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Tue, 28 Jan 2025 in Historia y MEMORIA
El general José Ignacio Luque ante la balanza de Astrea1. Estado, justicia y política en la Nueva Granada (1834-1838)
Resumen
Entre 1834 y 1836, en el marco de la formación del naciente Estado neogranadino, tuvo lugar un juicio por robo en contra del general venezolano José Ignacio Luque, considerado como un héroe en la Nueva Granada por su participación durante dos décadas en la guerra de independencia. En este artículo se estudian algunos retos judiciales que enfrentó la Nueva Granada en las primeras décadas del siglo XIX que se derivaron de la condena a Luque, el debate nacional que generó esta y el enjuiciamiento de los funcionarios que participaron en el caso. Este estudio se realizó a partir de la información que reposa en folletos, hojas volantes, anónimos y periódicos que se encuentran en la hemeroteca de la Biblioteca Nacional de Colombia, así como leyes y decretos emitidos durante las primeras décadas del siglo XIX; también se analizan las formas en que los puntos de vista de funcionarios judiciales provinciales y distritales contribuyeron a la reformulación de normativas jurídicas de posterior aplicación nacional. Se demuestra que el caso de Luque hizo visible la imprecisión de la Ley Orgánica de Tribunales de 1834, en cuanto a la imposición de la pena de muerte cuando se cometía el delito de robo con armas. En efecto, dos años más tarde, el Congreso de la República legisló sobre la materia a través de una ley adicional en la que se precisaron las penas que se podían establecer con respecto al delito de robo.
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1. Introducción
La mañana del lunes 9 de septiembre de 1834 fue de conmoción y zozobra en Cartagena. Por calles y plazas se escuchaba el rumor de que la tarde anterior, en el camino entre Mahates y Arjona fue asaltado el correo que semanalmente llegaba de Bogotá a Cartagena y en el que venía, además de la correspondencia, dinero del Estado y de particulares. Como resultado de lo anterior, los asaltantes hurtaron veintiún mil pesos, asesinaron a Francisco Miranda e hirieron a Escolástico Arias. Miranda y Arias eran los empleados encargados de transportar el correo1.
Tras lograr escapar, Escolástico Arias le informó al alcalde y al juez de Arjona los hechos relacionados con el asesinato de su tío y con el robo del correo, resultando como sospechosos Manuel Varela, Modesto Lagrave, Eusebio y Manuel Rodríguez, por lo que fue solicitada su detención y traslado a esa localidad. Al enterarse de esta noticia, José Hilario López, gobernador de la provincia de Cartagena, los detuvo. Con sus pistolas y espada, se interpuso «en la puerta de uno de los cuartos de su vivienda en Cartagena, en donde aquellos sirvientes... armados de un trabuco, una carabina, sables y lanzas, se disponían a tomar la fuga». Minutos después, llegó Vicente García, jefe político del cantón de Cartagena, acompañado de un piquete de soldados, y López le entregó tres de los cuatro sospechosos porque Lagrave logró escapar2.
En Arjona, luego de ser reconocidos por Arias, los sospechosos aceptaron ser los autores del asesinato de Miranda y del robo del dinero. También afirmaron que José Rodríguez, Manuel Campaña, Miguel Aponte y Martina Romero eran partícipes; sin embargo, lo más impactante de sus declaraciones fue que señalaron a José Ignacio Luque como autor intelectual del robo3. Tal afirmación le dio un giro radical al caso, porque Luque era un general venezolano que gozaba de gran reconocimiento en los círculos políticos y militares de la recién creada República: combatió durante dos décadas al lado de Simón Bolívar, era considerado un héroe de la independencia de la Nueva Granada, y fue quien en 1831 liberó a la costa Caribe de la dictadura de Rafael Urdaneta, representada en esta región por José de Francisco Martín y Mariano Montilla, también de Venezuela. Por estas acciones, era apodado el protector de los pueblos y, en recompensa por sus servicios, fue nombrado director de la «Sociedad de Liberales sostenedores del gobierno e instituciones de la Nueva Granada», y el propio presidente de la República, Francisco de Paula de Santander, lo designó jefe militar de la costa Caribe4.
Al conocerse que Luque era el artífice del robo del correo, el caso se convirtió en un asunto de carácter nacional, como lo corrobora la abundante información. Se publicaron noticias en las que se debatía sobre su inocencia o culpabilidad, o si los jueces encargados de juzgarlo reunían las condiciones para hacerlo5. De igual forma, por la trascendencia y el contexto político de la época, marcado por las luchas entre santanderistas y bolivarianos, en el proceso intervinieron las ramas del poder público (judicial, ejecutiva y legislativa), lo cual dio pie para que dinámicas asociadas a las variables Estado, justicia y política terminaran entrecruzándose.
Así como el juicio y la condena de Luque captaron la atención de la sociedad neogranadina decimonónica y fueron recogidos en las memorias de algunos de los partícipes6, también han sido objeto de análisis por parte de historiografía colombiana reciente. Algunas interpretaciones explican el caso a partir de las tensiones y purgas que se dieron durante y después de la disolución de la Gran Colombia entre bolivarianos y santanderistas, y neogranadinos y venezolanos7. Aunque reconocemos el valor de esta interpretación y será tenida en cuenta para comprender el contexto político neogranadino de los años treinta, nuestro objetivo es mostrar otros elementos presentes en el caso Luque, ya que, desde nuestra perspectiva, este proceso devela algunos de los retos judiciales a los que tuvo que enfrentarse el naciente Estado de la Nueva Granada, al tiempo que ilustra las formas en que las acciones y visiones de funcionarios judiciales de carácter regional y local contribuyeron a la reformulación o creación de normativas jurídicas de posterior aplicación nacional. En efecto, como lo pretendemos demostrar, tras la condena de la que fue objeto Luque en el tribunal del Magdalena, se generaron debates judiciales a nivel nacional que llevaron a la reformulación de la Ley Orgánica de Tribunales de 1834, en lo relativo a las penas que se podían establecer con respecto al delito de robo.
En este artículo, aunque se hace alusión a la estructura jurídica diseñada desde el Estado central, se presenta especial atención a los puntos de vista expresados por funcionarios provinciales y distritales sobre el funcionamiento del poder judicial8. La mirada propuesta está a tono con las discusiones adelantadas sobre la formación de los Estados en las últimas décadas en Hispanoamérica, en particular con aquellas que han puesto el acento en el cuerpo de instituciones más directamente relacionadas con el ejercicio del poder político: la presidencia, el parlamento o la judicatura9. Resultado de lo anterior son notables los avances alcanzados por las historiografías de México, Chile, Argentina y otros sobre el funcionamiento de la justicia10. Esta literatura, a pesar de su diversidad, se interesa por analizar la justicia desde una dimensión sociohistórica. Esta perspectiva, además de mostrar cómo la justicia se ajusta y se construye a partir de las realidades locales11, permite captar dinámicas económicas, sociales, políticas y establecer pautas generales sobre la sociedad y el funcionamiento del Estado12.
La historiografía colombiana no ha escapado a estas tendencias. En las últimas décadas se ha avanzado en investigaciones sobre la construcción del Estado a partir de estudios sobre el poder político, elecciones, facciones y partidos políticos, conflictos y guerras civiles, ciudadanía y otros, durante la primera mitad del siglo XIX13. La justicia también se ha convertido en un campo de análisis, como se puede apreciar en las publicaciones de libros y artículos14. Ahora bien, es necesario seguir profundizando sobre este campo con el fin de comprender las vicisitudes, retos y alternativas planteadas por diferentes actores para la construcción del Estado en Colombia en el siglo XIX. Esto último es más relevante con respecto a la justicia porque, como lo planteó Darío Barriera, aunque siempre se reconoce la centralidad de la administración de la justicia, la consideración del tema es infrecuente y queda subordinada a ser una de las patas en la construcción del Estado15.
Con el propósito de evidenciar algunos aspectos del funcionamiento de la justicia desde los niveles distrital, provincial y nacional, analizamos las distintas fases del proceso judicial que se le siguió a José Ignacio Luque. Trabajos previos16 se han concentrado en la condena de Luque en 1834, pero, según las fuentes consultadas, el proceso incluye dos fases más que no han sido estudiadas: por un lado, el enjuiciamiento por la Corte Suprema de Justicia de tres de los cuatro funcionarios que participaron en el proceso; y, por el otro, el debate que suscitó la condena impuesta a Luque por los vacíos jurídicos que evidenció. Estas tres fases, precisamente, son utilizadas para desarrollar las partes que le dan forma al artículo; en la primera -desde un lente local- se aborda el llamado de Luque ante la justicia por el juez de Hacienda de Cartagena; en la segunda, a partir de un enfoque provincial, se estudia la revisión de la sentencia de primera instancia por los magistrados del Tribunal de Apelación del Distrito Judicial del Magdalena; mientras que en la tercera, a través de una escala nacional, se analiza el proceso civil al que son sometidos tres de los cuatros funcionarios judiciales que participaron en el caso.
2. Un héroe de la independencia ante el juez de Hacienda de Cartagena
Para comprender desde una dimensión local el juicio adelantado al general José Ignacio Luque, es necesario conocer la estructura jurídica y las leyes que funcionaban en la Nueva Granada durante el periodo de estudio. Esto implica mencionar que la Constitución Política de 1832 organizó el poder en las ramas ejecutiva, legislativa y judicial, y que el país se dividió administrativamente en provincias, las provincias en cantones y estos en distritos17.
El poder ejecutivo era representado a nivel nacional por el presidente de la República y, en su ausencia, por el vicepresidente; mientras que en provincias, cantones y distritos la representación recaía, de manera respectiva, en el gobernador, el jefe político y el alcalde distrital. El poder legislativo lo ejercía el Congreso, compuesto por dos cámaras: una de senadores y otra de representantes. A nivel provincial, cantonal y distrital había cámaras provinciales, concejos municipales y comunales. Del poder judicial se encargaban la Corte Suprema de Justicia, los tribunales superiores de distrito, juzgados de hacienda y de circuito, jueces parroquiales y otros tribunales de naturaleza especial18.
El Congreso de la República aprobó la Ley Orgánica de Tribunales en 1834 y en ella definió de forma detallada la estructura judicial: número de funcionarios, requisitos, funciones y responsabilidades de cada órgano. En esta ley se ratificó el papel central de la Corte Suprema de Justicia y el territorio se fraccionó en cuatro distritos judiciales: Cundinamarca, Boyacá, Cauca y Magdalena. Este último se encargaba de los asuntos de las provincias de Cartagena, Santa Marta, Mompox, Riohacha, Panamá y Veraguas y, a la vez, contaba con un Tribunal de Apelación con sede en Cartagena. Una de las funciones de este era conocer en segunda instancia las causas civiles y criminales que le remitían en apelación y en los casos que debía consultarse la primera instancia. En el orden jerárquico, después de la Corte y de los tribunales, seguían los jueces letrados de Hacienda, los que residían en las capitales provinciales. Su principal labor era conocer, en primera instancia, todos los negocios, civiles y criminales, relacionados con la Hacienda nacional19. Si bien en esta ley se definieron otras instancias judiciales menores, en este artículo solo tendremos en cuenta las tres anotadas por su papel en el tema estudiado.
Aunque la Nueva Granada careció de un código penal hasta 183720, existían leyes para juzgar, condenar y castigar. Una de las más importantes fue la de Procedimiento Civil de 1834, en la que se estableció el orden en el que debían observarse las leyes en los tribunales del Estado: civiles, eclesiásticos y militares. Dicho orden fue el siguiente: 1.° las decretadas o las que en lo sucesivo se decretaran por la legislatura de la Nueva Granada; 2.° las decretadas por la autoridad legislativa de Colombia; 3.° las pragmáticas, cédulas, órdenes, decretos y ordenanzas del gobierno español, sancionadas hasta el 18 de marzo de 1808, que estaban en observancia bajo el mismo gobierno español, en el territorio que forma la república neogranadina; 4.° las leyes de Recopilación de Indias; 5.° las de la Nueva Recopilación de Castilla; 6.° las de las Partidas. Estas leyes españolas tendrían vigencia siempre y cuando no riñeran con el orden jurídico de la Constitución Política de 183221.
De las leyes sancionadas en la Gran Colombia (1819-1830), es necesario señalar la «Ley sobre procedimiento en las causas de robo y hurto» de mayo 3 de 1826, en la que se estipuló que quienes usaran armas para ejecutar hurto o robo sufrirían la pena de muerte, si fueran mayores de diecisiete años. Quienes los cometieran sin la calificación y circunstancias anteriores serían condenados a presidio urbano por cinco u ocho años. También se precisó que jueces letrados, jefes políticos, alcaldes municipales y parroquiales eran las autoridades competentes para adelantar el sumario, las primeras diligencias en la investigación del delito y sus autores, para su aprehensión y continuar la causa hasta dictar sentencia22.
Atendiendo la Ley Orgánica de Tribunales y la de procedimiento en las causas de robo y hurto, las indagaciones sobre el robo del correo y el asesinato de Francisco Miranda les correspondieron a Vicente García, jefe político del cantón de Cartagena, y a Ramón Ripoll, juez de Hacienda de Cartagena. Como se señaló, García, en horas de la mañana del 9 de septiembre de 1834, fue quien capturó -con ayuda del gobernador- a los tres primeros sospechosos y, como según ellos habían guardado parte del dinero robado en la choza de Martina Romero, también ordenó que se registrara esta, pero no hallaron nada. Por la tarde, Ripoll les tomó declaración a los capturados, quienes ratificaron lo afirmado al alcalde y al juez de Arjona: que ellos y Lagrave fueron los autores del asesinato de Miranda, de las heridas a Arias, del robo del dinero y que el autor del plan era el general Luque; sin embargo, también suministraron información nueva, por ejemplo, que el citado general aportó el dinero, las armas y los caballos, y que el dinero robado fue depositado en su casa. Agregaron que este grado de cercanía se explicaba porque los cuatro habían sido soldados bajo el mando de Luque y vivían en su casa. Eusebio Rodríguez era su ayudante personal; José Rodríguez y Manuel Campaña eran presidiarios solicitados por Luque a la jefatura política con la excusa de adelantar trabajos de refacción para su casa, pero su objetivo era vincularlos al plan y Martina Romero era la pareja de Eusebio Rodríguez23.
Ante estas nuevas revelaciones, Ripoll y García llevaron a los detenidos a la vivienda del general; casa que, además de ser la residencia personal de Luque y de José Hilario López, servía como sede de la gobernación, jefatura militar y estado mayor. En dicha casa se encontró la mayor parte del dinero, los caballos y las armas empleadas. Pese a estos fuertes indicios, Luque no rindió declaración, no fue vinculado al proceso ni detenido, como lo establecía la ley de 3 de mayo de 1826. Solamente al día siguiente, Ripoll le envió un oficio en condición de testigo y el general por esa vía le respondió. El juez adoptó esta decisión porque la complicidad de Luque solo podía indagarse con los propios reos que decían haber seguido sus órdenes y no resultaba de «sus declaraciones citada, otra persona como testigo de su mandato... y la opinión pública resistía la idea de su complicidad en los primeros momentos»24.
No obstante, como los indicios sobre Luque eran cada vez mayores, el 14 de septiembre Ripoll le solicitó al Tribunal de Apelación, en condición de Corte Marcial, que suspendiera al general del cargo, «pues sin este paso ni aun en clase de detenido podía arrestar a Luque que era jefe militar de la provincia». Lo cierto es que Ripoll no lo suspendió ni lo detuvo y, dos días después, manifestó no tener pruebas en su contra25.
El 1 de octubre, el juez de Hacienda dictó sentencia. Condenó a muerte a los hermanos Rodríguez y a Varela; ordenó perseguir como reo ausente a Lagrave y absolvió del cargo de receptadora a Martina Romero. Una semana después, el Tribunal de Apelación, en grado de consulta, confirmó la sentencia en los dos primeros puntos y requirió juzgar nuevamente a Romero, acordando lo mismo para Luque, Campaña, Rodríguez y Aponte, cómplices según Eusebio Rodríguez y sus socios26.
Durante el juicio adelantado contra estos, es capturado Modesto Lagrave. El 7 de noviembre, Ripoll nuevamente dictó sentencia en la que condenaba a Lagrave a ocho años de presidio, con el argumento de que, si bien estuvo presente en el robo, no tenía conocimiento de los planes de los hermanos Rodríguez y de Varela, y las heridas causadas a Arias fueron en defensa propia por el ataque que este le propinó. Los restantes enjuiciados fueron absueltos por falta de pruebas y testigos idóneos, como lo establecían las leyes27.
La absolución de Luque generó toda suerte de reacciones. Fue celebrada por una parte de la población de Cartagena que le agradecía su papel en las guerras de independencia, en la liberación de Cartagena de la dictadura de Urdaneta y de los bolivarianos; sin embargo, en algunos miembros de este sector la reacción fue contraria, pues no olvidaban, según ellos, los vejámenes y destierros a los que estaban sometidos desde 1831 por los santanderistas, consecuencia de la traición de Luque28. La controversia de esta decisión sería dirimida por los magistrados del Tribunal de Apelación del Distrito Judicial del Magdalena, los que, nuevamente en grado de consulta, determinarían si se ajustaba a las leyes de la Nueva Granada.
3. La condena a Luque y las tensiones políticas en el Tribunal de Apelación del Magdalena
El Tribunal de Apelación del Distrito Judicial del Magdalena entró en funcionamiento en 1832. Sus magistrados eran los cartageneros José María del Real, Henrique Rodríguez y José Antonio Esquiaqui (Del Real y Rodríguez suscribieron el acta de independencia de Cartagena de 181129), a quienes -en calidad de fiscal del caso- se unió José Ángel Lastra, natural de Bogotá30.
El caso Luque representaba un gran reto para el Tribunal. Y lo era no solo porque la vinculación del Tribunal al proceso produjo la detención y el encarcelamiento de Luque, sino también porque sus magistrados eran conscientes de que el procesado era un general que había luchado por la independencia durante dos décadas y sus triunfos eran reconocidos por seguidores y contradictores. Pero, así como algunos creían en su inocencia, otros consideraban que era el momento de saldar cuentas a través de una condena ejemplar. Es en esta segunda parte del proceso donde se cruzan las variables justicia y política al hacerse más evidentes las tensiones entre algunos de los protagonistas de este caso. Estas diferencias políticas y personales surgieron durante la independencia y se profundizaron con la división entre Bolívar y Santander, la dictadura de Urdaneta y la instauración de los santanderistas en el poder en 1831. Por estos conflictos, algunos fueron encarcelados, secuestrados sus bienes y desterrados, como fue el caso del magistrado Henrique Rodríguez. Al darse la división entre Bolívar y Santander, Rodríguez tomó posición por este último y se opuso a la dictadura de Urdaneta, por lo que fue desterrado por Montilla y Martín. Regresó al país en 1831 cuando Luque liberó a Cartagena y un año más tarde se vuelve miembro de la «Sociedad de Liberales sostenedores del gobierno e instituciones de la Nueva Granada» y es nombrado magistrado del Tribunal de Apelación. El mismo año en que Rodríguez regresó al país, un grupo de santanderistas le solicitó al gobernador del departamento del Magdalena expulsar por sediciosos y peligrosos a un grupo de bolivarianos, entre los que estaban los abogados Eusebio María Canabal e Ildefonso Méndez31. Rodríguez, Canabal y Méndez -como veremos más adelante- tendrían un rol importante en el proceso por su filiación política y cercanía o diferencia con Luque.
El enfrentamiento entre santanderistas y bolivarianos llevó a que el juicio se librara tanto por la imprenta como en los tribunales32. En cuanto a la primera, desde el gobernador José Hilario López hasta personas que recurrieron al anónimo y al panfleto terciaron en esta disputa33. Y, dentro de los estrados judiciales, la batalla entre las facciones en disputa se tradujo en recusaciones a Henrique Rodríguez y José Antonio Esquiaqui, dos de los tres magistrados al frente del caso, quienes fueron acusados de ser cercanos a Luque y por ello apartados de este34. Con respecto a Rodríguez, el teniente coronel Francisco Núñez, en su condición de testigo, señaló que «había oído decir al coronel José M. Vesga, que el general Luque, según él mismo le había dicho, fue a consultar con el Dr. Rodríguez, después de lo cual volvió más tranquilo; y que generalmente se decía que dicho general contaba en su favor al Sr. Rodríguez»35.
La separación de los magistrados Henrique y Esquiaqui implicó el nombramiento de conjueces en su reemplazo. En el marco de las tensiones entre santanderistas y bolivarianos, algunos de los conjueces seleccionados -como fue el caso de Ildefonso Méndez- también fueron recusados. A Méndez se le acusó de tener una particular animadversión en contra del enjuiciado, como lo confirmaron dos testigos al señalar el día y el lugar en que lanzó «expresiones amenazantes» contra el general. La actitud de este conjuez se debía a que Luque era odiado por una parte de los bolivarianos porque lo consideraban traidor. Y en el caso de Méndez, era tan pública su identificación con esta facción que, en un anónimo de diciembre 1833, lo acusaron de ser parte del Consejo de Guerra del prefecto Martin, por el que «fueron expulsados los padres de familia que el 19 de febrero de 1831 salieron para Jamaica36.
Estas resistencia y suspicacia también se daban entre algunos santanderistas, como lo evidencian las correspondencias que José Hilario López y el comerciante cartagenero Manuel Marcelino Núñez le remitían al presidente Francisco de Paula Santander. En estas correspondencias, los remitentes insisten en la vida desordenada de Luque, en sus constantes parrandas y amoríos en Turbaco y en las deudas que lo agobiaban; sin embargo, lo que más sospechas despertaba era que solo se rozara «con los bolivianos y prote[giera] mucho a los de ese partido»37. De hecho, su abogado defensor fue el bolivariano Eusebio María Canabal38. En carta de septiembre de 1834, López le expresó a Santander su deseo de que la sentencia contra Luque fuera condenatoria «[...] y de destierro de la Nueva Granada para librarnos de una vez de esta culebra»39. Las diferencias entre los dos generales crecieron porque López fue quien más insistió en la detención de Luque y este sostenía que López sobornó a los testigos de su caso para sacarlo del país40. Esta serie de desencuentros explican la demanda que interpuso Luque contra el gobernador, la cual terminó en la recusación de Rodríguez por su amistad con el demandante41.
Las reclamaciones y demandas cesaron con el nombramiento de José Manuel de Vivero y Agustín Núñez como conjueces del Tribunal de Apelación del Magdalena. Ambos habían egresado de la Universidad del Magdalena e Istmo en 1831 y 183242. De cierta forma, los dos les brindaban garantías a la parte demandante y a la demandada porque, por su edad43, no habían participado directamente en los acontecimientos políticos de la Nueva Granada que, entre 1810 y 1832, habían propiciado desencuentros y fragmentación de los sectores dirigentes del país. Además, posiblemente por su juventud y falta de experiencia, ambas partes creían que podían influenciarlos. En esta labor estarían acompañados por José María del Real, en su condición de presidente del Tribunal de Apelación. Del Real era uno de los abogados más reconocidos en Cartagena y en 1834 tenía 67 años44.
Una vez se confirmó que la suerte de Luque estaba en manos de estos tres magistrados, fueron, al igual que los tres condenados y Martina Romero, presionados, halagados o tratados de sobornar para que tomaran una decisión favorable para alguna de las partes involucradas. Así lo reconoció José Manuel de Vivero al señalar que se descubrió a un seductor que inducía a los reos «para la complicación de Luque» a cambio de asistencia diaria, regalos y auxilios. Este magistrado también afirmó que no faltó quien le inspirara odio contra el general al recordarle los vejámenes que hizo sufrir a «mi queridísimo hermano» cuando se le denominaba «protector de los pueblos»; algunos le pidieron sacrificarlo «por miras políticas»; y hubo uno que «desde aquellos mismos días me amenazase con este juicio, si opinaba como opiné», por lo que catalogó el proceso como «una causa en la que no han dejado de influir pasiones rastreras»45.
Cinco días duró la revisión y el análisis de testimonios y pruebas, y al sexto, como lo contemplaba la ley, el Tribunal dictó sentencia. En el veredicto, conocido en Cartagena el 25 de noviembre, fueron absueltos José Rodríguez y Manuel Campaña; se ordenó continuar la causa contra el reo ausente Miguel Aponte; Martina Romero fue condenada a cinco años de servicio en el Hospital Militar de Cartagena; Modesto Lagrave fue sentenciado a muerte y José Ignacio Luque fue desterrado perpetuamente de la Nueva Granada.
Llegar a este veredicto no fue sencillo. Hubo unanimidad en cuanto a la inocencia de Rodríguez y Campaña, y culpabilidad de Lagrave. Las controversias se suscitaron por Romero y Luque. Para José Manuel de Vivero, ambos eran inocentes por lo que pidió su absolución. Lo contrario pensaban José María del Real y Agustín Núñez, al considerar que los acusados eran culpables en grados distintos. Estas diferencias llevaron a que votaran dos veces para establecer sus penas; tanto en la primera como en la segunda votación, Núñez y Del Real pidieron condenarlos, y De Vivero pidió su absolución, imponiéndose, al final, la decisión mayoritaria.
De acuerdo con la ley de 3 de mayo de 1826, al usar armas para ejecutar el robo, Luque debía ser castigado con la pena de muerte. Sin embargo, no se le aplicó porque el artículo 127 de la Ley Orgánica de Tribunales de 1834 expresaba que «cuando en la sentencia de primera instancia no se imponga al acusado pena de muerte, no podrá imponérsele en la segunda sino por el voto unánime de todos los jueces del Tribunal»46. Por esto, Del Real y Núñez consideraron que, por la gravedad del delito cometido, la mejor opción era el destierro perpetuo. De Vivero salvó su voto frente a esta decisión y así se impuso lo acordado por Núñez y del Real.
Si la sentencia de primera instancia generó controversias en Cartagena, la del Tribunal de Apelación tuvo repercusión nacional, llevando a la intervención de la Corte de Suprema de Justicia y la Cámara de Representantes, los órganos destinados a revisar y analizar las decisiones y el desempeño de los funcionarios de las ramas del poder público47. Algunos funcionarios, como fue el caso del fiscal de la Corte, calificaron la sentencia como «un escándalo en el Tribunal del Magdalena» y pidieron juzgar «criminalmente» a los magistrados48. En efecto, como detallaremos a continuación, tres de los cuatros funcionarios que participaron en el proceso fueron llamados a juicio.
4. El papel de la Corte Suprema, la Cámara de Representantes y la modificación de Ley Orgánica de Tribunales de 1834
El destierro perpetuo impuesto al general José Ignacio Luque, algo que no estaba contemplado dentro de las penas con las que se castigaba a los que habían cometido robo con uso de armas, hizo que una de las cámaras del Congreso interviniera en el proceso. El 12 de mayo de 1835, amparándose en la Constitución Política de 1832 y la Ley Orgánica de Tribunales de 183449, la Cámara de Representantes solicitó a la Corte Suprema de Justicia acusar al juez de Hacienda de Cartagena y a los magistrados del Tribunal de Apelación del Magdalena por mala conducta en el ejercicio de sus funciones, por el proceso judicial adelantado al ahora exgeneral Luque. Dos semanas después, la Corte Suprema llamó a juicio a Ramón Ripoll, juez de Hacienda de Cartagena, José Manuel de Vivero y Agustín Núñez, conjueces del Tribunal del Magdalena. No se presentaron cargos contra José María del Real, lo que generó molestia entre los enjuiciados porque Del Real estuvo de acuerdo con la pena de destierro perpetuo, la cual era una de las acusaciones del fiscal50.
Aunque las acusaciones se centraron en las penas establecidas en primera y segunda instancia contra Lagrave, Romero y Luque, a los efectos que nos ocupan solo tendremos en cuenta lo correspondiente al exgeneral. El hilo conductor de la acusación del fiscal fue que las sentencias de primera y segunda instancia no se ajustaban a la ley. A Ripoll lo acusó de faltas en el orden del procedimiento y, junto a De Vivero, de no haber condenado a muerte al exgeneral, a pesar de que Varela y los hermanos Rodríguez lo culpaban de ser el ordenador del asesinato y robo, y de que la mayor parte del dinero, las armas y los caballos fueron encontrados en su vivienda51.
A Núñez le imputó el no encontrar ley que autorizara la pena de destierro perpetuo porque la de 3 de mayo de 1826 solo reconocía la muerte y los presidios para castigar a los ladrones; la 18, título 14, partida 7 establecía la de pecho y la de escarmiento en el cuerpo; en el título 11, libro 8 de la Nueva Recopilación de Castilla no estaba contemplada esta pena, ni tampoco en el título 17, libro 12 de la Novísima Recopilación. Para el fiscal, si se hubieran seguido las disposiciones comunes, se habría castigado a Luque, al no poder ser con la muerte, con presidio, que era una pena establecida contra los ladrones, «pero no se respetaron éstas y fue desterrado, sin citarse la ley que confería en aquel caso semejante autoridad, infringiendo por consiguiente el artículo 147 de la Constitución, pues una referencia general de las leyes comunes no es mencionar la ley aplicada»52.
Los alegatos del fiscal y de los procesados evidenciaron una de las vicisitudes del aparato judicial de la Nueva Granada: la cantidad e imprecisión de sus leyes. Esto es importante porque, si bien en la Constitución de 1832 y en la Ley Orgánica de Tribunales se estipuló la condición de letrados de los magistrados con el fin de legitimar una administración de justicia que estuviera más apegada a la letra de las leyes y menos asociada al arbitrio judicial y dejar de lado prácticas como el uso de tinterillos y jueces legos en las provincias y en los distritos53, el problema no logró resolverse como consecuencia de las múltiples leyes judiciales de la Nueva Granada (1831-1834), la Gran Colombia (1819-1830) y españolas. En palabras de la historiadora Paola Ruiz, en el Estado republicano en formación se combinaron múltiples referentes y tradiciones legislativas, entre ellas las de corte español54.
Esta variedad de leyes ocasionó, en el caso que nos ocupa, discusiones sobre vigencia del fuero militar, competencia de autoridades, el carácter idóneo de pruebas y testigos, y vacíos de la Ley Orgánica de Tribunales. Una de las preguntas por resolver era: ¿qué pena debían imponer los magistrados si en la sentencia de primera instancia no se imponía al acusado la de muerte y en la segunda no había unanimidad en los votos de los jueces del tribunal? Esta situación fue la que el caso Luque puso a discutir, convirtiéndose en el centro del problema y haciendo necesaria su aclaración y corrección.
Tras ser absueltos en primera sentencia por el Tribunal de Apelación del Magdalena y ser apelada esta decisión por el fiscal, tuvo lugar una revisión de segunda instancia por la Corte Suprema de Justicia y la Cámara de Representantes. Durante esta etapa, Núñez y Ripoll contrataron como abogados a Florentino González y Sebastián Esguerra para que los representaran en Bogotá, mientras que De Vivero asumió personalmente su defensa55.
El fiscal de la Cámara de Representantes cuestionó al juez de Hacienda Ripoll por el tiempo que tardó para ordenar la detención de Luque. En concreto, le preguntó por qué esperó la suspensión del exgeneral Luque por la Corte Marcial para proceder a su detención, cuando en esta clase de delitos estaba derogado todo fuero según el artículo 25 de la Ley de 3 de mayo de 1826. Incluso le subrayó que, con todos los indicios que pesaban en su contra, pudo enviarlo a prisión para evitar su fuga. Ripoll, aunque estuvo de acuerdo con lo señalado, recordó que no se podía olvidar que también estaba vigente el decreto posterior de 8 de agosto de 182756, el que atribuía a las cortes de justicia superiores marciales la suspensión en las causas criminales por delitos comunes de los generales de departamento; por esto, «el confesante no pudo ni debió prescindir de su observancia y si no redujo a prisión al ex general fue por la misma persuasión en que se hallaba de preceder la suspensión por la misma autoridad competente»57.
El segundo tema objeto de discusión entre el fiscal y los procesados fue sobre la calificación de las pruebas y testigos. Mientras que para el fiscal y los magistrados Núñez y Del Real, las pruebas y testimonios fueron suficientes para condenar a Luque, Ripoll y De Vivero opinaban lo contrario. Este debate se debía a que la ley de mayo 3 de 1826 exigía el testimonio de un testigo idóneo. En ese sentido, la disputa era determinar si ladrones, homicidas, cómplices e infames, como lo eran los hermanos Rodríguez y Varela, cumplían con este requisito. Para el fiscal, Núñez y Del Real, la ley 3, título 14, libro de la Novísima Recopilación habilitaba el testimonio del reo confeso. No obstante, De Vivero argumentó que esa ley no era aplicable al caso Luque porque no tuvo «observancia en toda la Monarquía sino solo en Madrid y a cinco leguas de su distrito y en la provincia de Guipúzcoa que particularmente la pidió y se le concedió por la pragmática de Felipe V de 1 de marzo de 1735»58. Por tanto, al ser una ley local y no general, no se podía concluir que todas las leyes recopiladas debían seguirse porque la intención del Congreso se refería solo a las que tuvieron vigencia en la Nueva Granada, «pero de ningún modo las que solo se observaron en lugares determinados como la 3 que previene el modo de castigar los hurtos en Madrid, ni otras muchas especiales que contiene la Novísima Recopilación que jamás se observaron ni en toda España, ni en el territorio de la Nueva Granada»59.
A diferencia de la anterior, otras leyes con vigencia, como la 9, título 1, partida 6; la 8, título 6, partida 3, excluían como testigos a los infames, ladrones y homicidas. Lo propio hacía la 21, título 10, partida 3, la cual señalaba que «el socio en un crimen no puede declarar porque no es válido su testimonio», por lo que las declaraciones de los enjuiciados «eran nulas y sin efecto por las disposiciones legales citadas»60. Adicional a esto, De Vivero señaló que si se aceptaban como testigos idóneos a los que declararon contra Luque y se compararan con quienes los desmintieron, la balanza se inclinaba a favor del exgeneral, porque los hermanos Rodríguez y Varela «dijeron que Luque los mandó» y solo los dos primeros dijeron tener conocimiento del plan. Por su parte, Lagrave, Campaña, Rodríguez y Romero los desmintieron. Según De Vivero, desconocía ese «nuevo modo de pesar los crímenes en la balanza de Astrea», en donde se le daba mayor crédito al menor número y a los más criminales que al mayor61.
Agustín Núñez, por su parte, explicó la pena impuesta a Luque. Recordó que Del Real y él votaron por la pena de muerte al demostrarse la complicidad del exgeneral; sin embargo, no se aplicó al ser absuelto en primera instancia por Ripoll y en segunda por De Vivero. Lo anterior produjo que el Tribunal de Apelación del Magdalena enfrentara un proceso que por primera vez
[...] había acaecido en los tribunales de la República» y que consistía en que, si bien la mayoría de los votos estaban a favor de la pena de muerte, «no se encontraba determinado el caso por ninguna otra, pues el citado artículo 127 de la orgánica de tribunales se limitaba favorecer al procesado sin indicar el partido que debiera tomarse en tal ocurrencia62.
En su defensa, Núñez también argumentó que, como la ley de 3 de mayo de 1826 no señalaba la pena inmediata que en ese caso debía imponerse, los jueces dudaron sobre el camino que debía seguirse al no poder aplicar ninguna de las establecidas. Afirmó que no era viable la de presidio urbano, señalada en el artículo 28 de esa ley, al ser solamente para los que hubieran cometido hurto o robo sin las calificaciones y circunstancias que trataban los artículos 26 y 27; y en el caso Luque había las calificaciones detalladas. Asimismo, siguiendo el artículo 125 de la Ley Orgánica de Tribunales, señaló que no se podía suspender un proceso «por defecto, insuficiencia u oscuridad de la ley, sino que deberán los tribunales resolver por fundamentos tomados del derecho natural, de la justicia universal y de la razón»63. Todos estos elementos, según Núñez, los obligaron a echar mano de las leyes comunes, y según estas, la tercera pena de las mayores, después de la muerte y presidio, era la de destierro perpetuo, como la calificaba la ley 4, título 31, partida 7; corroborada por la 8 del mismo título y partida, y por la 18, 19 y 20, título 20, libro 7 de la Recopilación de Indias, «que no estaban derogadas, sino expresamente mandadas a observar por el artículo 1 de la ley del procedimiento civil»64.
Estas disímiles conclusiones sobre la vigencia de algunas leyes, el carácter idóneo de los testigos y la legalidad de la pena de destierro, también se hicieron presentes en el Congreso de la Nueva Granada. En un debate sobre la inocencia o culpabilidad de los jueces del Tribunal del Magdalena, José María Canabal, senador cartagenero y abogado defensor de Luque, manifestó que los jueces al aplicarle la pena de destierro perpetuo procedieron arbitrariamente e infringieron la ley. En contraste, para Judas Tadeo Landínez,
[...] ante el silencio absoluto de la ley, los magistrados consideraron que debían imponer la pena considerada como la mayor después de la capital: la muerte civil o el destierro perpetuo, por lo que no veía "arbitrariedad ni infracción en la aplicación de la pena"65,
a pesar de ser diferente a las establecidas en la ley.
Durante los años que duró el juicio, 1835-1838, no cesaron estos debates y, a la vez, ocurrieron varios eventos importantes relacionados con los actores vinculados al caso. El magistrado José María del Real murió en julio de 1835, por lo que nunca respondió por la pena impuesta a Luque; y en 1837 el Senado dictó sentencia en contra de De Vivero y Ripoll. Al primero lo declaró «no culpable por los cargos que le ha hecho el señor fiscal de la Honorable Cámara de Representantes»66, mientras que el segundo fue encontrado culpable por mal desempeño de sus funciones y suspendido por un año como magistrado del Tribunal de Apelación del Magdalena67. Un año después, la Cámara de Representantes sentenció que «en la conducta judicial del Dr. Agustín Núñez respecto del ex general Ignacio Luque no hubo infracción de ley alguna»68.
Para los fines de este artículo, el evento más significativo del desenlace del caso ocurrió en marzo de 1836. Como consecuencia de los vacíos jurídicos evidentes en el juicio, condena y castigo impuesto a Luque y que llevaron a tres funcionarios a responder ante los órganos encargados de juzgarlos, los magistrados del Tribunal de Apelación del Distrito Judicial del Cauca69, apelando al artículo 9.° de la Ley Orgánica de Tribunales de 1834, el cual establecía que dentro de las atribuciones de estos tribunales se encontraba la de remitir a la Corte Suprema «las dudas sobre la inteligencia de alguna ley»70, para ser aclarada o en su defecto corregida por el Senado, enviaron un escrito a la Corte, en el que, tomando como ejemplo el juicio y condena de Luque, mostraban las dificultades de la Ley Orgánica de Tribunales de 1834 para el adecuado desarrollo de la administración de justicia en el país. Para estos magistrados era necesaria la corrección de la mencionada ley, para que los funcionarios judiciales del país ejercieran sus funciones sin preocupación de incurrir en faltas administrativas y, posteriormente, ser enjuiciados por mal desempeño de sus funciones, como les ocurrió a sus pares del Magdalena71.
Efectivamente, la Corte Suprema envió al Senado la soli citud de los magistrados del Tribunal del Cauca y el Congreso, reconociendo que los problemas de la justicia eran «un monstruo capaz de someter a cualquiera que se considere sometido a su poder»72, y en abril de ese mismo año aprobó la Ley Adicional a la Orgánica de Tribunales con la que resolvió el problema que hizo evidente el caso Luque. La citada ley corrigió el artículo 127 de la Ley Orgánica de Tribunales de 1834, en el que se establecía que «cuando en la sentencia de primera instancia no se imponga al acusado pena de muerte, no podrá imponérsele en la segunda sino por el voto unánime de todos los jueces del Tribunal». Este artículo, aunque terminante en lo correspondiente al procesado, no indicaba las alternativas que debían tomar los magistrados. Ahora, el artículo 16 de la Ley Adicional a la Orgánica de Tribunales señalaba que, al presentarse esta situación, «[...] si la mayoría votase a muerte, se entenderá condenado a diez y seis años de trabajos forzados o de presidios en las fortalezas de la República»73. Un año después, el Congreso aprobó el primer Código Penal de la Nueva Granada, en el que se ratificaron las penas de trabajo forzado por dieciséis años y la de destierro por quince años74. Esta última pena confirmó que el destierro perpetuo no era parte de la tradición jurídica de la Nueva Granada.
Por consiguiente, el Código Penal y la Ley Adicional a la Orgánica de Tribunales de 1836 fueron dos herramientas con las que el Congreso de la Nueva Granada dio respuesta a parte de los retos judiciales que enfrentaban los funcionarios judiciales a nivel local, provincial y nacional. Estas dos herramientas fueron clave para que los funcionarios judiciales contaran con una legislación clara y precisa, que les permitiera seguir en la búsqueda de alcanzar el ideal de pesar los crímenes en la balanza de Astrea de forma objetiva y, a la vez, brindarles a los ciudadanos un juicio justo y equitativo.
Conclusiones
El juicio al general José Ignacio Luque, así como la condena y la pena de destierro perpetuo que le fueron impuestas, permiten analizar procesos relacionados con la formación y el funcionamiento del naciente aparato judicial republicano de la Nueva Granada. Al seguir la trayectoria del juicio se manifiestan los retos y las alternativas planteadas por diferentes actores para fortalecer las instituciones que les garantizaran a los ciudadanos la igualdad legal contemplada en las constituciones políticas. También salió a relucir el carácter, muchas veces contradictorio, de una variedad de leyes con las que se juzgaba a los ciudadanos, y se destacó el papel desempeñado por la Corte Suprema de Justicia, el Congreso de la República, los tribunales de apelación y los jueces de Hacienda a la hora de materializar lo establecido en códigos, leyes y decretos.
Aunque lo señalado anteriormente es importante para entender el funcionamiento de la justicia en la Nueva Granada durante las primeras décadas del siglo XIX, consideramos necesario seguir profundizando en otros aspectos. Uno de los puntos en los que se debe persistir, en futuras investigaciones, es el relativo al papel de las instituciones y el de los funcionarios de carácter distrital y provincial en la configuración de una cultura jurídica nacional. Optar por esta mirada permitiría, por un lado, observar las interpretaciones que se les daban a las normativas nacionales en las esferas distritales y provinciales; y, por el otro, analizar tanto las dificultades como las respuestas y sugerencias planteadas por funcionarios de tales espacios a las autoridades centrales para mejorar la marcha del aparato judicial.
No menos necesario es estudiar la dimensión sociológica del Estado, lo que implica saber quiénes eran los funcionarios de las ramas del poder público. En el caso de la rama judicial, implica conocer las características sociales, económicas, raciales, culturales e ideológicas de los encargados de aplicar justicia en Colombia durante el siglo XIX. Esta mirada, como lo muestra el artículo, es clave para visibilizar tanto los rostros que contribuyeron a la formación del aparato judicial colombiano, como las formas en las que las tensiones sociales y políticas del contexto en estudio se trasladaron a los estrados judiciales.
Resumen
Main Text
1. Introducción
2. Un héroe de la independencia ante el juez de Hacienda de Cartagena
3. La condena a Luque y las tensiones políticas en el Tribunal de Apelación del Magdalena
4. El papel de la Corte Suprema, la Cámara de Representantes y la modificación de Ley Orgánica de Tribunales de 1834
Conclusiones