ISSN 2216-0159 e-ISSN 2462-8603

2023, 14(38), e15105

https://doi.org/10.19053/22160159.v14.n38.2023.15105

¿En qué consiste la crisis de la educación?

David Andrés Rubio Gaviria 1

María Isabel Heredia Duarte 2

1. Universidad Pedagógica Nacional drubio@pedagogica.edu.co

2. Universidad Pedagógica Nacional miherediad@pedagogica.edu.co

Resumen

La crisis de la educación puede leerse en distintos niveles y con arreglo a distintos encuadres históricos. Por eso, la crisis deviene en críticas sobre las prácticas escolares, sobre los métodos de la enseñanza, o sobre la falta de relación entre los logros educativos y los problemas económicos. Comprendida así, las crisis son múltiples y, por qué no, permanentes. Sin embargo, en el artículo se propone una lectura distinta. Lo que está en crisis es la educación como acontecimiento histórico. Para ello, acudimos a una revisión sobre los límites conceptuales de la «crisis», así como a la caracterización de la educación como concepto moderno, mediante la lectura de algunos trabajos pertenecientes al canon de la pedagogía. Al final, se plantea que la crisis implica el tránsito hacia una forma de la educación que tiene un sentido antropológico distinto, relacionado con un declive de los fines educativos emparejados con la noción de futuro, que se reemplazó, en el siglo XX, por una idea de presente permanente.

Palabras clave: crisis, educación, tiempo, crítica

What is the education crisis about?

Abstract

The education crisis can be read as the dissatisfaction, at different historical moments, about the ways in which it is carried out. For this reason, the crisis turns into criticism of school practices, teaching methods, or the lack of relationship between educational achievements and economic problems. Understood in this way, crises are multiple and permanent. However, this paper proposes a different understanding. What is in crisis is education as a historical event. To do this, we turn to a review of the conceptual limits of the «crisis», as well as the characterization of education as a modern concept, by reading some works belonging to the canon of pedagogy. In the end, it is argued that the crisis implies the transition towards a form of education that has a different anthropological meaning, related to a decline in educational purposes coupled with the notion of the future, which was replaced, in the 20th century, by a idea of permanent present.

Keywords: crisis, education, time, criticism

O que é a crise da educação?

Resum0

A crise da educação pode ser lida como a insatisfação, em diferentes momentos históricos, sobre as formas como ela é realizada. Por isso, a crise se transforma em crítica às práticas escolares, aos métodos de ensino ou à falta de relação entre as conquistas educacionais e os problemas econômicos. Assim entendidas, as crises são múltiplas e, por que não, permanentes. No entanto, o artigo propõe uma leitura diferente. O que está em crise é a educação como acontecimento histórico. Para isso, recorremos a uma revisão dos limites conceptuais da «crise», bem como à caracterização da educação como um conceito moderno, lendo algumas obras pertencentes ao cânone da pedagogia. Ao final, argumenta-se que a crise implica a transição para uma forma de educação que tem um significado antropológico diferente, relacionado a um declínio das finalidades educacionais aliada à noção de futuro, que foi substituída, no século XX, pela uma ideia de presente permanente.

Palavras-chave: crise, educação, tempo, crítica

La educación en crisis permanente

1La idea de «crisis de la educación» remite a menudo a la imagen de un tiempo convulso. Supone, además, que tal tiempo, en su convulsión, representa un estado de cosas que es inferior a otros que le antecedieron o que, por el contrario, exige con urgencia modificar unas prácticas valoradas como inadecuadas y que pierden vigencia. Está en crisis la educación cuando persigue lo que antes no; en aquel «antes» se quisieron alcanzar otras empresas tras poner al desnudo lo inadecuado de pasados más remotos. La crisis funge como una bisagra entre pasados que se quieren superar y presentes que suponen haber conseguido las respuestas para la «buena» educación.

Se habla hoy de crisis, por ejemplo, porque las escuelas en el mundo, en alto porcentaje, estuvieron cerradas durante meses, como nunca antes en la historia de esta institución, a causa de los masivos confinamientos de la población como efecto de otra crisis, esta vez de salud pública; la crisis de la educación, en este caso, consiste en la suspensión de logros por ausencia de escuelas. Antes de la pandemia, sin embargo, la crisis consistió, no en la suspensión, sino en el pírrico alcance de logros; hoy se ata al «atraso» por cuenta de escuelas cerradas durante tiempos prolongados en todo el mundo, mientras que cinco años atrás la crisis estuvo dada en escuelas abiertas pero insuficientes. Un recorrido hacia atrás nos situaría en otras crisis que probablemente nos llevarían hasta las primeras formas de la escuela pública en el siglo XIX en nuestro país, o bien hasta los linderos de la utopía comeniana. Sin embargo, afirmar que la crisis le es inherente a la educación y a la escuela, es poco útil para los análisis y, cuando menos, un enunciado de escaso interés.

La de la educación, como toda crisis, se cierne sobre la demanda de cambios. Es prolífico en ejemplos Herbart (s.f) en su Pedagogía general cuando, en su empeño por introducir la necesidad de un saber psicológico dedicado a la sistemática observación del niño, como parte fundamental de la experticia del educador, mira con recelo algunas de las ideas de predecesores suyos como Rousseau o Locke. Sobre las ideas del primero, impregnadas de su conocido naturalismo y tesis sobre la libertad humana, también como un asunto del orden natural, apunta que “formar hombres en estado natural equivale a repetir desde el principio […] la serie entera de los males padecidos. Limitar a lo próximo el círculo de las enseñanzas y advertencias es consecuencia natural de la propia limitación” (Herbart, s.f, pp. 63–64). Sobre los planteamientos del segundo, critica el afán de «los hombres de mundo» por enseñar a sus discípulos a “adaptarse con facilidad a la sociedad” (p. 61), haciéndoles conocer “las reglas de cortesía y de la urbanidad” (p. 61), aunque tiene varios ejemplos “de hombres que conocen el mundo sin amarlo” (p. 62), porque en la educación que recibieron el trabajo sobre su espíritu no fue suficiente.

Demandas de cambio semejantes a las hechas por Herbart, en lo relacionado con la importancia de modificar las prácticas educativas, que otrora perfilaban al niño a priori para detenerse a conocerlo en su singularidad, por la vía de la atenta observación, porque “el individuo se encuentra, no se deduce” (Herbart, s.f, p. 69), son las hechas por Montessori en medianías del siglo XX. Para la italiana, la educación anterior a ella desdeñó deliberadamente la singularidad del niño y, en lugar de reconocérselo, se le valoró desde el prejuicio. Es así como

[…] la mayor dificultad para librar al niño y poner de relieve sus poderes no está en encontrar una educación que los realice, sino en vencer los prejuicios que el adulto tiene acerca de él. Por eso […] se deben reconocer y estudiar y combatir solamente ‘los prejuicios relativos al niño’, sin tocar los otros prejuicios que el adulto tiene sobre su propia vida. (Montessori, 1988, p. 76)

Quejas de otra índole y más solicitudes de cambio, esta vez más asociadas con la tarea institucional de la escuela, se leen en uno de los trabajos tardíos de John Dewey, La educación de hoy (1951), cuando sostiene que las condiciones de desarrollo industrial del siglo XX ameritaban revisiones sobre las fuentes de conocimiento hasta ahora privilegiadas en las aulas de los primeros años: la lectura y la escritura. La solicitud de cambio del norteamericano, evidenciada ya en obras anteriores, consiste en el hecho de llamar la atención sobre las diferencias exhibidas en los nuevos tiempos vividos, marcados por la intensa urbanización. El tránsito de los campos a las grandes ciudades industriales, a juicio del pragmatista, habría de presionar a la escuela y a los maestros para que modificaran sus prácticas, reorganizando los materiales de estudio y hasta las asignaturas, a causa de la pérdida de experiencia doméstica de los niños, que pasaban de vivir en casas-taller en los campos, donde tenían que vérselas con multiplicidad de actividades manuales, a las casas-habitación de las urbes en las que este tipo de experiencias se encontraba más o menos en extinción. Con la pérdida de estas experiencias, la escuela debía redoblar sus esfuerzos para “introducir métodos de disciplina manual e industrial que den al niño lo que antes obtenía en su casa y en la vida social” (Dewey, 1951, p. 12).

La crisis de la educación, para Dewey, tenía que ver en su época con una intensa necesidad de actualizar la actividad escolar para el presente y no relegar más la interacción en el aula a los objetos del pasado. Crear nuevos intereses en los niños, asunto nodal en su concepción sobre la «experiencia educativa», debía pasar por repensar el orden de la enseñanza de la lectura y la escritura, pues estas actividades debían aparecer más tarde de lo que la «educación tradicional» proponía. Ante la ausencia de intereses personales y genuinos, el niño de los primeros grados, presa de maestros que lo fuerzan a aprender a leer y escribir, termina por usar la “lectura como herramienta mecánica y obtiene un débil concepto de lo que vale la pena leer […] el resultado es que, después de que ha dominado el arte y desea emplearlo, no tiene un patrón por el que dirigirse” (Dewey, 1951, p. 17).

En las ideas de Herbart, como en los trabajos de Montessori y Dewey, podemos percibir la emergencia de un discurso relacionado con un reclamo por cambiar la «educación tradicional» por otra que favoreciera un mayor énfasis en el niño y su psicología. En el caso de Dewey, como en el de otros pedagogos, principalmente europeos, que la historiografía de la educación identifica como representantes de la Escuela Nueva, entre ellos Montessori, esta «crisis de la educación» se puede agrupar según los siguientes aspectos: i) los fines de la educación eran estáticos y, por lo tanto, se quedaban anclados en el pasado; ii) por esta causa, en las escuelas primaban formas de vínculo autoritario entre maestros y niños; iii) las escuelas padecían de rutinas y costumbres inerciales que hacían dispensable cualquier tentativa filosófica que las ayudara a repensarse; iv) las escuelas, en virtud de sus formas de trabajo rutinarias y ancladas en el pasado, se hallaban lejos de los contextos «naturales» de los niños, así como distantes de otras instituciones sociales; y v) los métodos escolares estaban lejos de reconocer las características individuales de los niños y, en cambio, privilegiaban las características externas: los maestros, los libros, los materiales (Sáenz, 2004, pp. 32-34).

Cada una de estas críticas sobre la «escuela tradicional» completa el contorno de la crisis que los pedagogos liberales de principios de siglo XX describieron al límite, con el propósito de dar mayor fuerza a las ideas de renovación contenidas en sus métodos y a sus convicciones sobre la singularidad de los niños. Sin embargo, revisadas una a una, estas críticas (Krísis es un vocablo griego que alude a la toma de decisión, al modo de un juicio, en proximidad etimológica con kritikós, que es el rol de quien en el juicio decide) mantienen hoy cierta vigencia. Las prácticas pedagógicas que hoy se apartan de los criterios de la innovación, son tildadas de tradicionales. En su condición de «tradicionales», estas prácticas parecen condensar lo menos deseable de todo pasado: la enseñanza de contenidos estáticos, rígidos o memorísticos, pasa a un segundo plano con la entrada intensa del discurso de las competencias, muy en boga a partir de la década de 1980, y vigente hoy bajo nuevas etiquetas tales como «habilidades», «destrezas» o «capacidades».

Sin temor a caer en anacronismos, parece que las formas rutinarias de la escuela, centro de las quejas de los escolanovistas de hace un siglo, continúan en las descripciones de los críticos contemporáneos. No sabemos bien, por lo tanto, en cuál periodo histórico situar a la «educación tradicional», pues tal ha sido la expresión que han usado los pedagogos desde el siglo XVII para nombrar las prácticas educativas anteriores a ellos, sobre las cuales soportaron sus críticas y sobre las que cimentaron sus ideas «nuevas» respecto a la educación. Los críticos (kritikós) argumentan la crisis (Krísis) de la educación en lo anquilosado, frío y poco inspirador de los ambientes escolares. Agustín Nieto Caballero, en 1918, recordaba sus días como estudiante de los Hermanos Cristianos semejante a como un expresidiario describe sus días de convicto. Decía en su diatriba el renombrado pedagogo, fundador del Gimnasio Moderno, primer colegio en Colombia en introducir los novedosos métodos activos, que “la escuela encerraba las manadas de chiquillos entre muros tétricos y fríos […] el grito era la voz de mando; el garrote, la férula y el calabozo sus lógicos complementos” (citado por Sáenz et al., 1997, p. 3). Y no solo esto, también, “los bancos de las clases deformaban el cuerpo de los pequeños escolares. El ambiente todo de aquellos claustros deformaba el alma” (1997, pp. 3-4). La escuela-cárcel no era, ni mucho menos, un producto local, al otro lado del mundo, en la culta Austria, y por la misma época de escolar de Nieto, Stefan Zweig dice recordar un gymnasium en el que primaba “esa falta de sensibilidad humana, esa fría falta de personalidad y ese trato digno de un cuartel” (Zweig, 2011, p. 52), en el que “estábamos obligados a aprendernos la lección [y donde] ningún maestro nos preguntó siquiera una vez qué queríamos aprender” (p. 52). En 2022, menos prolífico en figuras de sustitución retórica, un siglo después, otro pedagogo de prestigio en el país y exalumno del Gimnasio Moderno, Julián de Zubiría, confesó en entrevista a un diario digital que “lo que tenemos que entender es que la escuela ha sido un espacio muy aburrido, y si cambia el clima del colegio, disminuye la tristeza y favorece la interacción” (de Zubiría, 2022).

Son semejantes las quejas de Nieto, de Zubiría y, en la perspectiva de otra narrativa, las de Zweig. A más de cien años de distancia, los tres denuncian la rigidez de los centros escolares y sus negativos efectos sobre los niños. Los tres abogaron por un cambio porque, pese a la distancia en el tiempo, observan en la práctica educativa una crisis. Aunque la escuela de la que hablan Nieto y Zweig no es idéntica a la retratada por de Zubiría (y no sería labor difícil hallar las diferencias), en los tres casos queda dibujada una escuela que ha de ser modificada; una escuela que requiere transformaciones perentorias y que solicita que lo nuevo llegue en reemplazo de lo viejo. En el primer y segundo caso, nuevos métodos. Como para el tercero la noción de «método» está proscrita de su jerga pedagógica, es la innovación lo que se demanda.

En la misma línea del innovacionismo en educación, bastión heredado del influyente discurso de la gestión y el posterior management, las décadas inmediatas a la finalización de la Segunda Guerra Mundial vieron nacer una crisis. Esta vez, la crisis se asociaba a la irreversible expansión de los sistemas escolares –para entonces, la educación comenzó a concebirse como un sistema–, como efecto del discurso del desarrollo (Martínez, 2004) que vio su apogeo en la geopolítica de posguerra. Esta «crisis mundial de la educación», como la llamó Philip Coombs en su informe publicado con idéntico título, tras pedido del Instituto Internacional de Planeamiento de la Educación de la Unesco, gozaba –más bien, padecía– de una «naturaleza» definida a través de tres términos: “cambio, adaptación y disparidad” (Coombs, 1968, p. 10).

La noción de cambio es descriptiva de la crisis, porque se asocia con los desastres de la guerra, que trajeron consigo no solamente el desarrollo y uso de nuevas tecnologías, especialmente en el ámbito de las telecomunicaciones, sino nuevas formas de ordenamiento político y económico, con consecuencias evidentes para los países en vías de desarrollo, como se dio a llamar a las naciones «atrasadas», a partir de 1945. La adaptación, por su parte, es cara a la crisis descrita por Coombs (1968) porque el estado de atraso de los sistemas educativos estaba directamente vinculado con su letargo, en relación con lo acelerado de los nuevos tiempos; en otras palabras, la lentitud de los sistemas no correspondía a la velocidad del nuevo capitalismo de la posguerra y, en consecuencia, el sistema se hallaba en crisis por cuenta de su escasa adaptación. Por fin, la crisis se materializa en disparidades, porque los sistemas educativos habrían de albergar, en la segunda mitad del siglo XX, a una creciente población con mayor expectativa de escolarización, a causa de “un fuerte incremento de las aspiraciones populares en materia educativa” (Coombs, 1968, p. 11), al tiempo que se padecía de “una aguda escasez de recursos, que impidió a los sistemas educativos responder eficazmente a las nuevas demandas” (p. 11). De otro lado, esta disparidad que daba materialidad a la crisis, se explicaba en el movimiento inercial, tanto de los propios sistemas como de las sociedades en conjunto, que no lograron «cambiar» y «adaptarse» con la debida velocidad, entre otras por “la pesada carga del comportamiento tradicional, las costumbres religiosas, etc.” (p. 11).

Cambio, adaptación, y disparidad constituyeron la triada en la que Coombs (1968) sustentó la crisis de la educación. No es de extrañar que el experto norteamericano –la «función experto» (Martínez, 2004) vio también la luz con la nueva jerga de la gestión y el management educativo– diera dimensiones mundiales a esta nueva versión de la crisis. Y no lo es por las mismas razones que se enarbolan en su informe: el carácter expansivo de los sistemas escolares, las articulaciones entre desarrollo económico y avance educativo, la emergencia de nuevos oficios y profesiones en las postrimerías del siglo y, en general, el largo listado de «nuevas» necesidades sociales. Con todo, este carácter globalizado de la crisis no cuenta en sus fundamentos con mayores novedades en comparación con los reclamos de los escolanovistas. Para aquellos, recordemos, la demanda de cambio estaba a la orden de sus análisis sobre la «vieja» educación, así como la introducción de nuevos métodos era justificada por la necesaria adaptación de la escuela a los tiempos vividos; además la correlación entre la velocidad de cambio de la escuela y la aceleración de las sociedades industrializadas era, cuando menos, dispar.

Educación en crisis, pero ¿Qué es educación?

La de la educación es una crisis histórica y humana. El concepto de «crisis» remite a la idea de culminación o final de un proceso. Significa una “decisión final” y alude “a la terminación de un acontecer en un sentido o en otro” (Ferrater, 1964, p. 374). El acontecimiento de que trata la crisis es la educación. La educación, en un sentido filosófico-pedagógico es un acontecimiento y como todo acontecimiento, acusa una temporalidad. A principios de la Modernidad, la educación se planteó como un conjunto de prácticas orientadas a la constitución de modos particulares de lo humano. Vocablo reciente, apenas datado en el Siglo XIV (Hubert, 1952, p. 13), la educación se define como las acciones e

influencias ejercidas voluntariamente por un ser humano sobre otro ser humano […] orientadas hacia un objetivo que consiste en la formación en el ser joven de disposiciones de toda especie correspondientes a los fines para los que está destinado, una vez llegue a su madurez. (Hubert, 1952, p. 17)

A esta caracterización, puramente esquemática y a beneficio de delimitación, como corresponde a toda definición de un concepto, es lícito agregar que tal conjunto de “acciones e influencias” de humanos sobre humanos sucede de forma particular en un espacio institucional, la escuela, y que, además, durante el periodo de su acontecer, la educación favoreció la elaboración de dos tipos de sujeto: el maestro y el infante (Noguera et al., 2022).

En su esfuerzo por agrupar, delimitar, diferenciar y describir adecuadamente, Hubert retomó las ideas de otros pedagogos y de intelectuales procedentes de ámbitos diversos en la elaboración de su definición de la educación. Leyó el trabajo de Herbart y destacó de él la noción de «multiplicidad de intereses», para homologarla con la formación en el ser joven de las «disposiciones» que se corresponden con los fines humanos a los que está destinado. De la filosofía utilitarista de Stuart Mill, extrajo la comprensión de la educación como las acciones en procura de “aproximarnos a la perfección de nuestra naturaleza”, esto es, para “hacer de cada individuo un instrumento de felicidad para sí mismo y para sus semejantes” (Hubert, 1952, p. 14). En su discusión con Dewey, resaltó al menos dos ideas: i) que la educación tiene que ver con «procesos» mediante los cuales “una comunidad o un grupo social […] transmite sus poderes y sus objetivos adquiridos a fin de asegurar su propia existencia y su crecimiento” (1952, p. 15); y ii) que la educación consiste en un ensanchamiento de la experiencia, así como de su continua reconstrucción, con el fin de asegurar que los adolescentes se conviertan “en miembros sociales para mantener el tipo común de la vida” (1952, p. 15). En paralelo a esta conversación con Dewey, a través de la vastedad de su obra, Hubert incorporó algunos análisis de Durkheim según los cuales la educación consistiría en acciones “ejercidas por las generaciones adultas sobre las que aún no están maduras para la vida social” (Hubert, , p. 14). Y estas acciones de generaciones sobre nuevas generaciones, tendrían como propósito la ejercitación de los niños, mediante el desarrollo físico e intelectual, para el alcance de todo cuanto el medio social tiene para ellos destinado.

Como falsamente se podría pensar, la lectura temática que hizo Hubert de sus colegas no tendió a identificar la educación con el ejercicio o imposición de acciones intergeneracionales a fin de mantener el statu quo. Contrario a ello, consideró que estas acciones o procesos iban en procura de una noción de destino a ejercer en libertad. La clave de esto está en el uso del término «disposiciones» al que acude en su exposición, y que pone al lado del «destino»: la educación se trata del despliegue en el ser joven de las disposiciones correspondientes a los fines para los que está destinado. Lo que está en disposición es incalculable, entre otras porque no forma parte de alguna posesión «natural» y aquello de lo que se dispone no se corresponde con un bien o unos bienes poseídos por naturaleza. La disposición se asocia con «poner en su lugar» y, además, alude a un ámbito de acción; las disposiciones tienen que ver con las acciones ejercidas por el sujeto para poner en su lugar todo cuanto recibe, al modo de unas nuevas posesiones o unos nuevos «bienes». Y esta es una de las ideas fuertes de su definición de la educación, pues acepta que, para los pedagogos consultados, el objetivo de toda educación “parece resolverse menos en la posesión de ciertos bienes positivos, que en la adquisición de ciertas disposiciones generales que torna más fácil la obtención de esos bienes” (Hubert, 1952, p. 16).

Los humanos venimos al mundo con unos bienes «naturales» que son el efecto de procesos evolutivos. La particularidad de la cognición humana, así como los aspectos diferenciales en relación con otras especies, en lo tocante a los tipos de aprendizaje de que somos capaces, forman parte de la singularidad con que contamos como especie, si bien es claro que el aprendizaje no es de nuestra potestad exclusiva, al haber abundante evidencia sobre los procesos de aprendizaje desde los microorganismos, hasta los mamíferos más próximos a nosotros. No obstante, estos «bienes» son aún insuficientes para insertarnos en la vida cultural y social, esferas en las que tiene lugar nuestra existencia biológica y no biológica; en otras palabras, «hace falta» en el ser humano la adquisición de unas disposiciones para el alcance de unos nuevos bienes, «no-naturales» en todo caso, que forman parte del acervo de las esferas cultural y social. En la modernidad, el procedimiento privilegiado para ayudar a las nuevas generaciones humanas a acceder a estos bienes, por la vía de la adquisición de “ciertas disposiciones generales” (Hubert, 1952, p. 16) fue la educación. Estas disposiciones para obtener nuevos bienes operan “como una naturaleza”, que es “superpuesta a la naturaleza original”, como pensó Aristóteles en sus elaboraciones sobre la potencia humana (Hubert, 1952, p. 16). El destino de los seres humanos es la práctica de su vida libre gracias a sus posibilidades de adquirir «bienes» culturales, efecto de su apertura para poner en su lugar (disposiciones) todo cuanto recibe por la vía de la educación. Lo que sucede con los nuevos bienes es incalculable, razón por la cual no es esperable de ninguna educación que sea ejecutada para el mantenimiento del statu quo. Toda educación supone transformación, cambio.

Sobre el concepto de crisis

Abrimos la sección anterior con una idea que fue suspendida de momento para detenernos en la delimitación de la educación como concepto, sirviéndonos para ello de la sistematicidad en el ejercicio de R. Hubert. Esta idea es que las crisis de la educación es la crisis de un acontecimiento; como todo acontecimiento, la educación acusa una historicidad. Con este abordaje, pretendemos defender dos tesis: i) que en tanto acontecimiento histórico, la educación tiene un final, un momento de declive que la hace mutar hacia otra cosa; y ii) que en su tratamiento de acontecimiento con implicaciones antropológicas –como conjunto de acciones de humanos sobre humanos más jóvenes para formar en ellos nuevas disposiciones que les permitan la realización de su destino–, la crisis de la educación no consiste tanto en los fallos que en momentos distintos se le han encontrado y que nos llevan a binarismos del tipo vieja/nueva educación, sino en el carácter mismo del acontecimiento. En otras palabras, es la educación en su sentido más amplio, no en sus prácticas singulares y atadas a épocas, lo que está en crisis. No fueron unas maneras de proceder de la educación, los educadores o las escuelas, lo que estimamos como crisis, aunque el concepto se haya usado, y lo usemos hoy, para designar dificultades con la educación, los educadores, los métodos, o las escuelas, siempre con arreglo a las idealizaciones y los fines de cada época de crisis.

A partir de tres fuerzas históricas se puede establecer la procedencia del concepto «crisis». La primera se ata a su etimología y la referimos en la sección anterior del artículo. En su procedencia del griego, Krísis significa decisión y su uso trascenderá a «momentos decisivos». Es un concepto atinente a “la decisión final sobre un proceso, «elección» y, en general, terminación de un acontecer en un sentido o en otro” (Ferrater, 1964, p. 374). Una segunda fuerza clave para comprender el concepto de crisis, está en su uso teológico-jurídico, en alusión a la idea; de juicio del final de los tiempos en el Antiguo Testamento y, en esta línea, asociado a la justicia de Dios (Koselleck, 2012). La crisis como decisión final y como juicio final, en el discurso teológico y jurídico hasta principios de la Modernidad, fue un concepto útil para designar procesos siempre signados por variables temporales y asociados con cambios y transformaciones. No obstante, el concepto estuvo revestido desde el principio de un hálito de extremos: las decisiones finales o los juicios (de Dios, de los hombres) no admitían ninguna revisión: “triunfo o fracaso, justicia o injusticia, vida o muerte, en definitiva, la salvación o la condenación” (Koselleck, 2012, p. 132). La crisis describe umbrales cuyo cruce no contempla retornos; en sus límites se describe tanto el proceso de tránsito como el carácter del propio umbral.

Por su talante de extremos, la crisis acusa una tercera fuerza en su procedencia, expresada en la medicina. Para Koselleck (2012), luego de la diseminación del vocablo griego κρίσις (Krísis) entre las lenguas vernáculas europeas, desde el siglo XV el concepto se expandió a otros ámbitos más allá de la teología y el discurso jurídico. Para la Modernidad será clave su uso en política y economía, y este uso tendrá una importante proximidad con el que, siglos atrás, había dado la escuela hipocrática. La crisis allí era útil para designar el momento de definición de una enfermedad: el umbral de la crisis se dibujaba entre la vida y la muerte, aunque también aludía al momento más agudo de la enfermedad “que permitiese arriesgarse a dar un diagnóstico” (Koselleck, 2012, p. 132) como pensaba Galeno. De igual manera, la crisis, según Corominas (1987), consistía en la “mutación grave que sobreviene en una enfermedad para mejoría o empeoramiento” (p. 179). La identificación del momento en que la enfermedad «hacía» crisis, su punto más álgido, permitía al médico arrojar diagnósticos; en esa franja de tiempo habrían de aparecer unos signos de cuya lectura se desprendía el dictamen sobre el enfermo.

Tanto por su carácter de definición, como por su sentido en tanto proceso, esto es, en su asocio con temporalidades, la crisis, a partir del siglo XVIII, fue un concepto estratégico para la economía política y, en cierto sentido, se independizó del discurso médico (Koselleck, 2012). No obstante, pese a su demarcación de la medicina, la crisis comenzó a usarse para indicar momentos «críticos» del Estado, y su uso tuvo un carácter metafórico para describir el «estado de salud» de asuntos concernientes al gobierno del Estado. Este es el caso de la crisis del imperio alemán, que hacía referencia “a la estructura federal, cuyas reglas internas ya no eran suficientes para estabilizar el imperio” (Koselleck, 2012, p. 133).

A pesar de que el concepto de crisis, en su etimología, como en su expansión hacia el discurso teológico-jurídico, su apropiación en la medicina y luego su delimitación conceptual en la economía política, y de allí hacia los campos de estudios de la filosofía y la historia, después del siglo XVIII, haya mantenido un sentido procesual, por su aproximación con lo que acaece en temporalidades específicas para decantarse en una u otra definición (la vida o la muerte, la salvación o la condenación…), toda crisis tiene como atributo un “carácter súbito y, por lo usual, acelerado” (Ferrater, 1964, p. 374). Lo súbito y acelerado de las crisis no desdice de su carácter procesual, pues es de suponer que lo contrario a la crisis es la estabilidad y la normalidad, razón por la cual esta no “ofrece nunca un aspecto gradual o normal” (1964, p. 374). Según estás ideas, se puede decir que, si bien toda crisis acusa una temporalidad, el tiempo de su duración no es extenso: la enfermedad «hace» crisis en momentos específicos de su desarrollo y la habilidad del galeno está en la ágil y oportuna lectura de los signos que allí emergen. Luego, en el marco de otra crisis de la enfermedad, el enfermo fallece. Se cruza el umbral.

La crisis de la educación como crisis del tiempo

Asociamos la noción de crisis con la de cambio. Todo cambio o transformación implica un vínculo estrecho con el tiempo. Precisando, se trata del concepto de tiempo en su forma moderna, aquella expresada por Isaac Newton en 1687, en la que el tiempo ya no es un estadio finito según los relatos apocalípticos. En su lugar pueden distinguirse por lo menos dos acepciones: el tiempo matemático (a su juicio el verdadero y absoluto), que fluye uniformemente “y por otro nombre se llama duración” (Newton, 1987 [1687], p. 88), y el relativo, que involucra el movimiento y la aceleración. El tiempo fluido marcharía de manera incesante e inalterable hacia el futuro (o fin), a diferencia del tiempo relativo en el que el movimiento “puede acelerarse y retardarse”. A pesar de privilegiar el tiempo como absoluto o “duración”, en donde la permanencia de las cosas se estima en su existencia misma, Newton debía reconocer que los sentidos no podían apreciar tal acepción absoluta, y en su lugar era necesario utilizar las medidas sensibles del “movimiento”, comprendido como el tiempo relativo: “pues es posible que en la realidad no exista ningún cuerpo que esté en total reposo, al que referir lugar y movimiento” (Newton, 1987, p. 90).

Tomamos como punto de partida el hecho de que estas ideas de tiempo fluido, duración o movimiento están relacionadas con la organización del concepto de educación de manera inmanente. Educación y tiempo, como conceptos modernos construidos hasta el siglo XVIII, no componen dos singularidades o dos eventos extraordinarios, en su lugar obedecen a la misma razón o dimensión antropológica. En otras palabras, el humanismo (construir lo humano) requiere, de manera necesaria, de la idea de progreso y esto no sería posible sin la aparición del futuro como posibilidad abierta. El tiempo como fluido y movimiento logró romper la espiral temporal de la Edad Media, y en su lugar, puso a la línea recta como su representante. Siguiendo a Koselleck (1993), esto hizo viable la posibilidad de pensar racionalmente la historia y la novedad, en la medida en que el pasado, el presente y el futuro se asimilan como tres formas distintas del tiempo, sobre las cuales es posible la intervención consciente y racional:

Esta unión de la reflexión histórica con la conciencia del movimiento del progreso fue la que permitió resaltar el propio período moderno en comparación con los precedentes. En palabras de Humboldt: el siglo XVIII ocupa, en la historia de todos los tiempos, el lugar más favorable para investigar y apreciar su carácter. (Kosselleck, 1993, p. 299)

La construcción consciente de lo humano, esto que la modernidad llamó educación, y que al no estar en el registro de la naturaleza le compete al hombre construirlo, es también el efecto natural del progreso. Es el progreso la dimensión antropológica del tiempo que vincula a la filosofía con la física en el mismo orden discursivo acerca del movimiento. Si el movimiento es connatural a las cosas y a los hombres, desde una apuesta filosófico-antropológica no es posible pensar en la educación sin el tiempo, ni en el tiempo sin la educación. La educación es tan sensible al tiempo que, tras adquirir la forma de escuela y sistema educativo en el siglo XIX, el centro del debate, llevado a cabo por sus primeros críticos (kritikós), lo ocuparían sus fines. Se trató del alcance del sueño ilustrado, el sapere aude llevado a la realidad en un esfuerzo cada vez más universal de ejercer públicamente la razón kantiana (Kant, 1985). Se hizo realidad la comunidad universal de hombres que habían alcanzado la mayoría de edad tras los muros de la escuela, habilitándolos en la lectura y la escritura para el goce de esta libertad. Un sueño alcanzado que traía consigo el inicio de su crisis (Krísis).

Para Kant, el progreso es natural a lo humano, porque “a la Naturaleza no le interesaba que el hombre viviera bien sino que se desenvolviera a tal grado que, por su comportamiento, fuera digno de la vida y del bienestar” (Kant, 1985, p. 45). Las viejas generaciones, dice el filósofo, deben afanarse por dejar a las nuevas los niveles de la gran mansión, la arquitectura humana perfecta, que solo las generaciones últimas gozarán. En este sentido, el progreso (el tiempo antropológico) es la misión o el fin de la educación (y a su vez de la historia), responsable de llevar a la especie humana inmortal a la perfección, como desarrollo de todas las disposiciones. Con la educación en la forma de escuela nacional, en el siglo XIX, y sistema educativo, en el XX, se inauguraron los primeros niveles de esta gran mansión. Podría suponerse que a la edificación habría que darle tiempo para que tomara su forma, se hundieran sus bases, y alcanzara la cimentación esperada.

Pero no hubo tal tiempo. Los críticos aparecieron antes de que los primeros niveles del edificio fueran terminados. El examen sobre la educación como problema público está en los primeros registros de la educación nacional, hasta el punto que podemos incluso sospechar que la actitud crítica constituye una práctica de la educación (en la forma de tiempo y progreso) que viene aparejada desde su nacimiento. Sobre esto hemos citado algunos casos anteriormente, pero el más emblemático lo ofrece, nada más que Friedrich Nietzsche en 1872, con el conocido texto Sobre el porvenir de nuestras instituciones educativas. La frase allí expuesta: “a quien no esté en condiciones de provocar horror hay que rogarle que deje en paz las cuestiones pedagógicas” (Nietzsche, 2000 [1872], p. 14), nos resulta sugerente para nuestro problema. Horrorizarse remite a cierto empuje crítico, a la necesidad de hablar, de denunciar, de enjuiciar, de señalar las fallas de un sistema educativo cada vez más precario a su parecer. Aludiendo a lo que hemos mostrado, horrorizarse implica hacer crisis, pues, dado el estado precario de la educación de su época, la filosofía debe partir “ya no de la maravilla, sino del horror” (Nietzsche, 2000, p. 14). El horror y la destrucción que la crisis trae consigo, por lo menos desde la lectura nietzscheana, es la reedificación. Ya no se trata de la arquitectura kantiana que edifica por niveles de generación hacia la perfección de la mansión, sino de un edificio en llamas, que se construye y se derrumba sin cesar, “todo se rompe, todo se recompone; eternamente se construye a sí misma la misma casa del ser. Todo se despide, todo vuelve a saludarse; eternamente permanece fiel a sí [mismo] el anillo del ser” (Nietzsche, 2017, p. 266), porque “curvo es el sendero de la eternidad” (p. 266).

Dos cuestiones hay aquí que revelar. Una, la crisis de la educación como necesidad de hablar o enjuiciar; y dos, la crisis de la educación como la muerte del progreso, del tiempo representado en línea recta dirigida al futuro. Al hablar (o enjuiciar) y dilatarse en el tiempo (en un eterno retorno) parecen tomar forma las dos cabezas del dragón. El siglo XX se inauguró luego con la curvatura del tiempo, con el abandono del tiempo absoluto de Newton al de la relatividad especial de Albert Einstein, con el olvido de la línea recta al advenimiento de la parábola. La actitud crítica a la educación (ya sea en sí misma o bajo la forma de institución), se multiplicó por millares. Esta multiplicación posibilitó la crisis de la educación como acontecimiento para el siglo XX, generando cascadas de múltiples estallidos de distinto orden, tamaño y matiz. Es aquí donde encontramos los acontecimientos de crisis que hemos ya demarcado, y que ahora podemos apreciar su tamaño y alcance.

Las hubo de dimensiones mundiales y generales, como bien lo apreciamos anteriormente en las expresiones de los escolanovistas y sus simpatizantes (el caso de Agustín Nieto en Colombia) para desplazar la “educación tradicional” y abrir paso a la educación progresista. Otra expresión de este orden, aunque manifiesta más bien en su revisión conceptual, la observamos desde Hubert a mediados de siglo, y la última en su género (última para nuestros tiempos) la aportó sin duda la crisis postdesarrollo, como la denunciada por Coombs a finales de 1960. Además de estas macro-crisis, hubo también niveles intermedios, como lo fueron aquellas manifiestas en la región de América Latina durante la década de 1980 (Martínez, 2004), y expresiones más menudas, como lo fueron las crisis de los sistemas educativos nacionales (que denunciaban desorden del sistema, o falta de financiación). En un nivel más pequeño, pero no por eso menos importante, se encuentran las expresiones microscópicas como las crisis de la escuela, de la “calidad” o de la identidad del maestro, estas últimas vividas en Colombia hacia finales del siglo en cuestión (Heredia, 2014).

Pese a la diversidad de matices, estas crisis tenían, no obstante, un elemento en común. Todas solicitaban, no la libertad del hombre como quizá fue el sueño de los Ilustrados del siglo XVIII, sino una salida, pronta y efectiva, a los problemas que denunciaba. En todo periódico, en todo magazín, en cualquier revista científica de cualquier ramo era posible encontrar (y de alguna manera lo sigue siendo) algún juicio, siempre negativo y desde la carencia, a la manera en que se educan, o se han educado los hombres. Pensamos que estas expresiones críticas remiten de manera inmanente al tiempo humano en su dilación, porque lo que siempre va a estar en juego son sus fines, solicitados y formulados cada vez más a corto plazo. Pensemos por ejemplo en el desarrollo individual y colectivo para la solución de problemas sociales, económicos y políticos en tan solo diez años, como bien lo expresa el Plan Decenal de Educación vigente (2016-2026).

Es importante tener en cuenta que, tras las crisis, siempre van a generarse tanto grandes como minúsculos cambios que afectan la educación en cualquiera de sus formas. Aunque es preciso apuntar que estos «cambios» no siempre implican la transformación estructural que conduce a que la educación se convierta en otra cosa distinta a lo que era antes de la crisis. En esto consiste su complejidad y por esto su análisis reclama singular urgencia. Puede haber cambios radicales, como puede incluso provocar la duración de ciertas condiciones (que a la manera de Foucault llamaríamos también “dispositivos de poder”) en medio de una aparente transformación. En este último caso, el cambio juega a favor de la duración para que el dispositivo se siga sosteniendo.

En Colombia y América Latina la década de ١٩٨٠ fue conocida como la época de las grandes crisis, entre ellas la de la educación. En nuestro contexto esto propició un gran debate, en el que participaron académicos, sindicalistas, organizaciones internacionales, técnicos del Estado, y organizaciones no gubernamentales. Todos estos agentes podían tener posiciones divergentes sobre la definición, manejo y rumbo de la educación, pero en medio del debate y los desacuerdos, algo que ninguno de ellos puso en duda es que la educación colombiana estaba en “crisis” y enfrentaba múltiples “problemas” (Heredia, 2014).

Aunque la relación crisis/problemas puede resultar obvia (la crisis puede estar compuesta de problemas) resulta sospechoso que, a comienzos de la década de 1990, la crisis se consideró superada en medio del entusiasmo de la reforma constitucional. Los problemas que componían la crisis, no obstante, han continuado vigentes hasta nuestros días. Esto parece indicar tres cosas: i) que la crisis también comporta un discurso políticamente estratégico; ii) que el cambio no siempre es cualidad descriptiva de la crisis, pues finalmente, como puede probarse desde los discursos de la educación en crisis, los problemas que la componían no fueron superados; y iii) en esta misma línea, la crisis no necesariamente transforma y mueve hacia adelante, sino que, por el contrario, parece acusar una detención, dilación, o incluso, regresión del tiempo. Fijémonos bien en las críticas que hemos expuesto. Cualquiera de estas, por antigua que sea, puede actualizarse y aplicarse de manera relativa a la educación en los tiempos actuales.

Conclusión. La crisis como «inversión» del destino

Hablamos de una crisis de la educación que tiende al recorte del tiempo antropológico y que conduce, de manera inevitable, al sacrificio del rasgo primordial que caracterizó la educación desde su nacimiento, esto es, su carácter teleológico. Se trata de la renuncia a unos fines generales y de largo aliento que involucran a la totalidad de la humanidad, como lo fue en su momento la búsqueda de la libertad. Se trata ahora de la consecución de unos fines concretos, relativizados a los contextos y acotados a las necesidades del individuo y del presente. Una posible dilación del tiempo histórico, dando como resultado la presentificación de la educación en un giro kafkiano en el que el mono (Peter el Rojo) aprende a actuar como hombre con el fin de buscar, no la libertad, sino una posible salida:

Temo que no se entienda bien lo que para mí significa “salida”. Empleo la palabra en su sentido más preciso y más común. Intencionadamente no digo libertad. No hablo de esa gran sensación de libertad hacia todos los ámbitos. Cuando mono posiblemente la viví y he conocido hombres que la añoran. En lo que a mí atañe, ni entonces ni ahora pedí libertad. Con la libertad —y esto lo digo al margen— uno se engaña demasiado entre los hombres, ya que si el sentimiento de libertad es uno de los más sublimes, así de sublimes son también los correspondientes engaños. (Kafka, 2013, p. 457)

El presente etimológicamente refiere a la presea, la prenda o el bien que en este caso no se entrega ni se relega (en otro sentido, no se mueve), sino que en su lugar se custodia o encierra en un presidio (Corominas, 1987). Conservando la misma raíz etimológica (pre), aprendizaje, presente y prenda (o bien) constituyen una familiaridad semántica que es necesario revisar de manera detallada. En el Informe para una academia, Kafka expuso un representante no humano que no busca la libertad sino la salida a su presente, utilizando como vía el aprendizaje:

Y aprendí, estimados señores. ¡Ah, sí, cuando hay que aprender se aprende; se aprende cuando se trata de encontrar una salida! ¡Se aprende de manera despiadada! Se controla uno a sí mismo con la fusta, flagelándose a la menor debilidad. (Kafka, 2013, p. 458)

Dijimos que la crisis de la educación es de su acontecer. Aconteció, durante pocos siglos, que en nuestro Astro ascético la humanidad se ejercitó por la vía de la educación (Noguera, 2017) a fin de ayudar a las nuevas generaciones a formar disposiciones de toda especie para el alcance de su destino, esto es, para la práctica de la libertad mediante el acceso y la transformación de la cultura. Las variadas crisis dentro del acontecimiento-educación, derivaron a la postre en una crisis final: los grandes fines fueron reemplazados por aspiraciones inmediatas. Dejó de tratarse del despliegue de variadas formas de disposición, del trabajo en torno al destino como libertad, para reducirse a la movilidad social, a alimentar los índices de empleabilidad y al desarrollo de habilidades para el emprendimiento. Y no es que en el Astro nuestros antepasados, impregnados de Modernidad, hayan logrado la ejercitación educativa al pie de la letra. Quedaron atrás, en un tiempo que luce hoy remoto, los fines de la educación que se orientaban al despliegue de la incalculable humanidad, con todo y los matices perceptibles en el ideario de los grandes pedagogos. A cambio, el ideario contemporáneo en cabeza del Banco Mundial (2022) nos dice que “La educación es un […] motor del desarrollo […] Además de generar rendimientos elevados y constantes en términos del ingreso, constituye el factor más importante para garantizar la igualdad de oportunidades” (p.1).

Como Peter el Rojo, buscamos hoy apenas una salida a la contingencia. La crisis del acontecimiento educación, como crisis de su tiempo, significa una dejación del tiempo futuro y, en su reemplazo, una presentificación inacabada. Vivimos y educamos en y para el presente. En lugar de utilizar conceptos de sentido profundo como «destino», «cultura», o «libertad» para tematizar la educación, estamos conformes con aspirar a «la igualdad de oportunidades». La educación no persigue la formación de disposiciones para avanzar hasta lo incalculable, sino, en su crisis, de desarrollar en las nuevas generaciones las habilidades necesarias para resolver problemas. No construimos unos grandes relatos, a la manera de una teleología educativa, sino que elaboramos planes decenales.

Sin embargo, la crisis del acontecimiento tiene de suyo una posibilidad. En su Diccionario de símbolos, Cirlot entiende que el hombre solamente se acerca a los oráculos en periodos de crisis. Y lo hace porque “la corriente vital en la que está inmerso” lo lleva más allá de lo que su voluntad indica (Cirlot, 1992, p. 152). Confrontarse así frente al oráculo, genera en él una «inversión»: la crisis significa allí poder pasar de la enfermedad a la salud, del rencor al perdón, “de la sequedad a la fertilidad” (p. 152). La crisis, entonces, adquiere otros sentidos y se llena de posibilidades de renovación (Ferrater, 1964). La dejación del futuro y, con ella, el abandono de los grandes fines de la educación, nos tiene por ahora abrumados en la no-terminación del presente. Está por verse la forma y el fondo de la «inversión» a que nos conduce esta crisis final.

Referencias:

Banco Mundial. (2022 octubre 11). Educación. Banco Mundial. https://www.bancomundial.org/es/topic/education/overview

Cirlot, J. (1992). Diccionario de símbolos. Labor.

Corominas, J. (1987). Breve diccionario etimológico de la lengua castellana. Gredos.

Coombs, P. (1968). La crisis mundial de la educación. Ediciones Península.

Dewey, J. (1951 [1940]). La educación de hoy. Losada S.A.

Ferrater, J. (1964). Diccionario de filosofía. Tomo I. Editorial Sudamericana.

Ministerio de Educación Nacional (MEN). (2017). Plan decenal de educación 2016 – 2026. Gobierno de Colombia.

Herbart, F. (s.f [1835]). Pedagogía general derivada del fin de la educación. Ediciones La Lectura.

Heredia, M. (2014). La educación en Colombia. Saberes técnicos y políticos 1978 – 1994. Editorial Javeriana.

Hubert, R. (1952). Tratado general de Pedagogía. El Ateneo.

Kafka, F. (2013). Obras completas. https://asgoped.files.wordpress.com/2013/07/franz-kafka-obras-completas-_pdf.pdf

Kant, I. (1985 [1784]). Filosofía de la historia. Fondo de Cultura Económica.

Koselleck, R. (1993). Futuro pasado. Para una semántica de los tiempos históricos. Paidós.

Koselleck, R. (2012). Historias de conceptos. Estudios sobre semántica y pragmática del lenguaje político y social. Editorial Trotta.

Martínez, A. (2004). De la escuela expansiva a la escuela competitiva. Dos modos de modernización en América Latina. Anthropos.

Montessori, M. (1988 [1949]). La formación del hombre. Diana.

Newton, I. (1987 [1687]). Principios matemáticos de la filosofía natural. Alianza.

Nietzsche, F. (2000). Sobre el porvenir de nuestras instituciones educativas. Tusquets.

Nietzsche, F. (2017 [1883]). Así habló Zaratustra. Edu Robsy.

Noguera, C. (2017). La formación como ‘antropotécnica’. Aproximación al concepto de Peter Sloterdijk. Pedagogía y Saberes, (47), 23-30.

Noguera, C., Rubio, D., & Parra, G. (2022). El ocaso de la educación. En prensa.

Sáenz, J. (2004). Introducción. En J, Dewey. (2004 [1938]). Experiencia y educación. Biblioteca Nueva. pp. 9-53.

Sáenz, J., Saldarriaga, O., & Ospina, A. (1997). Mirar la infancia: pedagogía, moral y modernidad en Colombia 1903 – 1946. Foro por Colombia.

De Zubiría, J. (2022 mayo 02). La escuela ha sido un espacio muy aburrido [Entrevista]. Pulzo. https://www.pulzo.com/nacion/la-escuela-ha-sido-espacio-muy-aburrido-julian-de-zubiria-PP1385518A

Zweig, S. (2011). El mundo de ayer. Memorias de un europeo. Acantilado.


1 El artículo presenta algunas reflexiones derivadas del proyecto de investigación “De la crisis mundial de la educación a la crisis mundial del aprendizaje. 50 años de producción de discurso educacional de la UNESCO”, Financiado por el Centro de Investigaciones de la Universidad Pedagógica Nacional -CIUP, código DSI-511-20 (David Rubio, Investigador principal), así como algunos avances de la tesis doctoral “El futuro como tiempo de la educación. Un examen sobre el diseño del hombre en el siglo XX”, de autoría de María Isabel Heredia.