ISSN 2216-0159 e-ISSN 2462-8603
2023, 14(36), e14743
https://doi.org/10.19053/22160159.v14.n36.2023.14743
Educación y Filosofía del lenguaje popular.
Una historia de prohibiciones, deformaciones e inclusiones
Daniel Carlos Berisso1
Universidad de Buenos Aires
beridani@gmail.com
Resumen
La metodología y la línea argumentativa del presente texto responden a un interés filosófico. Los cruces con la lingüística y los estudios de género que contiene no son su principal objetivo. Al servicio de una perspectiva hermenéutica y crítica, aquí se analizan algunas fuentes históricas de la prohibición del lunfardo en la radiofonía argentina (1933-1953) con el objetivo de comparar dicho suceso con la actual prohibición del lenguaje inclusivo en las escuelas de la Ciudad de Buenos Aires. Se trata, entonces, de delimitar el sentido y alcance de dichas prohibiciones, de establecer filosóficamente sus profundas diferencias, así como de visibilizar la eventual convergencia de ambas censuras en los intentos oficiales de desactivar posibles usos lingüísticos contrahegemónicos.
Palabras clave: lenguaje, prohibición, inclusión, deformación, argot
Education and Philosophy of popular language. A history of prohibitions, deformations, and inclusions
Abstract
The methodology and the line of argument of the present text respond to a philosophical interest. The crossings with linguistics and gender studies that it contains are not its main objective. In the service of a hermeneutic and critical perspective, some historical sources regarding the prohibition of the lunfardo slang in Argentine radio (1933-1953) are analyzed with the aim of comparing this event with the current prohibition of inclusive language in the schools of the City of Buenos Aires, Argentina. The aim, then, is to delimit the meaning and scope of such bans, to establish their profound differences in a philosophical manner, as well as to make visible the eventual convergence of both censorships in the official attempts to deactivate possible counter-hegemonic linguistic uses.
Keywords: language, prohibition, inclusion, deformation, argot
Educação e Filosofia de linguagem popular. Uma história de proibições, deformações e inclusões
Resum0
A metodologia e a argumentação deste texto respondem a um interesse filosófico. Os cruzamentos com a linguística e os estudos de gênero nele contidos não são seu principal objetivo. Servindo a uma perspectiva hermenêutica e crítica, são analisadas aqui algumas fontes históricas da proibição do lunfardo no rádio argentino (1933-1953) com o objetivo de comparar esse evento com a atual proibição da linguagem inclusiva nas escolas da Cidade de Buenos Aires. Trata-se, então, de delimitar o sentido e a abrangência dessas proibições, de estabelecer filosoficamente suas profundas diferenças, bem como de tornar visível a eventual convergência de ambas as censuras nas tentativas oficiais de desativar possíveis usos linguísticos contra-hegemônicos.
Palavras-chave: linguagem, proibição, inclusão, deformação, gíria
Y es bandera
No norma
No paradigma de la corrección
Ni rae
Aguante todes
Si molesta tanto será por algo
Elena Berruti
Aquí me pongo a cantar
Al compás de la villera
Que al guacho que lo desvela
Una pena extraordinaria
Cual camuca solitaria
Con la kumbia se consuela
Oscar Fariña
Con el presente texto no pretendo posicionarme en el área de la lingüística; tampoco persigo la vía –frecuentada hasta el exceso– de la enmarcación en los actuales estudios de género. Mi intención es trazar un puente filosófico, no exento de referencias históricas, entre la prohibición del lunfardo1 en la radiofonía argentina (1933-1953) y la actual prohibición del lenguaje inclusivo en las escuelas de la Ciudad de Buenos Aires2. Se trata, entonces, de delimitar el sentido y alcance de dichas prohibiciones, de establecer filosóficamente sus profundas diferencias, así como de visibilizar la eventual convergencia de ambas censuras en los intentos oficiales de desactivar posibles usos lingüísticos contrahegemónicos. Elijo, tal vez arriesgadamente, empezar el artículo con un imaginario relato de clase en primera persona:
Ante tamaño desafío, debe mediar una confesión de mi parte, por la cual me asumo como un progresista bastante “retro”. Tal vez me quepa ese mote –el de “progresista”– en consonancia con el uso que Paulo Freire da a dicho adjetivo. Preferiría, por lo tanto, no asumir el perfil del pequeñoburgués al que con sorna se le aplica el sobrenombre “progre”. No obstante, y para demostrar a mis alumnes que también puedo moverme en aguas gramaticales más actuales, elegí abrir la jornada de estudios con un –tal vez inesperado– “¡buen día chiques!”. No es normal que me ponga nervioso en las aperturas de curso, pero esta vez algo sucedió en mi interior, cuyo resultado fue el imprevisto agregado de una “n” entre la “e” y la “s”, con lo cual la expresión no fue “chiques” sino “chiquens”. Puede que alguien se haya sonreído, quizás por compromiso, ante el presunto chiste. Lo cierto es que pasó de largo, tal vez, quedando como un destello irónico o un recurso de modesta jocosidad para enfrentar el hielo del primer acercamiento. Ya en casa, recapacité sobre mi acto fallido que claramente linkea con el término “chickens”, en inglés, que significa “pollos”. Por un lado, advertí, puede dar muestras de un precoz estímulo de mi parte: les estaba diciendo que ya eran mis verdaderos discípulos, es decir, qué eran “mis pollos”. Pero también, de acuerdo con un modismo mucho más actual, asoma una interpretación amarga e inquietante: chiques, conmigo “son pollos”, esto es, van camino “al muere” o “están en el horno”3.
Esta anécdota, de visos grotescos, ya arroja luz sobre aspectos claves de la diferencia entre el lunfardo y el lenguaje inclusivo, es decir: entre la hospitalidad como devenir gramático y la lunfardía como acontecimiento esencialmente provocador. Me interesa dilucidar cómo ambas modalidades le “hacen ruido” a la lógica de poder, y cómo lo hacen de un modo bastante diferente. Es conveniente advertir que el término “lunfardo” ya se ha oficializado y ha envejecido lo suficiente como para que el vocablo adecuado a intereses más actuales sea el genérico “argot”, incluso, en referencia a una pluralidad de dialectos marginales y no a una manifestación única. Además, entiéndase que con ello no se hará una referencia puntualmente empírica a un fenómeno o fenómenos propios del Río de la Plata y sus alrededores, sino que se pretende abarcar un radio fenomenológico tendiente, de algún modo, a iluminar posibles notas constitutivas de toda jerga popular-marginal. Para cumplir con lo anticipado, considero importante introducirse en la etimología del término “lunfardo”, dado que su estrecha relación con la delincuencia –en la actualidad hablamos de “argot tumbero”4– es por demás elocuente a la hora de emprender una reflexión ético-política sobre tales lenguajes. Reflexionaré, más que nada, sobre fuentes históricas de la prohibición de la jerga en la radiofonía argentina5, e iré avanzando sobre aspectos morfológicos, éticos y políticos, conforme al objetivo señalado.
Biografía legal de un lenguaje ladrón
El término “lunfardo”, vinculado a la atmósfera cultural del tango, tiene su origen en el gentilicio “lombardo” (Fraga, 2006), de Lombardía, región del norte de Italia que ilustra gran parte de la procedencia de la tardía ola inmigratoria –entre 1880 y 1910– hacia el Río de la Plata. Se trataba de inmigrantes pobres que poblaron los suburbios de Buenos Aires, que afrontaron persecuciones por razones políticas y/o policiales por formar parte de lo que la burguesía porteña observó como el renovado rostro que adoptaba la “barbarie” (Roig, 2011, p. 73). Se asoció la procedencia lombarda a cierta tradición histórica, según revela Fraga (2006), de los lombardos como “prestamistas o usureros”, la cual data del siglo XVIII (p. 27). Con ello, la carátula de “lunfardo” quedó como deformación local del término “lombardo” para referirse al universo del hampa y al idioma de la delincuencia. El registro temprano de esta asociación puede hallarse en las primeras crónicas y análisis de la jerga rioplatense, que proceden de escritores enrolados en el mundo penitenciario, tales como Benigno Lugones y Luis María Drago. En esta línea, como destaca Fraga (2006), merecen referencia especial El idioma del delito (1984), de Antonio Dellepiane y Memorias de un vigilante (1897), de José S. Álvarez (Fray Mocho).
Si se retoma el hilo filosófico más influyente de la cultura occidental, puede verificarse un nítido contraste axiológico entre lo esencial y lo bastardo. Lo primero es lo puro, bello y en sí mismo bueno; lo bastardo, en cambio, da cuenta de esas rarezas poco digeribles, de la mezcla o la heterogeneidad que suelen molestar a los espíritus “pulcros”. Si nos remontamos al mundo griego antiguo, lo más parecido a la condición de ser bastardo podría hallarse en el carácter de “dionisíaco”; y recuérdese que –precisamente– Dionisos era un hijo bastardo de Zeus, esto es: bastardo, extranjero y abandonado. La relación entre bastardía, extranjería y barbarie es verificable al interior de la tradición clásica. Recuérdese que la expresión “bárbaro” procede del griego βάρβαρος, aludiendo literalmente a quien balbucea o habla mal. Tanto los griegos como los romanos utilizaron dicho término para referirse a los extranjeros que, como tales, hablaban mal la lengua oficial y, por lo tanto, eran considerados “inferiores”, esto es, carentes de cultura o con una cultura inferior. De más está aclarar que lo bastardo y lo bárbaro comparten la condición de lo ilegal, o de lo que no está formalmente aceptado, tanto en el orden humano como en el orden divino. De ahí que lo bastardo y lo bárbaro conformen el estigma de lo que debe ser abandonado, expulsado o repelido, pues su sola mención es sinónimo de descontrol –de caos–, de amenaza contra un cosmos organizado, bueno y bello.
No obstante, la asociación de Dionisos con el concepto de “barbarie” no aparece en Nietzsche, quien más bien articula las nociones de “barbarie” y “civilización” en sus primeras consideraciones intempestivas, oponiendo a esta falsa antinomia los ideales de “cultura” y de “educación estética”:
El saber muchas cosas y el haber aprendido muchas cosas no son, sin embargo, ni un medio necesario de la cultura ni tampoco una señal de la cultura y resultan perfectamente compatibles, si es preciso, con la antítesis de la cultura, con la barbarie, es decir, con la carencia de estilo y con la mezcolanza caótica de todos los estilos (Nietzsche, 2015, p. 38)
Como muestra A. Roig (2011, p. 90), la apropiación positiva del concepto de “barbarie” por un considerable sector de la intelectualidad argentina, entre los años 1930 y 1975, tiene como claro exponente a Rodolfo Kusch. Y es Kusch, citando a Nietzsche, quien realiza explícitamente esta asociación en La seducción de la barbarie (1953/2000b).
En idéntica dirección, en De la mala vida porteña (1966/2000a) –obra surgida en formato radiofónico– Kusch decide ir al rescate de la “malicia” plebeya del campo y de los arrabales, frente a la maldad sistémica de los cuarteles y los escritorios. La sociedad represiva, a poco de ser sacudida por las revueltas del Mayo Francés, en el discurso más local y pueblerino de Kusch adquiere la denominación de “ficción ciudadana” (2000b, p. 58). Y a esta ficción se le opone el “demonismo vegetal americano” que con su estilete “deforma”, esto es, altera las formas “buenas y bellas” que encubren la maldad de las luces, los escritorios y los cuarteles.
Entre la ficción y la realidad se abre un abismo insalvable. Es la misma escisión que existe entre lo dionisíaco y lo apolíneo establecida por Nietzsche, aunque rebajada en su extensión y en su valor. (2000b, p. 59)
De sus consideraciones sobre el argot y la vida porteños, puede extraerse que el “demonismo” –dionisíaco– al que alude Kusch, no busca “lo real” en la vertiente de un indigenismo puro. Más bien, parece relacionarse con la hibridez y la contaminación babélica de los suburbios que, si bien se emparenta con la “profundidad” del mundo indígena, carece de la medida de la pureza como criterio de lo auténtico o lo esencial.
Suele ser difícil establecer una vara moral entre lo que es oficial y lo que no lo es. Las formas que dieron origen al lunfardo describen clandestinidades, muchas de ellas auténticamente oprobiosas. Son pocas las expresiones lunfardas que se nutren de las lenguas indígenas, arrasadas por la gramática española. De igual modo, el argot molesta a los puristas del habla castiza, como sabe molestar la partícula extraña que no logra ser expulsada del cuerpo. El atrevido dialecto se construyó principalmente a partir de deformaciones locales del idioma italiano. No obstante, tal como se extrae de la investigación de Fraga, se nutrió también del argot du milieu, de los proxenetas franceses, del caló, de los gitanos españoles, y de la influencia de portuguesismos y argentinismos varios (Fraga, 2006, p. 36).
Puede historiarse brevemente el malestar ocasionado ante dichas deformaciones. Según Anderson (1997), una de las notas distintivas de la modernidad reside en la superación del esencialismo lingüístico del mundo antiguo –el del latín para la cristiandad, por ejemplo– en beneficio de las lenguas vernáculas. De ahí la insistencia de pedagogos modernos, como Comenio (1592-1670), en ampliar el alcance de la educación, superando el limitado círculo de las Linguae Sacrae. Con el surgimiento de las nuevas naciones, se cristaliza un concepto estrechamente europeo de la nacionalidad como algo ligado a una lengua de propiedad exclusiva (Anderson, 1997, p. 103). Por supuesto que este “exclusivismo” de la lengua, en el caso de una nación surgida de un acto colonial, se traslada a la exclusividad de la Gramática castellana de Antonio Nebrija, publicada en 1492, tres meses antes de la llegada de la flota de Cristóbal Colón a América. Es decir, la nacionalidad se basa, ya no en la lengua de una madre nacida en territorio de Abya Yala6, sino en la lengua de una “Madre Patria” venida de un lugar foráneo, si es observado desde nuestras raíces telúricas. Es por ello que los nacionalistas-hispanistas operaron una curiosa dislocación de conceptos, tales como “bárbaro”, “bastardo”, “foráneo” o “extranjero”. Las lenguas indígenas, si bien eran locales y por lo tanto no foráneas, empezaron a jugar un rol parecido al de las lenguas extranjeras, ya que sus hablantes –los indios– eran, con respecto a la Gramática de Nebrija, balbuceantes e “incultos”, es decir: “bárbaros”. A su vez, los criollos hispanistas descendían de una lengua invasora o foránea, asimilada no obstante como el acervo lingüístico más nuestro: lo nacional. De esto se deriva que las formas telúricas hayan sido despreciadas como “inferiores” y las deformaciones dialectales de los inmigrantes, condenadas como bastardas y/o barbarizantes. No resulta ahora difícil entender la valoración de conjunto que realiza Kusch del mundo aymara y el submundo del lunfardo; dos realidades bastante ajenas entre sí, si no se comprende el particular concepto de “barbarie” que defiende este autor.
En el marco de la paradoja que devalúa lo propio del suelo local y exalta la tradición hispana –devenida “nacional” mediante conquista– Kusch adopta un nacionalismo opuesto a los valores hispanistas, según el cual el horizonte indígena y el lunfardo se trenzan en curiosa fusión. La hibridez, entonces, se manifiesta como concepto superador de la noción de “pureza”. De ahí que Kusch no rechaza –por supuesto– al español, sino que más bien le incorpora un concepto de gravidez o peso, basado en la incidencia de la “deformación” (Kusch, 1991, p. 15), por encima de la pretensión fundamentalista de los hispano-nacionalistas, defensores de la “limpieza” –de la pulcritud apolínea– de un castellano incontaminado.
Mucho antes de la reacción populista de fines los años 40 –desde los albores del siglo XX– vemos madurar esa ampliación de la categoría de “bárbaro” que, sin dejar de referirse al indio, se traslada hacia el inmigrante plebeyo. Así, en 1909 se publica La restauración nacionalista, ensayo en el cual el hispanista Ricardo Rojas arremete furiosamente contra la inmigración y su jerga disolvente de la “unidad nacional” (Fraga, 2006, p. 36). En la misma línea de la defensa del perfecto español, como lenguaje exclusivo de la nacionalidad argentina, se expresa el escritor Leopoldo Lugones, quien apunta contra la influencia del habla bastarda, sobre todo en el ambiente de la música popular (Carozzi, 2019). Es notorio su rechazo a las formas groseras del cancionero porteño en su difundida caracterización del tango como “reptil de lupanar injustamente llamado argentino”7. Es claro que estos sectores que atacaban a los extranjeros proletarios, “de abajo”, eran entusiastas defensores de la extranjerización “por arriba”, ya que apoyaban a los grupos dirigentes de la oligarquía local aliada a los intereses de las naciones imperialistas.
En coincidencia con este imaginario cultural de desprecio y racialización de los actores plebeyos, por parte de las clases dominantes, estaban dadas las condiciones para la proscripción del lunfardo, cuyas bases comienzan con el Reglamento de Radiocomunicaciones de 1933. La puesta en práctica del cumplimiento riguroso de dicha reglamentación, que prohibía el uso público del lunfardo, se lleva a cabo recién en 1943, bajo el gobierno de facto del general P. Ramírez; con el argumento de la “solvencia moral” del lenguaje radiofónico, se condenaba cualquier uso del lenguaje “(…) que desfigure sistemáticamente el idioma nacional, so pretexto de retratar ambientes campesinos y de arrabal” (Fraga, 2006, p. 49). La prohibición, ante la resistencia de artistas e intelectuales de la cultura popular, fue gradualmente dejada sin efecto entre 1949 y 19538, en el marco del mandato presidencial de J. D. Perón. Debe considerarse que unos de los artífices más influyentes en la interdicción del dialecto porteño fue Gustavo Martínez Zuviría –cuyo seudónimo era Hugo Wast– escritor hispanista, de reconocida filiación falangista y antisemita, quien estuvo a cargo del Ministerio de Educación, durante la mencionada dictadura de P. Ramírez.
Es cierto que todo aquello que es prohibido puede considerarse “virtuoso” en comparación con lo defectuosos que resultan los sectores que lo prohíben. Sin embargo, el razonamiento acerca de la aceptabilidad sin reservas de un fenómeno, a partir de la mira puesta en la maldad de sus enemigos, dista de ser un recurso infalible. Por lo pronto, hay que afirmar que el lunfardo, como sucede con toda jerga popular, no era ni pretendía ser moralmente bueno. La malicia de los arrabales suele ser más seductora, empática y redimible que la exclusión y el racismo disimulados en el perfecto castellano de los opresores. Sin embargo, no se trata de incurrir, en rechazo de la “perversidad de guante blanco”, en la romántica celebración del argot y la “cultura” de la calle. Tampoco se trata de condenar al lunfardo sin aceptar su polisemia, su naturaleza ambigua y contradictoria.
Como ha sido dicho, ni el dialecto popular ni su entorno cultural abrigaban la pretensión de ser política o moralmente correctos, sino más bien todo lo contrario. Hay muy respetables estudios acerca del tango y su atmósfera, de los que se extrae que el baile nació como burla del blanco nativo hacia el negro (Carretero, 1964, p. 46). Las investigaciones de V. Rossi (1926)9 al respecto dan cuenta de la inclemencia presente en la ironía del lenguaje orillero. Usos como el de “gallego” o “ruso” para referirse a españoles o judíos, destilan un aire que oscila entre lo cariñoso y lo despectivo. Por otra parte, en una cavilación menos empírica y más filosófica, cabe reflexionar acerca del lunfardo ya no como “lenguaje de los ladrones”, sino como “lenguaje ladrón”. En efecto, puede considerarse que toda jerga popular cumple el rol simbólico del “ladrón”; dado que se relaciona directamente con lo que asalta desde el inconsciente; con aquello que ataca por la espalda, profanando el templo de la buena consciencia y sus usos lingüísticos permitidos. El inconsciente es atrevido, es traidor, nos toma por asalto. De este modo, como fenómeno asociable al origen inconsciente de la jocosidad, la jerga popular, siempre animada por giros grotescos y burlones, comparte con el chiste ese carácter entre inocente y tendencioso que Freud (1991) descubre en su preciso análisis del humor en general.
Descontrol, control progresista y gasto psíquico
A diferencia del lenguaje inclusivo, que bien puede asociarse al control consciente y crítico de los usos genéricos –en masculino– propios del español oficial, el dialecto popular puede identificarse con el descontrol o la enunciación que –sin pretensión ética o política explícita– está estrechamente aliada a la lógica del inconsciente. De este modo, al igual que, como según Freud, sucede con el chiste, del lunfardo deviene un placer que es producto del “ahorro del gasto psíquico”, es decir, de la baja en gastos de inhibición o sofocación de nuestras pulsiones (Freud, 1991, pp. 114-115). Está claro que la corrección, tanto en su aspecto gramatical como en su correlato moral, conlleva una poderosa carga represiva sobre las mociones más primarias, que la vuelven psicológicamente muy costosa. Ya sea para cumplir con la “buena letra” que reclaman los sectores del poder como para modificar letras o dicciones tradicionalmente consagradas, la consciencia debe intervenir, por derecha o por izquierda, estableciendo pautas de mayor o menor rigor. La jerga popular, en cambio, es orillera también en el sentido trascendental de que “orilla” el bien y el mal, y coquetea con ambos, sin quedarse definitivamente con ninguno.
Cabe establecer que, como sucede con el chiste, el habla popular brota de un ingenio que sabe dialogar con el absurdo o el disparate. Y si el absurdo o el disparate rompen los cerrojos de la consciencia, introduciéndonos en las zonas más profundas de nuestro espíritu, no es de extrañar que Kusch proyectara en el lunfardo buena parte de sus expectativas acerca de la identidad profunda del ser rioplatense: “Cada palabra especialmente si pertenece al lunfardo, arrastra consigo lo que realmente pensamos del mundo y del hombre” (Kusch, 2000a, p. 323). Sin forzar demasiado su significado, puede descomponerse el término “conciencia” en el complemento circunstancial “con-ciencia”, es decir: lo que tiene o cuenta con la ciencia. Y como Kusch denuncia el cientificismo que ha colonizado las mentes locales y hegemonizado la vida académica, en esa línea –y sin que esto deba interpretarse como un bruto elogio de la irracionalidad– deben registrarse los siguientes agregados:
Nuestros intelectuales pertenecen a una clase que vive una vida segregada (…) y la ciencia les sirve para asumir una vida pontifical y heroica, con la cual encubren en el fondo un amargo desarraigo y una total falta de compromiso con la realidad. (Kusch, 2000a, p. 323)
Salvando la considerable distancia que separa a Kusch del padre del psicoanálisis, puede trazarse un paralelo entres sus respectivas sospechas. La primera expresa una idealizada apología del dialecto popular; la otra, entre irónica y analítica, hace el elogio del chiste y su apertura al disparate. Examínese este pasaje de Freud:
Con el alegre disparate del Bierschewfel [se refiere al discurso jocoso] el estudiante procura rescatar para sí el placer de la libertad de pensar que la instrucción académica le quita cada vez más. (Freud, 1991, p. 121)
La denuncia de Freud pone el foco en el “placer de la libertad de pensar”; la crítica de Kusch pone en valor los usos dialectales, en el nivel del arraigo y la liberación, frente al dominio eurocéntrico. En ambos, no obstante, habita una sospecha parecida que arremete contra los protocolos del decir académico y denuncia un brutal “retorno de lo reprimido”. Pues, para ambos, la razón occidental, tal como Freud lo admite de manera expresa, también suele actuar como “fábrica de monstruos”10.
Sin embargo, la jerga popular –tal como la entendemos– está lejos de eludir las faltas o las monstruosidades. No es su objetivo. Si alguien, por ejemplo, intentase hacer bullying a otro u otra, utilizando el actual lenguaje inclusivo, su acto lingüístico carecería de validez. La gramática empleada caería en contradicción lógico-semántica y, fundamentalmente, en contradicción performativa, si se tiene en cuenta la dimensión pragmática de su acto de habla. No sucede eso con la jerga popular, de cuya inventiva afloran piropos, algunos inocentes, otros maliciosos, y brotan desde las bienvenidas más cálidas, hasta las más cruentas e injustas maldiciones. Con la gramática inclusiva, el hablante se esmera en el control consciente, en aras de una ganancia en términos de igualdad; con el lunfardo, en cambio, se opera la torsión a menudo inconsciente del lenguaje, con la mira puesta exclusivamente en la expresividad. Es por eso que el considerable gasto psíquico de la primera se halla notablemente rebajado en el caso del segundo.
No abundaremos demasiado en esta comparación que merecería una reflexión más extensa. No obstante, no se quiere señalar aquí que la pretensión lingüística de igualdad no sea popular, ni que las jergas populares no la incluyan. Se alude más bien a que el modo de “inclusión” –del lunfardo, entre otros dialectos– se mueve en un intersticio, es decir, en una suerte de dialéctica hostis-hospes, entre hostilidad y hospitalidad (Cacciari, 2001, p. 130). El señalamiento de esta tensión, siempre irresuelta, no disimula un trasfondo comunitario que nos abriga, sin que esto implique la tensa obediencia a pautas progresistas de reconocimiento. De este modo, la jerga popular nos hace sentir incluidos –en confianza– al modo de cuando nos sentimos alojados en el tuteo, y expulsados en el “trato de usted”, más allá de que dicho hogar lingüístico sea el código en que se profieren los insultos más duros.
La conjunción entre lo que altera la norma de la Real Academia y la potencial hostilidad con el o la alter, hace que la jerga popular –el lunfardo, en este caso– pueda ser atacada por derecha y por izquierda. Los argumentos son muy distintos, como sucede en el caso de las respectivas prohibiciones –por parte de la derecha– del lunfardo y del lenguaje inclusivo. Con respecto a lo primero, hay que decir que el literalismo, es decir la sujeción incondicional al sentido unívoco de letras y expresiones, puede ser un recurso resistente si se lo adopta como estrategia política, es decir, por fuera de toda ingenuidad principista. Considérese el siguiente ejemplo: la expresión “quilombo”, de origen africano, ha adoptado en la jerga popular rioplatense un desliz semántico peyorativo, proveniente del ámbito de la delincuencia. Se la asocia a “caos”, “conflicto personal o grupal”, y ha sido y es todavía usada para referirse a los prostíbulos donde se esclaviza a las mujeres, todas acepciones negativas. Dicho uso invierte el sentido original del término que muestra el valor positivo de la palabra, dado que nombra a las comunidades de resistencia contra el dominio blanco –también denominadas “palenques”– fundadas en el Brasil por aquellos negros que escapaban de las haciendas donde eran sometidos a trabajo esclavo. En esta línea, tanto un defensor del castellano puro –Martínez Zuviría o Leopoldo Lugones, por ejemplo–, como un progresista celoso ante una etimología que revela derivas racistas, coincidirían en la censura del término, al menos en lo que respecta a su uso habitual. Lo mismo puede ocurrir con ciertos chistes, canciones o expresiones del habla popular que –si bien por motivos opuestos– confluyen en escandalizar tanto a la moral y las buenas costumbres burguesas, como a una ética de principios socialistas e igualitaristas. Desde una estrategia micropolítica progresista, considero que siempre debe ser bienvenido el “efecto de consciencia” derivado de tal suerte de reflexión sobre los usos coloquiales. Es valioso abrirse críticamente a la connotación de expresiones y chistes, siempre y cuando no se pierda el registro propiamente estético de estos fenómenos, es decir, su natural polisemia, en general, puesta al servicio de sublimar la hostilidad en un logro expresivo y –por lo tanto– no violento. Con esto último, quiero decir que la izquierda gana poco asumiendo el lugar de un comisariato que estimula sin matices la censura de términos y producciones de carácter popular.
Es notorio que el lenguaje popular, acunado en atmósferas marginales como las del tango, el rock, la cumbia o el rap, el mismo que emerge de vivencias oscuras como la prostitución, la delincuencia o la droga, tarde o temprano es “incorporado” (Willams, 1980) y se convierte en patrimonio común de hablantes de toda extracción cultural o política. Resulta una obviedad, y más aún si se tienen en cuenta el factor ideológico, que se puede ser popular hablando en perfecto castellano, y que los planteos más hostiles a los intereses del pueblo a menudo se expresan en formato coloquial. En lo que atañe a la educación, es comprensible que el uso del “lunfardo” –si se conserva ese nombre para las variables dialectales provenientes del mundo de la marginalidad– ha ido ganando lugar en espacios escolares y académicos. De todos modos, y sin reparar en la ansiedad de censura aún viva en sensibilidades afines al decoro y la pureza, la jerga popular no puede –por razones intrínsecas– integrarse a los diseños educativos. Para ser más explícito: puede integrarse solo como objeto de estudio –tal es lo que se está haciendo en este artículo– o dentro de la dinámica de lo que se entiende como “currículum oculto”. Y esto es así, dado que el carácter técnico-formativo de la educación impide el uso de términos que son esencialmente rebeldes, ambiguos y deformativos del habla oficial. El lenguaje popular goza de una clandestinidad constitutiva que, al curriculizarse, sufriría la suerte –como dice Nietzsche con referencia a la metáfora– de una moneda que pierde su natural troquelado.
No sucede lo mismo con el lenguaje inclusivo, dado que su creación parece ostentar un carácter mucho más crítico y transformativo que jovial y deformativo. Si se deforma el lenguaje oficial, diciendo por ejemplo, “chiques”, no se lo hace con el desprejuiciado afán de deformar, provocar o ganar en expresividad. Se lo hace con miras a la consciente reparación –vía lingüística– de injusticias, relacionadas al predominio social y cultural de determinadas identidades por sobre otras. El citado objetivo no deja de ser problemático. Sin ahondar demasiado en este asunto, cabe dejar sentada una sospecha ante el término “inclusión”, cuyo sentido está más cerca de “sumar o sumarse a un espacio” que de la crítica o la resistencia con respecto al espacio al que se pretende ingresar. No obstante, dando por sentada la intención progresista de dicha expresión, es claro –salvo que se incurra en un lineal determinismo lingüístico– que se puede postergar o excluir a otras y otros, hablando o no hablando en lenguaje inclusivo; mucho más en estos tiempos de cinismo mediático e izquierdismo fácil.
La pregunta que se impone, entonces es: ¿cuál es el costo de auténtica y buena inclusión que implica el hecho de desoír estos vientos de cambio y seguir hablando –en este aspecto– según el statu quo que prescribe la RAE? Alguien podría responder: ninguno. Sin embargo, dicha respuesta, casi obvia en el pasado inmediato, en estos tiempos se ha vuelto sumamente controversial. Ahora bien, aún en el caso de que se pudiera transformar positivamente el mundo sin cambiar demasiado el lenguaje en su nivel gramatical, ¿por qué no aceptar como contribución importante a ese cambio, un uso lingüístico como el inclusivo, capaz de hacernos reflexionar sobre la lengua como espacio de poder simbólico y productor de asimetrías de género? ¿En qué medida se trata de una “contribución” y en qué medida de una “necesidad” con pretensión de ir creciendo hasta transformar la lengua en su totalidad?
La decidibilidad e imposición de la lengua, ya sea por parte de quienes ostentan el poder (Castillo Sánchez & Mayo, 2019, p. 383), ya por parte de quienes pretenden encarnar la vanguardia contrahegemónica, es mucho más limitada de lo que parece. Es imposible decidir el futuro de algo que nunca nos pertenece del todo y, por lo tanto, resulta poco recomendable la inversión de tiempo subjetivo en proyectar un cambio de tamaña naturaleza. De todos modos, es de gran importancia pedagógica, en todo presente, “detenerse y revisar los modos en que configuramos la realidad a partir del lenguaje” (p. 384).
Prohibido prohibir. Sugerencias breves en lenguaje (in)conclusivo
La docencia tiene mucho de eso que Levinas llamaría “trabajo para el tiempo del Otro”. También es trabajo para la palabra de otra u otro que, como tales, no hablan desde la misma temporalidad del yo. Preferiría, dada la advertencia, eludir derivas mesiánicas o planteos futuristas acerca del habla. Habida cuenta que en filosofía suele haber por lo general dos grandes salidas frente a estos problemas: las kantianas que son normativas, y las aristotélicas que son más bien ético-políticas, es decir, prudenciales o phronéticas; me inclinaré por éstas últimas. Queda claro que el perfecto dominio de la lengua española es un objetivo educativamente incuestionable y que su conocimiento no obliga a nadie a no incurrir en alteraciones político-expresivas o en deformaciones dialectales. Ahora bien, para eludir planteos epistémicos o aspiraciones normativas, que darían lugar a larguísimos e infructuosos debates, cabe detenerse en el nivel ideológico del lenguaje y en la dimensión política de la educación, dos hechos claves para toda pedagogía crítica. Desde esta perspectiva, y siempre partiendo del postulado de la prudencia docente, pueden concluirse dos caminos no exentos de matices y eventuales discusiones. Por un lado, hay que aceptar el importante “efecto de consciencia”11 que el lenguaje inclusivo aporta, como contribución a la diversidad de género (Castillo Sánchez & Mayo, 2019, p. 386) y como denuncia de las asimetrías que persisten en el imaginario troglodita de gran parte de la sociedad. Por ese lado, el uso prudencial y/o político del lenguaje inclusivo debería –lejos de prohibirse– recomendarse a nuestres maestres. Y lo mismo puede decirse de la jerga popular que, no obstante, su natural inadecuación a las buenas formas –y hasta su insolencia en algunos casos– usada prudentia magistri, suele ser, al igual que el chiste, una herramienta de gran valor para contextualizar y fijar conocimientos. Por lo demás, queda sucintamente explicitado el carácter diferenciado de sendas prohibiciones, como instalada la sospecha acerca de la confluencia de ambas censuras en el intento de desintegrar formas de presunto poder contrahegemónico.
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1 El lunfardo es un argot característico de la ciudad de Buenos Aires y del Río de la Plata en general. Procede de la fusión del español con vocablos de las lenguas propias de las corrientes inmigratorias de finales del siglo XIX y comienzos del XX en la Argentina, constituida en su mayoría por ciudadanos italianos. En sus orígenes se lo asocia a los ambientes marginales de la delincuencia y la prostitución, y a expresiones artísticas de carácter popular como el tango y el sainete.
2 Con referencia a la Resolución 2022-2566-GCABA-MEDGC, publicada el 9 de junio de 2022 en el Boletín Oficial de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, que prohíbe la utilización del “lenguaje inclusivo”
3 Las expresiones utilizadas tienen un significado análogo en el argot popular. En un lunfardo más clásico, “ir al muere” significa marchar hacia un rumbo adverso; ya en una jerga más actual “estar en el horno” significa estar en una situación muy complicada.
4 En realidad, el adjetivo “tumbero”, referido al lenguaje en este caso, señala el código que surge de las complejas relaciones que se establecen, en las cárceles, entre los prisioneros y otros actores del sistema penitenciario.
5 Las referencias históricas de este trabajo serán sucintas y dedicadas exclusivamente a la prohibición del lunfardo (Fraga, 2006). La relación con el lenguaje inclusivo se basará en reflexiones sobre aspectos morfológicos, éticos y políticos, a partir de fuentes hermenéuticas de la Filosofía Latinoamericana (Roig, 2011; Kusch, 2000a, 2000b) y alguna referencia a la sospecha freudiana, con pasajes de El chiste y su relación con lo inconsciente (Freud, 1991).
6 En este caso, me hago eco del uso extendido en los movimientos de pueblos originarios, que toma la expresión “Abya Yala” como denominación autóctona de la tierra americana. Se trata del nombre con el que los Gunas, pueblo localizado en la zona de las actuales Panamá y Colombia, mencionaba a su territorio antes de la llegada de Colón a América.
7 “(…) El tango aparece en las palabras de Lugones, por primera vez, como producto mestizo de negros e inmigrantes, dos orígenes étnicos que le serán atribuidos con frecuencia en el futuro y que, según el autor, se verían diferenciados de la población criolla por su carácter no nativo y condenablemente libidinoso. En estas conferencias –que publicará en 1916, en su libro El payador–, Lugones negaba la argentinidad del tango, lo llamaba ‘reptil de lupanar’ y afirmaba su inferioridad en relación con las danzas criollas en que la pareja no se abrazaba” (Carozzi, 2019, p. 12). En el detallado artículo, la citada autora también destaca la crítica furibunda al tango y su atmósfera delictiva (p. 9), por parte de hispanistas duros, como Carlos Octavio Bunge en Nuestra América (1903) y Juan Álvarez en Orígenes de la Música Argentina (1908).
8 El comienzo del fin de la veda del lunfardo es en 1949, a través de distintas disposiciones que planteaban criterios de tolerancia frente a la difusión de letras de tango y otras manifestaciones culturales. El levantamiento total de la prohibición se produce cuatro años más tarde, en 1953, con la sanción de la Ley de Radiodifusión 14.241, que no hace mención a ninguna proscripción del lenguaje popular (Fraga, 2006, p. 71)
9 Cosa de negros es el ensayo publicado por Vicente Rossi en 1926, que aborda la temática racial en Río de la Plata, en el contexto de la asumida “desaparición” de la población afroargentina.
10 Expresión utilizada en referencia al recordado título de uno de los grabados de Goya: “El sueño de la razón engendra monstruos”; frase que será luego usada por Freud como una forma de aludir a la sospecha que desde el psicoanálisis se lanza sobre la racionalidad occidental.
11 Incluso, el lenguaje inclusivo puede servir a quien no se expresa en gramática inclusiva, es decir, a quien prefiere no expresarse deformando exteriormente el español. Puede servir como efecto de consciencia en aras de lo que tal vez sea lo más importante: reflexionar sobre el lenguaje y la realidad, más allá de la semiosis literal y los cambios gramaticales o fonéticos.