ISSN 2216-0159 e-ISSN 2462-8603
2022, 13(33), e13199
https://doi.org/10.19053/22160159.v13.n33.2022.13199
El maestro rural en Colombia: desafíos ante la memoria y la reconstrucción del tejido social
1. Universidad de San Buenaventura
willimon1805@yahoo.com
Resumen
En muchas zonas rurales de Colombia, el maestro es la única presencia estatal. Por ello, adquiere un rol importante para el liderazgo comunitario, en virtud del lugar histórico de la escuela rural en los territorios donde el conflicto armado dejó amplias secuelas. Este artículo presenta reflexiones derivadas de una investigación acción participativa realizada durante cuatro años en una vereda del municipio de Sonsón, oriente de Antioquia, la cual buscó el fortalecimiento del tejido social a través de un proyecto educativo que, entre otros asuntos, consideró el trabajo con la memoria colectiva. En cuanto a los resultados, se pueden señalar algunos desafíos éticos y políticos que enfrenta el maestro rural con respecto al tejido social, y en particular, a la memoria. Para ello, se usan como herramientas metodológicas los trabajos de Mèlich, filósofo español, que permiten subrayar el papel de la memoria ante la experiencia del mal y la barbarie, con la articulación del recuerdo y del olvido, de modo que se permita legar a las comunidades rurales una herencia simbólica a partir de testimonios que muestran el dolor de los ausentes. Se llama la atención sobre la relación memoria-esperanza y se reconoce el subvalorado papel de los maestros rurales.
Palabras clave: educación rural, maestro, memoria colectiva, conflicto armado, tejido social
The rural teacher in Colombia: challenges regarding memory and the reconstruction of social fabric
Abstract
In many rural areas of Colombia, the teacher is the only presence of the State. For this reason, they acquire an important role for community leadership, given the historical place of the rural school in territories where the armed conflict left extensive after-effects. This article presents reflections derived from a participatory action research conducted over four years in a hamlet in the municipality of Sonsón, eastern Antioquia, which sought to strengthen the social fabric through an educational project that, among other issues, addressed the work with collective memory. Regarding the results, it is possible to point out some ethical and political challenges faced by the rural teacher with respect to the social fabric, and in particular, to memory. For this, the methodological tools used are the works of Mèlich, Spanish philosopher, which allow emphasizing the role of memory when facing the experience of evil and barbarism, with the joint of remembering and forgetting, in order to bequeath to rural communities a symbolic heritage based on testimonies that show the pain of the absent ones. The relationship between memory and hope is highlighted and the undervalued role of rural teachers is acknowledged.
Keywords: rural education, teacher, collective memory, armed conflict, social fabric
O professor rural na Colômbia: desafios a respeito da memória e da reconstrução do tecido social
Resumo
Em muitas áreas rurais da Colômbia, o professor é a única presença estatal. Por esta razão, ele adquire um papel importante para a liderança comunitária, dado o lugar histórico da escola rural em territórios onde o conflito armado deixou grandes sequelas. Este artigo apresenta reflexões derivadas de uma pesquisa de ação participativa realizada durante quatro anos num vilarejo do município de Sonsón, no leste de Antioquia, que buscava fortalecer o tecido social através de um projeto educativo que, entre outras questões, atendia ao trabalho com memória coletiva. Quanto aos resultados, é possível apontar alguns desafios éticos e políticos enfrentados pelo professor rural com relação ao tecido social e, em particular, à memória. Para isso, as ferramentas metodológicas utilizadas são as obras de Mèlich, filósofo espanhol, que permitem enfatizar o papel da memória ao enfrentar a experiência do mal e da barbárie, com a articulação da memória e do esquecimento, a fim de legar às comunidades rurais um patrimônio simbólico baseado em testemunhos que mostram a dor dos ausentes. Destaca-se a relação entre memória e esperança e reconhece-se o papel desvalorizado dos professores rurais.
Palavras-chave: educação rural, professor, memória coletiva, conflito armado, tecido social
La esperanza sin la memoria está vacía, la memoria sin la esperanza es ciega.
—Mèlich (2011, p. 37)
1La educación rural en Colombia se ha convertido en un asunto de análisis frecuente en algunas comunidades académicas. Sin embargo, la eclosión de reflexiones al respecto no puede encubrir la precarización de la educación rural causada por el histórico abandono estatal (Correa, 2021; Helg, 2022). Esta situación es evidente en las condiciones laborales de los maestros rurales, los procesos de formación docente, la infraestructura física, la dotación de recursos pedagógicos, entre otras problemáticas recurrentes en los discursos de maestros y líderes rurales (Bautista & González, 2019; Mora, 2020). Sin embargo, además de la deuda material con la ruralidad, la mayor deuda está inscrita en el plano de lo simbólico, allí donde lo humano reside, se crea y se recrea constantemente. Hay una deuda con el devenir histórico y con todas las manifestaciones propias de las comunidades rurales, que además han sido marginadas, desconocidas y aminoradas. En este sentido, Echeverri (2011), en una revisión sobre la ruralidad en América Latina, concluye que “lo rural suele ser confundido con una forma de vida atrasada, arcaica, no evolucionada y obsoleta” (p. 14).
En ese sentido, los ejercicios investigativos que pretendan acercarse a la ruralidad no pueden hacerlo al margen de sus condiciones históricas, pues son el punto de referencia para pensar en el papel de la escuela rural, en sus maestros y en los procesos de formación que allí se generan. En cualquier caso, resulta necesario hablar de ruralidades en plural, pues a lo largo y ancho de la geografía nacional es posible encontrar una vasta pluralidad de contextos con características particulares (Ocampo, 2014), que impiden su reducción en cualquier intento representacionista. Por esta razón, es necesario preguntarse siempre acerca de qué ruralidad se está hablando, ya que, sin desconocer los atributos comunes, las comunidades rurales establecen su propio devenir y fijan —conscientes o no— un horizonte singular para sus proyectos de vida. Por ello, el presente artículo se concentra en una de las múltiples ruralidades del país: la del Oriente Antioqueño lejano, una zona estratégica para el conflicto armado de los años previos, que hoy sigue demandando una educación diferencial, dispuesta a abonar a la deuda histórica del Estado con estas comunidades, como lo reconoce la misma Misión para la Transformación del Campo (Ocampo, 2014).
Para presentar estos análisis y reflexiones, el punto de partida es una investigación acción participativa (IAP) desarrollada en una comunidad rural ubicada en una zona de difícil acceso del municipio de Sonsón, oriente de Antioquia, caracterizada por haber vivido hechos de violencia asociados al conflicto que enfrentó el país entre 1990 y 2010. Esta experiencia investigativa, que asumió al maestro rural como gestor comunitario, permitió a la comunidad rural develar como problema colectivo el debilitamiento del tejido social, manifiesto en la desestructuración de agrupaciones sociales como la junta de acción comunal, en el resquebrajamiento de las relaciones entre los distintos actores sociales y en la dislocación de la relación escuela-comunidad, bastante reclamada por sus actores que ven en la escuela y en el maestro un escenario de encuentro y un líder en la gestión comunitaria, respectivamente (Orozco, 2020).
A partir de esta situación, se posibilitó la construcción y la puesta en marcha de un proyecto educativo pensado de forma participativa y en favor del fortalecimiento de la estructura social. De acuerdo con Orozco (2020), los resultados más sobresalientes de este ejercicio de investigación estuvieron asociados al empoderamiento social de la comunidad rural frente al planteamiento de propuestas de cohesión comunitaria, a la recuperación de la memoria colectiva, a la promoción del liderazgo y al fortalecimiento comunitario a partir de la organización de grupos.
El presente artículo aborda algunos hallazgos con énfasis en el papel del maestro rural respecto al tejido social de las comunidades. Se señalan algunos desafíos que enfrenta él con respecto al trabajo con la memoria colectiva. Esto involucra trascender las funciones tradicionales del maestro en cuanto a la enseñanza en el aula, para comprometerse ética y políticamente con el desarrollo de una pedagogía social que haga frente a la experiencia del mal tras la barbarie del conflicto armado.
La categoría de tejido social se refiere a la metáfora orgánica sostenida inicialmente por Sztompka (1995), quien afirma que los sujetos en tanto células están integrados en un tejido que es necesario comprender para situar al sujeto mismo y a su comunidad. Así, cuando se habla de tejido social, se alude a la estructura social en donde está imbricado el sujeto y en la cual confluyen patrones culturales —símbolos, rituales, tradiciones, valores—, discursos y representaciones sociales, interacciones, vínculos socioafectivos, relaciones de poder y formas de identificación que le dan solvencia y cohesión social.
En este orden de ideas, la investigación realizada advirtió el lugar del maestro como célula que ingresa al tejido social de las comunidades, ya que la tradición histórica de las escuelas rurales atribuye al maestro otras investiduras que exceden el trabajo pedagógico en las aulas. Según Orozco (2020), “no se puede olvidar que en la escuela rural, las comunidades esperan más que la simple instrucción por parte del maestro; ellas, sus imaginarios y sus prospecciones demandan que se desarrollen pedagogías sociales alternativas” (p. 128). Con esta intención, se convocan como herramientas metodológicas para la reinterpretación de los fenómenos que atraviesan la Escuela Rural, las reflexiones y propuestas teóricas del filósofo español Joan-Carles Mèlich (2003, 2006, 2011, 2013, 2014) que entran en diálogo con aportaciones de autores como Arendt (1993), Adorno (1975), Ricoeur (1986) y Todorov (2002).
En primera medida, el texto presenta algunas consideraciones sobre la ruralidad, para sentar las bases y entender el papel ético y político al que se ve abocado el maestro rural. Luego, se desarrollan algunas ideas sobre los desafíos que afronta el maestro al entrar en contacto con estas realidades y al ocuparse de ellas desde el acompañamiento a las comunidades en el trabajo con la memoria colectiva, como vía para el fortalecimiento del tejido social.
Las ruralidades colombianas: espacios donde actúan los maestros rurales
Colombia es un país eminentemente rural, como lo confirman las estadísticas del Departamento Administrativo Nacional de Estadística (DANE, 2019) al señalar que el territorio es considerado 95 % rural y solo 5 % urbano. Al analizar la disposición poblacional de los 43 835 324 habitantes registrados en el último Censo Nacional de Población y Vivienda, se encuentra que un 77,04 % de estos se localizan en las cabeceras municipales, un 7,08 % en los centros poblados y 15,88 % en las zonas rurales (DANE, 2018). De acuerdo con estas estadísticas, más de las tres cuartas partes de la población colombiana se concentra en tan solo el 5 % del territorio nacional, una situación bastante disímil con el panorama del país en la mitad del siglo pasado, cuando cerca de la mitad de la población estaba en la ruralidad. Esto exhibe fuertes dinámicas migratorias (Perfetti, 2004). Sin embargo, la situación actual sugiere que menos de la séptima parte de la población del país reside en zonas rurales.
Ahora bien, la disposición espacial de la población en el territorio rural, por su amplitud, por su baja densidad poblacional y por otras condiciones geográficas, tiende a la dispersión. Es decir, hay amplias regiones de tierra para números bajos de habitantes. Este fenómeno se relaciona con escuelas rurales que albergan una población estudiantil también muy baja, donde se acude a la modalidad educativa multigrado y un solo maestro atiende simultáneamente varios grados. La idea de las escuelas monodocentes suele parecer muy distante, pero en Antioquia un total de 2659 sedes —61,2 %— cuentan con un solo docente para la atención de preescolar —grado transición— y el ciclo de básica primaria —todos sus grados—. Igualmente, Antioquia registra 478 sedes —11,01 %— con un docente para básica primaria y otro para básica secundaria (Secretaría de Educación de Antioquia, 2020). Lo anterior debe ponerse de relieve, pues estos maestros son para estas zonas la única presencia del Estado (Cuesta & Cabra, 2021; Vásquez et al., 2020).
Recientemente, la Fundación Compartir presentó un estudio sobre la educación rural (Bautista & González, 2019), que ahonda en las secuelas del conflicto armado al señalar que en muchas regiones del país se asume que los hechos de violencia han finalizado, pero la tensión de nuevas disputas se conserva latente. En otras regiones, paradójicamente,
el conflicto armado está en un alto grado de activación y los actores armados de distinto tipo interactúan de diversas maneras, sometiendo a la población a condiciones de vida atravesadas por enfrentamientos armados, miedo, dolor y pocas oportunidades de desarrollo. (Bautista & González, 2019, p. 292)
Este panorama muestra que, si bien Colombia asiste a una posible época de posconflicto, esta también tendrá que analizarse en función de las particularidades de cada contexto rural, pues no todas las zonas avanzan de la misma manera, ya que en algunas el conflicto continúa activo.
Por otro lado, basados en datos del Observatorio de Memoria y Conflicto, el informe expone que, en el periodo comprendido entre 1958 y 2018, “1579 maestros han sido víctimas directas del conflicto armado, y 1063 (67,3 %) sufrieron asesinatos selectivos, siendo este el delito más frecuente para esta población. Siguiendo el orden, 201 (12,7 %) docentes sufrieron secuestros, y 200 (12,6 %), desapariciones” (Bautista & González, 2019, p. 271). Este panorama es clave para comprender que los maestros rurales también han sido víctimas del conflicto al enfrentar, desde su propio ejercicio profesional, la experiencia del mal y la barbarie.
Además, el mismo estudio establece que los maestros rurales tienen un rol coyuntural en la construcción de la paz y en la reconciliación. Sin embargo, circunscriben esta tarea a las aulas que, si bien son un escenario privilegiado para hacer frente a las implicaciones del conflicto, no pueden suponer el único espacio de intervención del maestro, más aún cuando la escuela rural
adquiere una connotación societal, cultural, epocal y política muy particular, que al mismo tiempo diverge con el imaginario instituido tradicionalmente. Esta connotación emergente le es conferida, de manera natural, por las dinámicas propias de las comunidades rurales halladas en la escuela, el escenario para confluir, recrear y cohabitar. (Orozco, 2020, p. 108)
Otro estudio relevante en esta área es el de Lara y Pulido (2020) que, al analizar cómo la escuela rural posibilita procesos de escritura en los niños y las niñas, la definen como escenario de experiencias intersubjetivas —para los estudiantes y la comunidad— y de posibilidades pedagógicas —para los maestros—; como “un centro donde los acontecimientos generan experiencias en el sujeto y en los sujetos, pues permite construir, determinar, criticar, resistir o distanciar formas de vida y existencia del estar en la escuela” (p. 35).
En ese mismo campo, Velásquez y Tangarife (2019), luego de analizar el papel del maestro en el desarrollo de políticas de posconflicto en el municipio de Aguadas, Caldas, reportaron procesos de reconfiguración y negociación establecidos por los maestros ante el conflicto, con lo que se desarrollaron capacidades de agencia. Este estudio también concluye que “el oficio de maestro rural más que un docente es un articulador de tejido social. El currículo y la pedagogía deben ser el medio y no el fin del acto educativo” (p. 203). Esta conclusión coincide con los hallazgos de Orozco (2020).
Otra investigación que reafirma estos resultados fue la desarrollada por Palacio et al. (2020), en la que los relatos de maestros rurales del Oriente Antioqueño eran testimonios de resistencia. Con ello se reconoce que “los maestros significaron para la comunidad un puente entre el Gobierno y la vereda” (p. 17).
La localización del maestro rural en el mapa político como animador social es un punto nodal en la comprensión de su rol y de sus actividades profesionales. Olave y Vázquez (2022) indagaron los sentidos y significados respecto al ejercicio docente en la ruralidad en un grupo de maestros en formación. Reconocieron el lugar privilegiado que ocupa la gestión comunitaria de los nuevos maestros en los sectores rurales, toda vez que el maestro funge como “un actor que trabaja por la cultura y fortalece la identidad del campesino, reconociendo sus modos de ser y vivir” (p. 29).
Lo señalado permite identificar algunos puntos del estado de la cuestión. Sin embargo, en virtud del llamado a hablar de ruralidades desde sus condiciones singulares, es conveniente esbozar algunas características del municipio de Sonsón, zona donde se ubica la vereda El Rodeo, escenario de este ejercicio investigativo. De acuerdo con el Registro Único de Víctimas (RUV), en este municipio se reconocen un total de 27 984 víctimas y 31 875 eventos de violencia asociada al conflicto armado colombiano. Los hechos victimizantes más prioritarios fueron desplazamiento armado —24 607—, homicidios —3255—, amenaza —821—, desaparición forzada —580— y secuestro —392— (Unidad para la Atención y la Reparación Integral a las Víctimas, 2021).
Si se tiene en cuenta que, según datos del DANE (2018), Sonsón cuenta con 36 321 habitantes, puede afirmarse, respecto a los datos del RUV, que el 77,04 % de la población es víctima del conflicto, una cuota bastante alta que agrava la urgencia de intervención estatal y el redimensionamiento de la educación rural como posibilidad de reivindicación social. En particular, la vereda el Rodeo fue epicentro —junto a las veredas de San José y las Cruces— de varios enfrentamientos entre las FARC y el Ejército Nacional entre el 2000 y el 2005, además de un espacio de desplazamientos, homicidios, retaliaciones, extorciones y desapariciones forzadas, hechos que afectaron a las 32 familias que conforman esta comunidad. Cada una de ellas reportó ser víctima de mínimo dos de estos eventos bélicos.
El maestro rural ante la barbarie: hacia la no repetición del horror
Adorno (1975) plantea que cualquier forma de educación debe evitar que se repita la barbarie, esto es, la atrocidad o la experiencia del mal que, como los campos de concentración nazis de Auschwitz, son acontecimientos del horror. A partir de esta exigencia, el autor sostiene que es necesaria una educación para la autorreflexión crítica, que haga frente a la pérdida de autoridad —autoridad que debe ser entendida como los vínculos que el sujeto debe entretejer con una actuación y respuesta ética hacia el Otro—. Sin embargo, para este miembro de la Escuela de Frankfurt, la fuerza verdadera de Auschwitz reside en estimular la autonomía como el “no entrar en el juego del otro”, es decir, en tanto fuerza de reflexión y autodeterminación. Ciertamente, para Adorno (1975), la educación tiene la tarea de posibilitar dicha emancipación y el retorno a la autoridad ética —por así decirlo—. De esta manera, los caminos para conseguirlo deben involucrar dos asuntos claves:
En síntesis, desde las reflexiones de este filósofo alemán de origen judío, la educación tiene como principal exigencia evitar la barbarie que se instala en la idea de civilización, para lo cual es necesario volver sobre los hechos del horror y la necesidad de hacer memoria.
Indiscutiblemente, Auschwitz como experiencia del mal es un acontecimiento de rememoración ineludible. Sin embargo, Colombia tiene sus propios eventos del horror, sus propios holocaustos. Desde esta perspectiva, el reto para los maestros rurales —y en general para todos los maestros— es generar posibilidades para que los sujetos accedan y construyan memoria colectiva, que debe exceder el inventario de eventos, para abrirse a la presencia inquietante de los acontecimientos, que “desafían nuestras lógicas, nuestros órdenes discursivos, nuestros marcos epistemológicos, morales, políticos, estéticos y religiosos… Frente al desgarro que producen los acontecimientos, a los seres finitos sólo nos queda la experiencia” (Mèlich, 2011, p. 19).
En Colombia, se han realizado múltiples esfuerzos para la recuperación de la memoria histórica, un concepto considerado casi como eufemismo, pues, según Judt (2013), es necesario diferenciar historia y memoria, ya que esta última aparece como construcción que hace cada sujeto de la historia. Dicho de otro modo, toda memoria es necesariamente histórica, pero no toda historia es una forma de memoria.
En todo caso, el Centro Nacional de Memoria Histórica y otras organizaciones no gubernamentales en Colombia han consolidado variadas apuestas para recuperar la memoria, ya que esta, en virtud de sus contenidos y usos, puede convertirse en forma de resistencia. Por ello, se asume la memoria como “una expresión de rebeldía frente a la violencia y la impunidad. Se ha convertido en un instrumento para asumir o confrontar el conflicto, o para ventilarlo en la escena pública” (Centro Nacional de Memoria Histórica, 2014, p. 13).
Sin embargo, estas propuestas han subvalorado e inadvertido el lugar de los maestros rurales en este proceso, pues son ellos quienes, al estar intrincados en los tejidos sociales, pueden promover la reorganización social ante las experiencias humanas que giran en torno al horror. Ahora bien, ¿qué podría hacer el maestro en beneficio de la memoria? ¿Qué se debe considerar acerca de la memoria en su abordaje desde la escuela rural? ¿Cómo posibilitar una memoria no revictimizante ni reducida al prontuario de hechos?
Memoria y tiempo: herencia para los recién llegados
Los planteamientos de Mèlich (2003, 2006, 2011, 2013, 2014) permiten considerar algunos asuntos de la memoria que son relevantes para cualquier trabajo con ella. Sin embargo, debe anotarse que difícilmente se pueda hacer memoria, pues esta sobreviene con la condición humana: “la memoria, como la experiencia, tiene la forma de un acontecimiento. Por eso se debería poner de relieve que más bien es la memoria la que nos hace” (Mèlich, 2013, p. 98).
Para Judt (2013), la memoria deviene de un sujeto situado y, a partir de Mèlich (2011), está edificada en la finitud de la vida humana, construida desde una herencia simbólica. La memoria entonces está asociada a la contingencia y estriba en la instalación del sujeto en el tiempo y el espacio. Así, Mèlich (2011), en la misma línea de Ricoeur (1986), señala que la memoria configura una identidad no sustancial, pero sí narrativa. La memoria opera en una secuencia temporal que involucra rememoración, anticipación y crítica, al enlazar pasado, presente y futuro. Es tarea para el maestro “ser el nexo entre lo viejo y lo nuevo, respetar el pasado —porque nunca se puede innovar del todo…— y respetar el futuro —la novedad y el cambio que cada recién llegado lleva en sí mismo—” (Mèlich, 2011, p. 77).
De esta manera, la memoria es totalmente necesaria para la reconstrucción del tejido social. De otro modo, ¿cómo podría una comunidad —para el caso rural— conservar su herencia simbólica? Además, ¿de qué manera los recién llegados a ese tejido podrían tomar iniciativa? Mèlich (2011) llama la atención, de acuerdo con a Arendt (1993), que siempre habrá algo de novedad en cada recién llegado al mundo. Es decir, cada nuevo sujeto que emerge en el tejido social puede llevar consigo la posibilidad de invención sin extinguir o amenazar lo existente. En términos de Arendt (1993), la educación está en crisis justamente porque no se ha ocupado de la natalidad, pues comprende que se ha venido al mundo para un comenzar permanente. Sin embargo, ese comenzar no puede hacerse al margen de la tradición.
En el caso rural, la educación ha de ocuparse de que el mundo no se invente con cada recién llegado y de que no se claudique el potencial revolucionario que en sí mismo contiene cada sujeto. En otras palabras, la educación está convocada a acompañar el desarrollo de la vida y la perpetuación de la tradición, pues “la crisis de la autoridad en la educación va muy estrechamente ligada a la crisis de la tradición, es decir, a la crisis que hay en nuestra actitud hacia el pasado” (Arendt, 1993, p. 51).
En últimas, “la memoria es tiempo, y lo es porque permite situarnos en la secuencia pasado-presente-futuro” (Mèlich, 2011, p. 79), tiempo representado, representación del tiempo y ante todo tiempo vivido. La memoria es experiencia construida con otros. Así, el maestro deberá posibilitar a niños, niñas y jóvenes situarse en las coordenadas temporales desde su propia experiencia, para renovar lo existente sin desconocer la tradición, ya que las “transformaciones no son absolutas, el futuro no está al margen del pasado” (Mèlich, 2011, p. 41).
Algunos de los relatos de los actores sociales, sobre todo de aquellos que podrían ser considerados recién llegados, hospedan el valor de conectar pasado, presente y futuro:
Memoria: entre recuerdo y olvido
La memoria, vista desde Mèlich (2013), no puede homologarse con recuerdo ni desligarse del olvido. Desde esta perspectiva, el filósofo español insiste en que no conviene recordarlo todo y mucho menos olvidarlo. La memoria se mueve en esta ambivalencia. En sus palabras, “una memoria sin recuerdo, una memoria que olvidará demasiado, es una mala memoria; pero una memoria que no olvidase nada, además de ser algo imposible, sería una memoria enferma, patológica” (p. 99). Con ello, él acentúa las tareas de selección, de interpretación y de transformación, propias del trabajo con la memoria, lo cual es un asunto inminentemente político y ético cuando se trata de memoria colectiva, pues ¿qué vale la pena rememorar? ¿Qué es necesario olvidar? Estas son preguntas coyunturales para el maestro rural o cualquier otro actor que procure acompañar el proceso de construcción de memorias compartidas, situación que aumenta su complejidad al enfrentar un conjunto de ruralidades atropelladas por la barbarie del conflicto armado, ruralidades despojadas, humilladas y heridas. Por su parte, Adorno (1975) señala que hay algo de monstruosidad en recordar, pero ese es el precio por pagar cuando se trata de evitar la repetición del horror.
Desde esta perspectiva, el maestro rural deberá exponer a los actores de las ruralidades la decisión política del olvido y el recuerdo. Debe examinar cuándo es necesario hacer la terapia del olvido, planteada por Mèlich (2011), y cuándo es inevitable rememorar. En ambos casos, es necesario que las comunidades rurales tengan claras las razones de estas decisiones colectivas, para evitar escollos como los descritos por Todorov (2002), en términos de “la sacralización, aislamiento radical del recuerdo y la banalización o asimilación abusiva del presente al pasado” (p. 195).
Así, la memoria no es buena ni mala, como concuerdan Todorov (2002) y Mèlich (2013). Para el primero depende de sus usos, mientras que para el segundo es inmanente a la ambigüedad humana. Al respecto, hay que posibilitar a las comunidades el acceso al pasado y de forma privilegiada coadyuvarles en la reconstrucción del que les es propio, tarea ineluctable en la reconstrucción del tejido social.
Todorov (2002) concluye su trabajo al indicar que “el recuerdo del pasado es necesario para afirmar la propia identidad, tanto la del individuo como la del grupo. Uno y otro se definen también… por su voluntad en el presente y sus proyectos de porvenir” (p. 199). A lo sumo, el trabajo con la memoria dependerá de las prospecciones de la comunidad rural, que ha de desconfiar de cualquier iniciativa que predetermine aquello que se debe recordar u olvidar. Por ello, el trabajo pedagógico con la memoria es poderosamente político y ético, además de operar en las márgenes de la revictimización y de la emancipación. Ya sea por exceso o precariedad de memoria, los efectos en los tejidos sociales pueden ser severos. En virtud de ello, el maestro rural —o cualquier otro actor que acompañe— debe considerar que
una pedagogía de la memoria… no es una pedagogía que obligue a recordar, sino una pedagogía que sostiene que el ser humano no puede renunciar al recuerdo, como no puede prescindir del olvido. En ocasiones el recuerdo es necesario, pero en otras es imprescindible una terapia del olvido. (Mèlich, 2006, p. 5)
Testimonio, narración y experiencia
La memoria está vinculada con el testimonio del ausente, de aquel que lega su historia para que otros puedan preservarla e incluso aprender de ella. Para Mèlich (2011), el testimonio es inseparable de la memoria, en tanto este es “la huella de un pasado que parece que ha sido borrado y del que se ha procurado que no quedara el recuerdo” (p. 93). Por lo tanto, el testimonio permite a las comunidades estar frente al ausente enlazar pasado y presente (Mèlich, 2006). El testimonio solo puede mostrarse, porque en sí mismo agota las formas del lenguaje. El testimonio refiere el silencio y allí es donde cobra mayor sentido, no para hablar por el que ya no puede hacerlo, sino para mostrar a los demás la experiencia que lo produjo.
En las propuestas de Mèlich (2006), el testimonio es para el maestro una posibilidad didáctica en términos de pensar una pedagogía de la memoria del horror. En consecuencia, para que en términos formativos el testimonio pueda exponer a los sujetos ante el ausente, “es necesario tener muy presente que hay ‘tres voces’ en la transmisión del testimonio que entran en danza: la de la víctima, la del testigo y la del maestro” (p. 121). Ciertamente, esta sería una tarea retadora para los maestros rurales, pues se debe evitar que cualquiera de estas voces tome el lugar de las otras. Solo en esa polifonía sería posible pensar en una formación que esté más próxima a una memoria simbólica que a una literal o histórica.
Para Mèlich (2006) estas memorias son totalmente distintas. La memoria literal —o histórica— inmoviliza los hechos en el pasado, mientras que la memoria simbólica se estructura sobre fundamentos éticos para convocar aquello que el pasado hospeda para el presente. Por ello, queda como compromiso repensar la categoría de memoria histórica, tan extendida en los discursos de posconflicto en el país.
En ese orden de ideas, cabría preguntarse: ¿cómo posibilitar la construcción de testimonios? ¿Cómo evitar que estos se perviertan en la reificación de la historia? Un posible punto de distensión tiene que ver con la experiencia que atraviesa al testimonio y que está estructurada desde una trama de sentidos simbólicos. En los trabajos de Mèlich (2013, 2014) es posible rastrear algunas ideas clave para comprender la experiencia, que en esencia es distinta a la vivencia, ya que la primera es subjetiva y se prefigura como trayecto de adentro hacia afuera; mientras que la segunda se circunscribe al interior. Dicho de otra manera, la experiencia acude a lo humano pero también a lo no humano. Es lo que hace al sujeto, pero también lo que lo deshace. Por ello, el mal es también una experiencia. Bajo esta mirada, la experiencia es un acontecimiento, al no ser programable y al irrumpir en la contingencia de la vida, que se extiende hacia el Otro. La experiencia requiere de un lenguaje para superar los límites del yo. En este punto subyace la narración como peripecia para que la experiencia emerja de sí y para que pueda ser radicalmente experiencia. Un buen ejemplo de testimonio es el del siguiente actor social:
A partir de estos testimonios se confirma el poder narrativo de la vida humana, el cual relata no solo historias, sino sentimientos y emociones, al mostrar el dolor y el sufrimiento. En consecuencia, la narración configura a los sujetos como homo narrans (Mèlich, 2011). En virtud de esta condición, se posibilita el lenguajear sobre la experiencia, mientras se apela a lo sensible, a lo singular y a lo que no puede encuadrarse bajo reglas. No en vano, Ricoeur (1986), influido por la hermenéutica, habla de identidades narrativas para sugerir la posibilidad de ser uno mismo como otro en la trama de tiempo histórico y tiempo ficción.
En resumen, los maestros rurales se ven expuestos al desafío de recuperar, instaurar y sistematizar testimonios. Su propia experiencia en la ruralidad podrá ser testimonio si se distancia de una noción ejemplificante. En cualquier caso, el maestro está convocado desde las propuestas de Mèlich (2013) a establecer posibilidades de formación desde el testimonio que, más allá de la prescripción, buscan transferir la experiencia de la ausencia, no para que sea ejemplo, sino para que sea herencia. Así, esta formación ha de
mostrar el dolor del otro, un dolor que no es ni el del testigo ni el del receptor del testimonio, sino el de la víctima. El testimonio pretende mostrar que este dolor sigue vivo y que merece ser, en lo posible, recordado. (Mèlich, 2013, p. 178)
La esperanza como sentido de la memoria
Para Mèlich (2011), “la esperanza es un elemento esencial a la memoria. Sin la esperanza la memoria está muerta, sin la memoria la esperanza está vacía” (p. 83). Según estas premisas, debe pensarse que el trabajo con la memoria en los contextos rurales requiere encauzarse en favor del anhelo y del deseo, puesto que la humanidad sin esperanza estaría condenada al fetichismo de lo pragmático (Mèlich, 2011). De esta forma, la esperanza hace posible la movilización social. Al estar conexa al deseo, la esperanza que se explaya en la memoria posibilita que se persiga la utopía y hace posible la capacidad de agencia y resistencia, pues, en razón de la memoria de experiencias del mal, las comunidades rurales podrían encontrar la fuerza creadora y renovadora que señalaba Adorno (1975) cuando se hace cara a la barbarie y se desestructura la frialdad humana.
Las voces de los actores, tras cuatro años de trabajo comunitario, revelan el poder esperanzador cuando el tejido social se ve fortalecido.
Ahora bien, Mèlich (2013) sostiene que la memoria hilvanada desde la esperanza articula tres acontecimientos: la herencia, el perdón y la nostalgia. Una vez puntualizadas algunas ideas sobre el primer acontecimiento y claros los escollos de la sacralización y banalización de los recuerdos, se hará hincapié en el perdón. Según Ricoeur (1986), la memoria permite aproximarse al perdón que, si bien tiene múltiples formas y tipos, no espera retribución, sino que se establece como donación y no como imperativo. De hecho, tanto Ricoeur (1986) como Mèlich (2011) convocan a Derridá para puntualizar que solo puede hablarse de perdón cuando se ejerce sobre lo imperdonable, allí donde las leyes de la razón se agotan.
De este modo, es estrafalario pensar que los procesos de memoria histórica propuestos en el país estén abocados al perdón, cuando solo pueda ser construido en el marco de la peculiaridad de los recursos simbólicos que entretejen la subjetividad humana, es decir, el perdón no se exige ni se prescribe. De este modo, es plausible articular el perdón a la memoria, pero no puede esperarse que la memoria traiga consigo de modo imperativo el perdón. Incluso Mèlich (2013) plantea que el trabajo de la memoria puede acrecentar el odio y el deseo de venganza, de ahí que existan
una “memoria que salva” y una “memoria que mata” o, en otras palabras, un buen uso y un mal uso de la memoria, una memoria que humaniza y una memoria que deshumaniza. La memoria, como todo lo humano, es ambigua. (Mèlich, 2006, p. 118)
De acuerdo con lo anterior, volver sobre la experiencia del mal siempre será un reto para la memoria colectiva que desde la escuela rural pueda impulsarse. Sin embargo, la sensibilidad del maestro rural juega un papel determinante en esos procesos. Esto es, en convertir la memoria en esperanza y en hacer lo que Orozco (2020) denomina catarsis de la historia, al afirmar que “el 82 % de los adultos y 64 % de los jóvenes indicaron que a través de los procesos comunitarios, derivados de la escuela experimentaron como si las cargas se aliviaran” (p. 21). Este hallazgo concuerda con el estudio de Bautista y González (2019), quienes afirman que los maestros rurales requieren de habilidades especiales para gestar dicha catarsis y hacer frente a estas vicisitudes.
Sumado a lo anterior, Mèlich (2011) considera que el trabajo del maestro es cercano al del poeta, en cuanto al anhelo de dar y darse al Otro, al conservar la esperanza y ser testimonio, más no ejemplo. Es este mismo maestro quien, en la investigación analizada, pudo consolidar “una educación esperanzadora, que pemitiera a los actores participantes como investigadores, reivindicarse como sujetos de derechos, sujetos con voz y con acción, coincidiendo aquí con algunos presupuestos de la pedagogía liberadora de Freire” (Orozco, 2020, p. 115).
Conclusiones
El maestro rural es un actor social que ingresa al tejido social de las comunidades rurales y al que, por la tradición de la escuela rural —al ser la única presencia estatal—, se le confiere un liderazgo comunitario conexo a la posibilidad de impulsar procesos de reorganización social. En ese sentido, el trabajo con la memoria colectiva es una de las posibilidades de fortalecimiento de este tejido. También debe anotarse que el proyecto educativo, desplegado en la IAP aquí analizada, no solo estuvo enmarcado en la memoria, sino también en la organización y creación de grupos, en el acercamiento a manifestaciones artísticas y culturales —danzas, teatro, trova, entre otros— y en la formación en proyectos productivos y de aprovechamiento de las riquezas naturales.
En particular, el trabajo con la memoria es una potente oportunidad para reconstruir los tejidos sociales de las comunidades rurales, puesto que posibilita el fortalecimiento comunitario tras instaurar experiencias, recuerdos y olvidos compartidos, los cuales, según Todorov (2002), están asociados a la estructuración de identidades personales y colectivas.
Además, el trabajo con la memoria, si bien expone la monstruosidad de lo sucedido (Adorno, 1975), favorece una especie de catarsis de la historia (Orozco, 2020). No obstante, habrá que ser cuidadosos con los usos de la memoria, como llama la atención Mèlich (2013), pues, en virtud de su ambigüedad, puede desencadenar nuevamente la experiencia del mal. En este contexto, el filósofo español es enfático en que la memoria no inmuniza a los sujetos contra el mal, pero posibilita que la experiencia humana de los ausentes se mantenga viva en las comunidades, lo cual acerca a los sujetos a una relación ética con ellos mismos, con el Otro y con lo otro.
La sensibilidad del maestro rural es fundamental para acompañar a los actores sociales en el encuentro con la barbarie. Esta sensibilidad está vinculada con la pasión por la palabra, con la donación que hace el maestro de sí, con la capacidad de acogida y con la hospitalidad para extenderse a los otros (Mèlich, 2003, 2011). Además, el maestro rural tiene una disposición especial para crear relaciones educativas profundamente éticas que superen la reducción del Otro al lenguaje categorial de “persona” (Mèlich, 2014). En síntesis, los rasgos personales y actitudinales del maestro rural juegan un papel fundamental en el uso emancipador de la memoria.
Asimismo, el trabajo con la memoria exige el reconocimiento de las posibilidades creadoras y recreadoras de la narración humana. Justamente allí pueden instaurarse testimonios para el encuentro con los ausentes, con aquellos que tienden a ser borrados y merecen ser rememorados por las comunidades. El abordaje de los testimonios es una experiencia formativa que demanda un trabajo didáctico, de modo que se conserven las voces del testigo, de la víctima y del maestro, además de permitir el acceso al sufrimiento del ausente (Mèlich, 2006). Hacerlo puede estimular el desarrollo de posturas éticas respecto a la condición humana que requieren desestructurar marcos morales donde habita la crueldad, para instalar posibilidades de respuesta compasiva hacia quien sufre, es decir, hacia el Otro o lo otro (Mèlich, 2014).
El trabajo con la memoria es también un escenario para legar la herencia simbólica a los recién llegados (Arendt, 1993), una herencia de las comunidades rurales que está en crisis y que se ha subordinado por las ideologías dominantes, donde la educación rural se reduce a tasas de cobertura y calidad cuantificada mediante pruebas estandarizadas. En esta lógica, poco interesan los saberes cotidianos y populares de las comunidades rurales, así como la memoria colectiva del horror. Esto lleva a la necesidad de repensar los currículos oficiales que convierten ciertos contenidos de la cultura en saberes hegemónicos y que, al penetrar en las comunidades sociales, desconocen y supeditan su riqueza simbólica. En efecto, “saldar la deuda con el campo”, como consigna de la Misión para la Transformación del Campo, no puede hacerse al margen de lo radicalmente humano.
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1 Artículo de reflexión asociado a procesos de formación doctoral Universidad de San Buenaventura, Seccional Medellín. Además, es derivado del proyecto de investigación Fortalecimiento del tejido social de una comunidad rural, a partir de un Proyecto Educativo Institucional (PEI), mediante el despliegue de una la Investigación Acción Participativa (IAP).
2 Codificación usada para el procesamiento de la información y que en este artículo se utilizan para proteger la identidad de los actores sociales. GR significa Grupo de Referencia, técnica de investigación usada en el marco de la IAP y semejante al grupo focal. Los códigos 1-9 son de los grupos de referencia (2011) aplicados en la fase inicial de la investigación. Los códigos 11-19 son de los grupos de referencia (2015) de la fase final o de cierre.
3 Término usado coloquialmente en Antioquia para referirse a los alimentos dentro de la jerga local