente del grado de nivel productivo, él logra ser eficiente cuando posee las condiciones favorables; además, los pequeños productores demuestran su eficiencia y capacidad para generar un crecimiento integral y soluciones efectivas a la pobreza rural (Forero, 2013).
Para poder comprender de mejor manera la situación del campesino colombiano, es preciso conocer un poco la historia de este en el país, pero especialmente alrededor del tema de la posesión de la tierra, pues este ha sido precisamente el punto álgido de toda discusión.
El Gobierno nacional ha discutido este tema desde principios del siglo XX, pues mediante diversas normas se promovía la expansión de la frontera agrícola y la colonización, sin carácter redistributivo, llevando a impulsar la ocupación de espacios de regiones alejadas como Putumayo y Caquetá, lo cual hizo que se concentraran tierras de más de 200 hectáreas en pocas manos (Villaveces & Sánchez, 2015). Pero, para mayor precisión, el término de reforma agraria se comienza a emplear con la Ley 200 de 1936, aunque para algunos autores esta ley no cumplió con dicho propósito, pues no tocó el tema de distribución de la tierra, sino que incentivó la ganadería extensiva como mecanismo para evitar los conflictos con aparceros y arrendatarios a quienes se debía reconocer las mejoras en tierras cultivadas (Machado & Vivas, 2009).
El tema de la posesión de tierra ha sido uno de los más álgidos a lo largo de la historia de Colombia, pues precisamente su concentración en pocas manos ha sido asociada con el poder que presentan diferentes grupos que ejercen su autoridad a través de la posesión de dichos predios. La Ley 135 de 1961 buscaba una reforma agraria, pero desafortunadamente favoreció intereses particulares y no logró una modificación sustancial en la tenencia de predios rurales en la nación. La gran propiedad apenas fue afectada, solo se expropiaron 23 predios mayores a 960 hectáreas que no alcanzan a ser 60.000 hectáreas de tierra. Además, el 52 % del área comprada para las parcelaciones necesitó de obras de adecuación, pues eran tierras de mala calidad que debían ser acondicionadas antes de ser entregadas. En consecuencia, los valores invertidos aumentaron, precio asumido por los campesinos, mientras que los terratenientes encontraron una excelente opción para incrementar sus recursos. Estas mejorías requirieron casi dos terceras partes del presupuesto invertido en compras, y las tierras que ya estaban listas para ser asignadas necesitaron solamente la tercera parte del presupuesto (Villaveces & Sánchez, 2015).
Así, se puede deducir que por varias décadas se han hecho intentos gubernamentales para lograr una mayor equidad en el sector rural, pero se han quedado en eso, en intentos, lo cual, como lo mencionan diferentes autores, tiene su explicación en la descoordinación entre las entidades, las políticas y el concepto que se pretendía obtener a través de las reformas.
Esta situación llevó al Consejo Nacional de Política Social y Económica (CONPES) a formular el documento 3616/2009, donde se define la política de generación de ingresos para la población en situación de pobreza extrema o desplazamiento (o ambas situaciones), donde se reconoce que el principal factor para superarse la pobreza rural es el acceso a la tierra. Este documento señala que gran parte de la Población en Pobreza Extrema (PPE) no tiene forma de acceder a tierra productiva, con escalas de producción ineficientes y en zonas con baja cobertura de infraestructura (CONPES, 2009).
El problema es de tal impacto que incluso la Organización de las Naciones Unidas ha manifestado que debe haber cambios en la forma como se concibe la tenencia de la tierra, se debe dimensionar el desarrollo rural alrededor del territorio, incluyendo a los habitantes vulnerados históricamente, lo cual exige cambios en el modelo económico (PNUD, 2011).
Sin embargo, otros autores han manifestado su punto de vista frente a dicha situación, señalando que la inequidad en la distribución de tierra se evidencia más en el sector rural, donde sus pobladores deberían tener acceso a tierras productivas de manera formal, pues existe un gran porcentaje de predios laborados que solo cuentan con falsa tradición, es decir, sin ningún título que respalde su derecho de propiedad, lo cual ocasiona desconfianza para invertir por parte de las personas que aprovechan los mismos, sin dejar de lado que el hecho de no contar con título de propiedad trae consigo el no poder acceder a créditos, retrasando aún más el desarrollo del sector. Debe aclararse que a pesar de existir una política tenue por parte del Gobierno nacional para titular estos predios, no es la única razón para que este proceso no avance al ritmo que se requiere, pues también falta interés de los pobladores para formalizar sus propiedades, debido a una percepción de bajos beneficios obtenidos al realizar este trámite, pues se asocian como un costo y no como inversión (UPRA, 2014).
Precisamente, esta situación se ve reflejada en los datos ofrecidos por el Estado colombiano a través del Departamento Administrativo Nacional de Estadística (DANE), el cual, por medio del Tercer Censo Nacional Agropecuario, del año 2014, describe que el 4 % de la población es propietaria del 65 % del área productiva en Colombia, la mayoría con un uso ineficiente y especulativo de la propiedad (el 80 % de dicha área está dedicada a pastos para la ganadería), lo que se opone al 96 % restante de los habitantes rurales compuesto por indígenas, afrocolombianos y campesinos, que apenas tienen acceso a aproximadamente el 3 % del área productiva y representan cerca del 80 % de las unidades básicas de producción, pues en su mayoría son microfundistas. Este es parte del panorama en materia de concentración de la propiedad de la tierra expuesto en los resultados del Censo Nacional Agropecuario (DANE, 2015). Estas cifras se ven respaldadas por un índice de Gini de concentración de la propiedad de 0,89, el cual parece incrementarse con el transcurso del tiempo, lo cual resulta bastante preocupante (Ibáñez & Muñoz, 2010).
Pero la poca disponibilidad de tierra para los campesinos es apenas uno de los inconvenientes a los cuales se ve enfrentada esta comunidad, pues incluso ellos mismos han luchado a lo largo de la historia por el reconocimiento de sus derechos; lo cual tiene su razón de ser, porque en hechos como el ocurrido en el Censo Nacional Agropecuario del año 2014, en que se desconoció la categoría campesina en su medición, lo cual por supuesto ocasionó gran revuelo en la opinión pública.
Las Zonas de Reserva Campesina (ZRC) son espacios creados para la convivencia de dicha comunidad, y en Colombia existen siete de estas zonas, que cubren un área de 831000 hectáreas. Actualmente hay otras en proceso de constitución, pero no se han podido formalizar por obstáculos burocráticos o por falta de voluntad política de ciertos sectores políticos que parecen tener algún interés particular. Así, el área que actualmente poseen las ZRC es bastante pequeña, si se compara con la que realmente demanda el sector campesino de Colombia (Uribe-Muñoz, 2016).
De esta manera se puede comprender la necesidad de mejorar las condiciones socioeconómicas del sector campesino de Colombia, pues a pesar de que el país cuenta con una extensión geográfica considerable para las actividades agropecuarias y con personas conocedoras de las mismas, con una relación amigable con el medioambiente, su labor sigue siendo invisibilizada por el Estado, lo cual ha llevado a la migración paulatina de dicha comunidad hacia los grandes centros urbanos del país, con las consecuencias bien conocidas por la sociedad en general.
UAF, instrumento de política pública de tierras
Como ya se había mencionado, la Ley 135 de 1961 introduce el término UAF, pero es mediante la Ley 1 de 1968 que se refuerza la política agraria y de tierras en Colombia por medio de la modernización del agro y bajo el concepto de la Unidad Agrícola Familiar (UAF).
A partir de la década del 90, la normativa de tierras queda sometida a la Constitución Política de 1991, la cual señala en su artículo 61 que “el deber del Estado de promover el acceso progresivo a la propiedad de la tierra de los trabajadores agrarios, en forma individual o asociativa que junto al acceso y otros aspectos garantiza y mejora el ingreso y la calidad de vida de los campesinos”. La Constitución se convierte, entonces, en la hoja de ruta para dar inicio a reformas estructurales, que llevan a la política de adjudicación de tierras a dar un giro y pasar a ser una política guiada por el mercado (Mondragón, 2006).
La Ley 160 de 1994, “Por la cual se crea el Sistema Nacional de Reforma Agraria y Desarrollo Rural Campesino”, establece un esquema de mercado para la asignación de tierras, al tiempo que otorga subsidios a los campesinos a través del INCORA para la compraventa de tierras. La principal modificación de esta ley fue la dinamización de la redistribución de la tierra con el concepto mercado de tierras, mediante un subsidio para la compra directa por parte de los campesinos y así poder concebir la idea de propiedad (Balcázar, López, Orozco & Vega 2001).
El Estado colombiano, a través del artículo 38 de la Ley 160 de 1994, le da otro significado a la Unidad Agrícola Familiar (UAF), pues esta se define como la empresa básica de producción agrícola, pecuaria, acuícola o forestal, cuya extensión, conforme a las condiciones agroecológicas de la zona y con tecnología adecuada, permite a la familia remunerar su trabajo y disponer de un excedente capitalizable que contribuya a la formación de su patrimonio. Y para el caso de los terrenos baldíos de la nación se ha asumido que el valor del ingreso mínimo necesario equivale a dos salarios mínimos legales vigentes. Además, se emplean dos metodologías para la aplicación del instrumento en mención: la primera, que es aplicada por el Instituto Colombiano de Desarrollo Rural (INCODER, 1995), entidad que reemplazó al INCORA; y la segunda, que es la utilizada por el promedio municipal y que fue establecida por la Ley 505 de 1999 (Congreso de la República de Colombia, 1999).
Con la Ley 160 de 1994 se le da un cambio a la definición inicial de la UAF, el cual consistió en dinamizar la redistribución con el concepto de propiedad a través del mercado de tierras, empleando para ello un subsidio para la compra directa por parte de los campesinos. Siendo así, la adjudicación se daba en UAF según la región. De igual manera, se señala que deben cumplirse 15 años desde la primera adquisición sobre la parcela para poder transferirla, siendo beneficiados de la transferencia inmediata únicamente campesinos de escasos recursos sin tierra o minifundistas con la autorización del INCORA para enajenar, gravar o arrendar la Unidad Agrícola Familiar. Adicionalmente, se encuentra la Resolución 041 de 1996, en la cual se define la adjudicación de predios baldíos según las UAF por zonas relativamente homogéneas ZRH.
Las extensiones en adjudicación se definen según el potencial de explotación y no podrán exceder una Unidad Agrícola Familiar. Esta Resolución define 25 regionales y 165 zonas relativamente homogéneas (ZRH) distribuidas en la Tabla 1.
De igual manera, se definen distintos rangos que pueden ir desde 2 a 4 hectáreas en la zona relativamente homogénea Andina (en Nariño) hasta UAF entre 1275 a 1840 hectáreas en la zona relativamente homogénea, 9 en las sabanas de Puerto Carreño, Amanaven, San José de Ocune y Puerto Nariño entre los ríos Tomo y Guaviare (INCODER, 1996).
La UAF ha sido utilizada con diferentes propósitos, no solamente para actividades agropecuarias, a pesar de que la misma resulta de la combinación eficiente de los factores de producción (tierra, trabajo y capital), sino también para poder producir rentabilidad a la familia rural, crear un fondo de reposición para la sostenibilidad de la unidad productiva y un excedente que le permita capitalizar y formar su patrimonio. Su estructura prevé la reorganización o reconversión en el uso de los factores tierra y agua. Es un proyecto generador de empleo diversificado. Gracias a sus características sociales y económicas, el concepto de UAF necesita ser eficiente en el empleo de la mano de obra calificada y no calificada. Esto se puede traducir en que se debe generar a través de la adjudicación de tierras trabajo digno y reconocido desde todo punto de vista a todos los integrantes del núcleo familiar, hombre, mujer y jóvenes (INCODER & Universidad Javeriana, 2014).
El empleo de este instrumento público ha permitido, en cierto modo, frenar la concentración de tierras en el país por parte de un número reducido de propietarios, pues como lo indican tanto el Instituto Colombiano de Desarrollo Rural (INCODER) y el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, algunos departamentos de Colombia presentan una concentración de pequeños predios; aunque el PNUD menciona que más de la mitad de los predios rurales del país son de propiedad privada.
Los departamentos con las mayores proporciones de minifundios son Cauca, Boyacá, Nariño, Antioquia, Cundinamarca, Caldas y Santander, predios que adquieren gran importancia en términos de producción en todas las regiones. Las granjas familiares generalmente producen cultivos temporales como trigo, papa, frijoles y vegetales, aunque también algunos producen ciertos cultivos permanentes, como yuca, cacao, plátano y panela (OECD, 2015).
Llama la atención que, a pesar de ser muy buena la intención de la implementación de la UAF en Colombia como instrumento de política pública rural, ciertos sectores no están muy conformes con su uso, pues limita el empleo de grandes extensiones de tierras. Tal es el caso de las zonas de reserva campesina (ZRC), las cuales fueron creadas por la Ley 160 de 1994, donde existe un mercado de tierras intervenido, pues no se pueden acumular más de dos unidades agrícolas familiares, lo cual limita el crecimiento de empresas agrarias exitosas, que requieren de grandes extensiones para lograr sus objetivos corporativos, hecho que simultáneamente desvaloriza la propiedad campesina al no poderse transar libremente en el mercado (Reyes, 2016).
Si bien no se pretendía eliminar el problema de disponibilidad de tierras en Colombia, se buscaba al menos mitigarlo con dicha ley, la cual recoge algunas sugerencias del Banco Mundial, como en el caso del denominado mercado de tierras (MT), que requiere de la intervención del Gobierno a través de la asignación de subsidios a campesinos sin tierra, quienes deben hacer las negociaciones de forma individual o colectiva con los propietarios de tierras (Toro, 2011). Este mecanismo propone propiciar la demanda por medio de un subsidio del 70 %, y el 30 % restante debe ser cubierto por el campesino con recursos propios o con la asignación de créditos de una entidad financiera a través de redescuento en FINAGRO (Machado, 1998).
A pesar de esta intención, debe tenerse en cuenta hasta qué punto es viable una estrategia que parte de un subsidio para la compra de tierra, si se comprende la multimodalidad de los microfundios. Para poder llevar a cabo esta política de redistribución de tierra, deben contemplarse las diferencias regionales y complementarse con políticas de ingreso, trabajo multisectorial y empleo asalariado (Acción Social, 2010). Sin embargo, parece que ha existido una intención marcada de privilegiar el tipo de políticas de protección a las grandes propiedades y las enormes inversiones económicas. Así lo manifiesta el Banco Mundial, pues para esta entidad ha sido más efectivo el mercado que la reforma agraria, ya que desde finales del siglo XX se puso en marcha “una contrarreforma agraria de producción masiva”, la cual favorece la “concentración improductiva de la tierra” (Banco Mundial, 2004).
Otro de los temas fundamentales de los planteamientos del Banco Mundial que fue recogido dentro de esta ley es la construcción de instrumentos de acción en el ámbito local (Deininger, Castagnini & Gonzalez, 2004). Desde esta perspectiva, se diseñaron espacios de concertación entre autoridades, instituciones y comunidades rurales para planes en estas materias, destinados al desarrollo rural y la reforma agraria en el nivel departamental y municipal (Toro, 2011). Todas estas estrategias han sido creadas con la intención de permitir el acceso justo del sector campesino a las tierras productivas, aunque las cifras demuestren lo contrario, pues como lo afirma OXFAM, en Colombia se presenta uno de los casos más llamativos de América Latina, ya que más del 67 % de la tierra productiva está concentrada en el 0.4 % de las explotaciones (OXFAM, 2016).
Tal parece que esta tendencia no piensa ser modificada por el Gobierno nacional, pues instrumentos de política pública tan valiosos como la UAF no han permitido consolidar la agricultura del siglo XXI. Hecho que explica los principales reclamos de las multinacionales agropecuarias y los inversionistas de la tierra en la altillanura colombiana. La necesidad de borrar este límite había sido planteada al Gobierno de Uribe Vélez, pero este no alcanzó a llevarlo a cabo. El Gobierno Santos, con la denominada Unidad Nacional, sí logró concretarlo en el primer Plan Nacional de Desarrollo (2010-2014), que incluía la creación de los Proyectos Especiales Agropecuarios o Forestales (PEDAF) (Arias, 2018). En la práctica se buscaba ampliar el límite de la UAF, medida que impedía la concentración. La restricción pasó a 9,999 UAF actuales, pues solo para proyectos que excedieran las 10 UAF se debía pedir autorización de una Comisión que, de hecho, solo firmaría autorizaciones, ya que estaba compuesta exclusivamente por miembros del Gobierno. Adicionalmente se buscaba promover alianzas de gran poder a través de la entrega de enormes extensiones baldías a grandes inversionistas, por medio de las Zonas de Desarrollo Empresarial contempladas en la Ley 160 de 1994 (Arias, 2018).
El tema de las UAF ha sido tan relevante que su definición ha sido modificada según lo cuantificado por el INCODER (INCODER, 2009), equivalente a cuatro salarios mínimos mensuales vigentes, dos de ellos por concepto de la remuneración de la mano de obra familiar y dos adicionales como excedente capitalizable. La aplicación de la UAF ha sido múltiple, como medida en la formalización de tierras a colonos en baldíos de la nación, y en todo el país para el ordenamiento territorial y las definiciones catastrales y sobre distribución de la tierra (INCODER, 2009).
El INCODER y las autoridades del sector agropecuario del país han señalado la necesidad de revisar cada seis años la UAF y su equivalencia en ingresos y hectáreas. Esto se realizó en el año 2014 pero aún no se han conocido los resultados (González, 2017). Definitivamente, este proceso es indispensable, pues existe una gran dinámica en los territorios que influye en la economía de los municipios y sus comunidades, por lo tanto, el cálculo de este instrumento cambia sustancialmente; lo cual, a su vez, debe verse reflejado en las políticas estatales en pro de las comunidades campesinas. Este tipo de actualizaciones debe darse junto a las comunidades, pues en Colombia no se ha llegado a un acuerdo sobre las UAF en territorios comunitarios y debe confrontarse la equivalencia en ingresos de la Unidad Básica Rural o Campesina con la pequeña producción dentro de comunidades étnicas (Mendoza, 2013).
Precisamente, no se han hecho actualizaciones que correspondan a la verdadera situación de los predios, teniendo en cuenta para ello infraestructura, nivel tecnológico y uso del suelo. Particularmente, estas diferencias se notan en regiones como la Orinoquia, Amazonia y Costa Caribe en donde las Unidades Agrícolas Familiares no se actualizan desde 1996, por lo cual urge el empleo de la guía UAF adoptada por el INCODER para poder llevar a cabo esta tarea adecuada y rigurosamente (Acción Social, 2010).
Adicionalmente, la UAF se ha empleado para la adjudicación de tierras que en algún momento fueron declaradas parte de extinción administrativa de dominio, donde la UAF se calcula en el predio con el fin de asegurar que el proyecto productivo genere a cada familia ingresos netos no inferiores a 2 ni superiores a 2.5 salarios mínimos legales mensuales vigentes (Ministerio de Agricultura y Desarrollo Rural, 2009).
De igual manera, la UAF permite evaluar el grado de concentración de tierra y su evolución en el tiempo en Colombia. En el año 2009, el 10.5 % del total de hectáreas eran microfundios, lo cual representa el 80.5 % de los predios y el 78.3 % de los titulares de derechos, el 52.2 % de hectáreas eran de gran propiedad distribuidos en el 0.9 % de los predios y el 1.1 % de los propietarios/poseedores. A la pequeña y mediana escala de UAF les corresponden 19.1 % y 18.2 % de las hectáreas, 13.7 % y 5.0 % de los predios, y 14.7 % y 5.8 % de propietarios/poseedores, para lo cual hay que tener en cuenta que el microfundio posee menos de 0,5 ha, pequeña propiedad de 0,5-2 ha, mediana de 2-10 ha y gran propiedad más de 10 UAF (Acción Social, 2010).
La lectura de las cifras de tenencia de la tierra en términos de UAF o “empresas básicas rurales” presenta ventajas con respecto a la que se tiene tomando la escala de catastro o los agregados que se hacen a partir de ella. Los datos catastrales en el nivel municipal permiten relacionar el tamaño de la propiedad con algunas variables socioeconómicas, pero al realizar el agregado solo por hectáreas en los niveles departamental y nacional se borran esas diferencias y se hace difícil una interpretación más rigurosa. Un ejemplo puede ilustrar esta dificultad: la sumatoria directa de 8 hectáreas en el Valle del Cauca (que corresponden a una UAF mixta promedio), con 8 hectáreas en el Putumayo (que equivalen a 0,13 UAF), o con 8 hectáreas en Arauca, donde la UAF promedio es de 409 hectáreas, puede distorsionar los análisis relacionados con productividad o concentración de tierras.
Al caracterizar como pequeño propietario a aquel que posea un predio entre 10 y 30 hectáreas, se deben hacer excepciones para hacer agregados regionales o departamentales por las diferentes condiciones de productividad y de tamaño de la UAF. Por ejemplo, este rango puede ser de gran utilidad para pequeños propietarios de la Zona Cafetera o la región Central, pero no para propietarios o poseedores en la Costa Caribe, a excepción del departamento del Atlántico. Este tipo de inconvenientes se presenta al tener como punto de referencia a la UAF y rangos de agrupamientos catastrales en hectáreas, lo cual hace necesario el análisis por regiones socioeconómicas o por las macrorregiones propuestas en el Plan Nacional de Desarrollo 2010–2014 (Acción Social, 2010).
Este instrumento en Colombia también ha sido empleado para otro tipo de políticas durante medio siglo y para asuntos diferentes a los relacionados con programas de tierras (titulación de baldíos, adjudicación de predios recuperados y otorgamiento de subsidios a productores campesinos). Dentro de ellos se encuentra la prestación de asistencia técnica agropecuaria, contemplada en la Ley 607 de 2000, la cual define la asistencia técnica directa rural como un servicio público de carácter obligatorio y subsidiado con relación a los pequeños y medianos productores rurales, descritos de acuerdo con el número de UAF que posean, es decir, pequeños son aquellos que no tienen más de dos, y medianos pueden llegar hasta cinco Unidades Agrícolas Familiares (Congreso de la República de Colombia, 2000).
Igualmente, este instrumento ha sido utilizado para la adecuación de tierras, pues mediante el Decreto 1300 de 2003 se creó el Instituto Colombiano de Desarrollo Rural (INCODER), empleando las UAF para poder llevar a cabo sus funciones de manejo de tierras (Ministerio de Agricultura y Desarrollo Rural, 2003).
Para los programas de vivienda de interés social, por su parte, este instrumento ha sido de gran utilidad debido a su amplia aplicación, que permitió establecer el concepto de vivienda a través del Decreto 1133 del 2000, el cual en su artículo 3 afirma que se entiende por vivienda de interés social rural aislada, aquella ubicada en un predio de uso agropecuario, forestal o pesquero de tamaño menor o igual a una Unidad Agrícola Familiar (UAF), la cual está definida en la Ley 505 de 1999. Para las comunidades indígenas, la autoridad indígena determinará las viviendas de interés social rural (Contraloría General de la Nacion, 2012).
De esta manera se evidencia que la UAF ha sido empleada en diferentes aspectos, aunque su creación haya sido pensada en relación con el tema de distribución de tierras. La definición de este instrumento de política pública ha sido modificada a lo largo de los últimos 50 años, lo cual ha llevado a que actualmente existan tres tipos de definición, hecho que a su vez permite la diversificación de su empleo. La primera definición es la UAF de adjudicación de reforma agraria, la segunda es la UAF predial para el subsidio integral de tierras y compra directa de predios, por último, se encuentra la UAF de estratificación o de promedio municipal, la cual se utiliza para determinar la estratificación en el cobro de los servicios públicos domiciliarios en el ámbito rural.
Estas situaciones hacen que no se apliquen adecuadamente las políticas de equidad social ni se cumpla el fin para el cual fueron creadas, pues como lo afirma el DNP, existe una clara asimetría entre la adjudicación y las políticas de desarrollo agropecuario, y la titulación de baldíos se encuentra completamente aislada de los demás componentes, actividades y subsistemas que componen el Sistema Nacional de Reforma Agraria y Desarrollo Rural Campesino. Si a esto se le suma la no aplicación de la norma, los resultados no van a ser los esperados, pues en el mismo estudio el DNP demuestra que de la totalidad de la adjudicación de predios baldíos a campesinos para ser explotados desde el año 1960 hasta el 2014, el 90.8 % posee menos de una UAF, lo cual se manifiesta como una excepción de la Ley 160 de 1994. Adicionalmente, el 39.2 % de los predios baldíos son casalotes con una extensión en promedio de 576 metros cuadrados y están ubicados en los centros poblados, inspecciones de policía y caseríos del área rural; por otra parte, el 51.6 % de los predios restantes tienen una extensión mediana de 1.6 hectáreas (Departamento Nacional de Planeación [DNP], 2016).
En el mismo informe, la entidad señala la importancia de adjudicar predios superiores a una UAF para poder cumplir el objetivo de la superación de la pobreza, pues tener un predio baldío superior a una UAF incrementa casi el doble comparado con los predios inferiores a la UAF. Las adjudicaciones inferiores a una UAF tienen serias limitaciones en cuanto a la producción pecuaria (DNP, 2016).
Si bien estos datos son excelentes referentes, debe tenerse en cuenta que menciona particularmente a la población campesina, pero cuando se abordan poblaciones como la indígena o afro, la situación varía. De hecho, una vez se promulgó la puesta en marcha de las UAF, la población nativa puso en conocimiento su descontento, razón que llevó a que adoptara una solución esencialmente retórica: la Etnouaf, que pretendía reconocer que los modelos de apropiación y manejo territorial indígena tenían otros fundamentos; aun así, esta norma desconoce los derechos ancestrales y la relación del indígena con la naturaleza y la forma como la conciben (Houghton, 2008).
Independientemente de si la población abordada es campesina, indígena o afrodescendiente, la problemática de la concentración de la tierra afecta a todos por igual. El INCODER reconoce que en el 2014 el 52 % de la tierra en Colombia le pertenecía al 1.5 % de la población, y que el 78.3 % de los propietarios agrarios tenían microfundios (INCODER, 2014). Una de las causas que más ha incidido en la inadecuada reforma agraria ha sido la corrupción dentro de las entidades estatales, y el INCODER, entidad que tenía bajo su responsabilidad el destino de los predios baldíos, no ha sido la excepción; al menos así lo señala la Procuraduría General de la Nación. Esta entidad muestra la forma como fueron obtenidos predios por vía de sentencias judiciales, lo que se tradujo en un desfalco contra el patrimonio de la nación, que benefició a particulares que no cumplían con los requisitos para ser beneficiarios de programas de reforma agraria (Procuraduría General de la Nación, 2015).
Este comportamiento se ve fortalecido por las políticas que el Gobierno nacional ha venido aplicando, donde claramente se evidencia la intención de eliminar cualquier restricción que impida la acumulación de predios baldíos, lo cual parece seguir un modelo agroindustrial impulsado desde intereses particulares internacionales, un modelo que, sin duda, resulta contrario a la consolidación de la paz (Posada, 2015).
Parece que se ha convertido en una obsesión eliminar instrumentos como la UAF y así poder dar acceso a baldíos a los empresarios, lo cual persigue una vinculación abierta y directa de Colombia con la economía mundial, donde la demanda global energética y de alimentos viene aumentando, traduciéndose en la búsqueda de enormes extensiones de tierra para la producción de agrocombustibles y cultivos forestales (Salinas, 2012). Esto se evidencia a través de un comportamiento denominado fiebre mundial por la tierra, donde los Estados, grupos financieros y multinacionales del agro se dedican a comprar tierras, las cuales por supuesto encuentran en países en vía de desarrollo, como el caso de Colombia (Arias, 2013).
Por esto, la enorme importancia de adjudicar predios baldíos y eliminar las restricciones que plantea la UAF; así, cumpliendo estos dos requisitos se podría entregar la tierra a los usuarios considerados más eficientes (empresarios agroindustriales) y brindar seguridad jurídica a los inversionistas del agro (Posada, 2015). De esta manera se puede demostrar que Colombia se encuentra enfrentada a un problema de gran dimensión, pues por un lado recibe la presión de intereses particulares nacionales y extranjeros por un botín de enorme proporción como lo es la tierra productiva y más aun conociendo el potencial de esta en el país, y por el otro, la deuda histórica y social con nuestras comunidades menos favorecidas, que reclaman sus derechos constitucionales vulnerados por el Estado y por cierto sector productivo de la sociedad; además ha salido a la luz que a gran parte de la población esta situación no le genera mayor preocupación.
Conclusiones
Después de realizar un análisis histórico y objetivo, consultando para ello diferentes tipos de fuentes de gran relevancia en la opinión pública nacional e internacional, se puede concluir que La Unidad Agrícola Familiar como instrumento de política pública, a pesar de haber sido creada con la mejor intención, sus objetivos no se han podido cumplir por diferentes causas, las cuales van desde la falta de voluntad de convertirla en una verdadera política nacional hasta el desconocimiento e indiferencia por parte del ciudadano del común.
Colombia es un país heterogéneo, pues existe gran diferencia entre las características de predios de la cordillera andina y aquellos que se ubican en la altillanura, pues mientras los primeros son de gran productividad pero de tamaño reducido, los segundos son grandes extensiones pero con productividad limitada, lo cual evidencia la necesidad de crear normas acordes a las características de cada región y omitir la errónea tradición de crear leyes desde un escritorio desconociendo la realidad del país.
Adicionalmente, la sociedad debe desempeñar un papel activo y decisorio frente a las decisiones que le competen a su comunidad y exigirle al Estado que cumpla con su obligación de proteger los derechos de los habitantes de Colombia de tal manera que la equidad social prevalezca, y qué mejor manera de hacerlo que a través del empleo adecuado de este tipo de instrumentos de política pública como lo es la UAF.
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Información adicional
Para citar este artículo:: Botia-Carreño, W. H. (2019). Unidad Agrícola Familiar (UAF), instrumento de política pública agropecuaria en Colombia. Pensamiento y Acción, 27, 59-89.